La nieve caía como alfileres helados desde el cielo plomizo, cubriendo el asfalto agrietado de la carretera secundaria con un manto cada vez más grueso. En medio de aquel blanco infinito, una figura diminuta avanzaba a duras penas, vacilante, como una sombra a punto de esfumarse.
Carmen apenas tenía cinco años.
Su cuerpecito, demasiado frágil para enfrentar una ventisca, se doblaba bajo el peso de dos bultos envueltos en mantas raídas. Eran sus hermanitos recién nacidos, Javier y Martina. Sus mejillas estaban sonrosadas por el frío, sus labios apenas se movían al dormir. No sabían que la muerte rondaba cerca.
Carmen sí lo sabía.
Cada paso le quemaba. Sus pies, cubiertos por calcetines rotos y unas zapatillas desgastadas, habían perdido el sentido. Pero seguía adelante, porque debía protegerlos. Se lo había jurado a su madre.
«Cuídalos. Pase lo que pase, no los abandones.»
Esas fueron las últimas palabras que escuchó de su madre antes de que una ambulancia se la llevara en mitad de la noche. Y nunca volvió.
Horas antes, en el orfanato Santa Teresa, Carmen había escuchado a la señora Delgado la directora hablar con frialdad:
Mañana los separaremos. La niña irá a un hogar en Valladolid. El niño, a Salamanca.
Carmen, agazapada tras la escalera, sintió cómo su corazón se partía en mil pedazos.
«¡No! ¡No pueden separarlos! Son bebés. Son mi familia.»
Aquella noche, mientras los demás dormían, se arrimó a la cuna donde reposaban los gemelos. Los envolvió con las mantas más gruesas que encontró y, haciendo un esfuerzo sobrehumano, los cargó. Escapó por la puerta trasera, la que los cocineros siempre olvidaban cerrar bien.
Huyó sin rumbo.
Ahora, en medio de la carretera helada, Carmen apenas podía tenerse en pie. El mendrugo de pan que guardó del desayuno se lo había dado a Martina horas atrás. No había probado bocado desde entonces. El viento le cortaba la piel. Las lágrimas se le helaban antes de rozar la barbilla.
No os preocupéis murmuraba. Todo irá bien.
Lo repetía una y otra vez, como si al decirlo pudiera hacerlo realidad.
De pronto, unas luces lejanas rasgaron la niebla. Un coche negro, lujoso, se aproximaba con lentitud. Carmen, con sus últimas fuerzas, se plantó en medio del camino, alzando un brazo tembloroso.
El automóvil frenó en seco.
Del vehículo bajó un hombre alto, joven, de traje impecable. Se llamaba Álvaro Santamaría. Empresario. Heredero de una fortuna. Acababa de salir de una reunión en Segovia y, por un presentimiento, había tomado un desvío de regreso a la ciudad.
Jamás imaginó lo que hallaría.
¿Pero qué?
Corrió hacia la pequeña. Carmen cayó de rodillas justo cuando él llegó.
¡Niña! ¿Qué haces aquí? ¿Estás sola?
Álvaro vio los bultos. Dos caritas diminutas, casi al descubierto. Bebés. Estaban lívidos.
¡Santo cielo! masculló.
Sin perder un segundo, tomó a los gemelos en brazos y cargó a Carmen como pudo. Los subió al asiento trasero, encendió la calefacción al máximo y llamó a su médico de cabecera.
Voy para allá. Tengo tres niños, uno inconsciente. Prepáralo todo. Llego en quince minutos.
En la clínica, la doctora Mendoza los recibió con premura. Los gemelos fueron colocados en incubadoras de emergencia. Carmen, en una camilla térmica.
¿Qué ha pasado, Álvaro? preguntó la doctora.
Los encontré en la carretera. Ella los protegía con su cuerpo. ¡Tenía fiebre alta! Está desnutrida. ¿Podrán salvarlos?
Haremos lo imposible. Pero la niña está al borde.
Mientras los médicos actuaban, Álvaro se quedó solo en la sala de espera. Algo en aquella niña le había estremecido el alma. No era solo su valentía. Era su mirada. Una mezcla de terror y determinación, como si hubiera luchado desde que nació.
Al amanecer, la doctora salió con gesto grave.
Los gemelos están estables. Y la niña también. Pero necesito saber quiénes son. Esto no es normal.
Álvaro asintió. Cuando Carmen despertó, él fue el primero en acercarse.
Hola, soy Álvaro. Te encontré en la carretera. ¿Cómo te llamas?
Carmen respondió con un hilo de voz. Ellos son Javier y Martina. Mis hermanitos.
¿Dónde están tus padres?
Mamá murió. Papá nunca lo conocí.
¿Y por qué ibas sola con ellos?
Carmen tragó saliva. Dudó. Luego le contó todo.
El orfanato. La separación. La promesa.
Álvaro la escuchó en silencio. Cuando terminó, tenía los ojos húmedos.
Eres increíble, Carmen.
Dos días después, Álvaro tomó una decisión irrevocable.
Voy a adoptar a los tres.
¿Estás seguro? le preguntó la doctora. Eres soltero. No tienes experiencia con niños.
Ellos me necesitan. Y yo los necesito a ellos.
La noticia corrió como la pólvora. «Empresario millonario adopta a tres huérfanos tras hallarlos en la nieve.» Los periódicos se llenaron de titulares. Unos lo llamaban héroe. Otros, insensato.
Pero a Álvaro le traía sin cuidado lo que dijeran.
Lo único que importaba era ver la sonrisa de Carmen cuando entraba en la habitación y ella corría a abrazarlo.
Gracias por salvarnos, papá le dijo un día, por primera vez.
Y él, con el corazón en un puño, la estrechó contra su pecho.
No, cariño gracias a ti por enseñarme lo que es una familia.
Epílogo:
Meses después, Álvaro fundó un hogar para niños huérfanos: La Casa de la Luz Carmen. Allí, cientos de pequeños encontraron una nueva oportunidad.
Carmen, ya con seis años, paseaba entre ellos como una pequeña capitana, con sus dos hermanitos de la mano.
Y cuando alguien le preguntaba por qué era tan valiente, ella respondía con una sonrisa:
Porque una vez, en medio de la tormenta, juré proteger a los que amo y no pienso romper ese juramento.