Madrid, 12 de enero.
El estómago gruñe como un perro callejero y mis manos se congelan. Camino por la acera observando las escaparates de los bares, con ese aroma a la comida recién hecha que hiere más que el frío. No tengo ni un centavo.
NADIE DEBERÍA COMER DE LAS SOBRAS
La ciudad está helada. Ese frío que ni la bufanda ni los bolsillos llenos de las manos pueden ahuyentar. Penetra hasta los huesos y recuerda que estoy sola, sin techo, sin alimento sin nadie.
Tengo hambre.
No es el hambre de no he comido en unas horas, sino la que se instala en el cuerpo durante días. El estómago retumba como un tambor y la cabeza da vueltas cuando me agacho demasiado deprisa. Hambre verdadera, que duele.
Llevo más de dos días sin probar bocado. Solo he bebido un poco de agua de una fuente pública y mordido un trozo de pan rancio que me regaló una anciana en la calle. Mis zapatos están rotos, la ropa sucia y el pelo enmarañado como si el viento me hubiese peinado.
Recorro una avenida repleta de restaurantes elegantes. Luces cálidas, música tenue, risas de comensales un mundo ajeno al mío. Detrás de cada vitrina, la gente brinda, las parejas sonríen, los niños juegan con sus cubiertos como si nada les doliera.
Y yo yo muero por un pedazo de pan.
Después de dar varias vueltas, entro en un restaurante cuyo aroma a carne asada, arroz humeante y mantequilla fundida me hace agua la boca. Las mesas están llenas, pero al principio nadie me mira. Veo una mesa que acaban de levantar, aún con restos de comida, y el corazón me da un vuelco.
Avanzo con cautela, sin cruzar miradas. Me siento como clienta, como si tuviera derecho a estar allí. Sin pensarlo más, agarro un trozo de pan duro que quedó en la cesta y lo llevo a la boca. Está frío, pero para mí es un manjar.
Metí unas papas frías con manos temblorosas y traté de no llorar. Luego probé un trozo de carne casi seco, lo mastiqué despacio, como si fuera el último bocado del mundo. Justo cuando empezaba a relajarme, una voz grave me sacude como bofetada:
Oye. No puedes hacer eso.
Me paralicé, tragé con esfuerzo y bajé la mirada.
Era un hombre alto, impecable, traje oscuro, zapatos que relucen como espejo y corbata perfectamente anudada sobre la camisa blanca. No era camarero, ni cliente corriente.
Lo lo siento, señor balbuceé, con la cara ardiendo de vergüenza. Solo tenía hambre
Intenté esconder una papa en el bolsillo, como si eso mitigara la humillación. Él no dijo nada, solo me observó, indeciso entre la ira y la compasión.
Ven conmigo ordenó al fin.
Yo retrocedí un paso.
No voy a robar nada suplicé. Déjeme terminar y me marcho. Le juro que no haré escándalo.
Me sentía diminuta, rota, invisible. Como si no encajara en ese sitio, como una sombra molesta.
En vez de echarme, alzó la mano, hizo una seña al camarero y tomó asiento en una mesa del fondo.
Me quedé inmóvil, sin comprender. Unos minutos después, el camarero se acercó con una taza humeante y un plato: arroz esponjoso, carne jugosa, verduras al vapor, una rebanada de pan caliente y un vaso grande de leche.
¿Es para mí? pregunté, la voz temblorosa.
Sí respondió el camarero, sonriendo.
Levanté la vista y vi al hombre observándome. No había burla ni lástima, solo una calma inexplicable.
Me acerqué, con las piernas temblorosas como gelatina.
¿Por qué me ha dado comida? susurré.
Él dejó su saco sobre la silla, como quien se quita una armadura invisible.
Porque nadie debería buscar entre las sobras para sobrevivir dijo con firmeza. Come tranquilo. Yo soy el dueño de este sitio, y desde hoy siempre habrá un plato esperándote aquí.
Me quedé sin palabras; las lágrimas me quemaban los ojos. Lloré, no solo por el hambre, sino por la vergüenza, el cansancio, la humillación de sentirme menos y por el alivio de saber que, por primera vez en mucho tiempo, alguien me había de ver de verdad.
Volví al día siguiente, y al otro, y al siguiente también. Cada vez el camarero me recibía con una sonrisa, como una clienta habitual. Me sentaba en la misma mesa, comía en silencio y, al terminar, doblaba las servilletas con cuidado.
Una tarde el hombre del traje reapareció y me invitó a sentarme a su lado. Dudé, pero su voz me dio seguridad.
¿Tienes nombre? me preguntó.
Lucía respondí bajito.
¿Y edad?
Diecisiete.
Asintió sin más preguntas.
Más tarde me dijo:
Tienes hambre, sí. Pero no solo de comida.
Lo miré desconcertada.
Tienes hambre de respeto, de dignidad, de que alguien te pregunte cómo estás y no solo te vea como basura.
No supe qué contestar, pero tenía razón.
¿Qué pasó con tu familia?
Murió mi madre por una enfermedad. Mi padre se fue con otra y nunca volvió. Me quedé sola, me echaron del piso que habitaba y no tenía adónde.
¿Y la escuela?
La dejé en segundo de secundaria. Me avergonzaba ir sucia. Las maestras me trataban como bicho raro y los compañeros me insultaban.
El hombre volvió a asentir.
No necesitas lástima, necesitas oportunidades.
Sacó una tarjeta de su saco y me la entregó.
Mañana ve a esta dirección. Es un centro de formación para jóvenes como tú. Ofrecen comida, ropa y, sobre todo, herramientas. Quiero que lo visites.
¿Por qué lo haces? pregunté entre lágrimas.
Porque cuando yo era niño también comí de las sobras. Alguien me tendió la mano y ahora me corresponde a mí hacerlo.
Los años pasaron. Entré al centro que me recomendó, aprendí a cocinar, a leer con fluidez, a usar el ordenador. Me dieron una cama caliente, clases de autoestima y un psicólogo que me enseñó que no soy menos que nadie.
Hoy tengo veintitrés años.
Trabajo como encargada de la cocina en el mismo restaurante donde empezó todo. Llevo el pelo limpio, el uniforme planchado y la mirada firme. Me ocupo de que nunca falte un plato caliente para quien lo necesite. A veces llegan niños, ancianos, embarazadas todos con hambre de pan, pero también de ser vistos.
Cada vez que alguien cruza la puerta, le sirvo con una sonrisa y le digo:
Come tranquilo. Aquí no se juzga. Aquí se alimenta.
El hombre del traje sigue apareciendo de vez en cuando. Ya no lleva corbata tan apretada; me saluda con un guiño y, a veces, compartimos un café al final del turno.
Sabía que llegarías lejos me dijo una noche.
Usted me ayudó a empezar le respondí, pero el resto lo hice con hambre.
Él rió.
La gente subestima el poder del hambre. No solo destruye, también impulsa.
Yo lo sabía bien.
Porque mi historia comenzó entre sobras. Ahora cocino esperanzas.