Un año de lenta agonía por una enfermedad desconocida, y ayer presencié cómo mi nuera añadía un polvo blanco a mi azucarera.

Un año me fui apagando lentamente por una enfermedad desconocida, y ayer vi a mi nuera, Leocadia, espolvorear un polvo blanco dentro de mi azucarero. El azucarero de porcelana, con su ingenuo diseño de flores del campo, permanecía en su sitio habitual, pero ahora me parecía una trampa grotesca a punto de escupir veneno.

Ayer, Leocadia, la esposa de mi hijo, con una sonrisa que parecía de ángel, derramó aquel polvo blanco desde una diminuta bolsita apretada entre sus dedos.

Un año. Ese año me desvanecía, convirtiéndome en sombra. La debilidad, la niebla en la cabeza, el nauseoso constante que los médicos justificaban como “cambios de la edad” y “psicosomáticos”. Yo casi lo creía. Pero la había puesto en la mesa de la cocina.

— Mamá, ¿otra vez no ha comido nada? — la voz de Leocadia era dulzona, pegajosa, como melaza que asfixia. — Necesita fuerzas, Diego está muy preocupado.

Me tendió un plato de avena. En el centro, la cuchara de azúcar se había blanqueado dentro de la masa espesa, proveniente del mismo azucarero. Observaba cómo los granos se disolvían y sentía el frío deslizarse por mi espalda.

— Gracias, Leocadia. No tengo hambre — mi voz resonó apagada, pero inesperadamente firme.

— ¡Ya basta! — replicó ella, con manicura impecable y la mirada compasiva de sus grandes ojos castaños. Por un instante pensé que tal vez todo era fruto de mi imaginación enferma.

Sin embargo, recordaba con claridad su movimiento furtivo junto a la mesa cuando creía que aún estaba en la cama. En ese momento no sonreía.

— Leocadia, necesitamos hablar — dije, apartando el plato.

— Claro, madre. Le doy la palabra.

Su sonrisa no tembló, pero su mirada se volvió dura, la de quien observa algo que se ha averiado.

— Creo que usted y Diego deberían vivir separados. Tiene su propio piso.

El gesto no se quebró; la expresión se volvió calculadora, como quien evalúa un aparato que ha dejado de funcionar.

— ¿Cómo podríamos dejarla? En su estado, no daría ni un paso sin nosotros. Diego nunca lo permitiría. Le quiere demasiado.

Pronunció “quiere” como un as bajo la manga, y eso lo era.

Mi hijo, Diego, veía en esa mujer a un ángel guardián para su madre indefensa.

— Sólo quiero paz — dije sinceramente.

— No es usted quien habla, es la enfermedad — contestó Leocadia con suavidad. — La pondremos en pie. Por cierto, Diego ha encontrado un notario excelente. Hemos decidido formalizar una donación, para que después, ya saben… haya menos líos. Solo por su tranquilidad.

Hablaba de mi futuro, de mi muerte, con la misma naturalidad con la que se compra pan. La depredadora que casi me arruina.

— Lo pensaré — murmuré.

Al atardecer, mientras esperaban que Diego y ella fueran al cine, me puse loscillos y vacié el contenido del azucarero en una bolsa. En el cubo de la basura hallé la misma bolsita de la que Leocadia había sacado el polvo; no estaba vacía. Quedó un poco del material, que cuidadosamente transferí a un frasco de vidrio de medicina y lo escondí.

Entonces entendí que la lucha no sería por vivir, sino por morir. Ya no era débil; me convertí en madre que protege a su hijo ciego de la verdad.

Mi vida se tornó en un thriller de espionaje. Solo comía lo que yo misma preparaba, encerrada en la cocina. Cada pregunta de Leocadia respondía con una sonrisa: — He decidido hacer dieta, hija. El médico lo recomendó. — Sólo tomaba las pastillas de los frascos que yo misma abría.

Leocadia observaba. Su máscara de cuidados se deshilachaba. Un día descubrí que había sustituido mis comprimidos para la presión por otros muy parecidos.

— ¡Ay, madre! Solo quería ayudarle a ordenar los frascos, pero ha confundido todo — gorjeó cuando la agarré del brazo.

Esa noche, una dura conversación con el hijo.

— Mamá, ¿qué ocurre? Leocadia dice que tienes paranoia. La acusas de mezclar tus medicinas. ¿Entiendes lo que le duele? No duerme, busca los mejores médicos para ti, y tú…

— Diego, ella me engaña.

— ¡Basta! — se levantó. — Le resultaría mucho más fácil quedarse en su piso que meterse con usted. Lo hace por amor a mí… y a ti. ¿Por qué no aceptas nuestra ayuda?

Lo miré y comprendí que no escuchaba; repetía sus palabras, su entonación. Cualquier intento de abrir sus ojos sería visto como demencia de viejo.

El clímax llegó el día del notario. Llegaron sin avisar.

— ¡Sorpresa, mamá! — cantó Leocadia. — Este es Pedro Serrano. No queremos seguir posponiendo la donación.

Diego, avergonzado, apartó la mirada pero obedeció. Me rodearon.

Puse el libro a un lado.

— Qué coincidencia. Esta mañana hablaba con un viejo conocido, Ignacio Martínez, abogado. Me aconsejó, en mi “estado”, activar una grabadora en cualquier, porque cualquier acuerdo bajo presión o con una persona vulnerable se puede impugnar. Señalé el pequeño móvil rojo sobre la mesa; una luz indicaba que la grabación estaba en marcha.

El rostro de Leocadia cambió al instante; la sonrisa se tornó en una mueca depredadora.

— ¿Para qué? — siseó.

— Solo para mi propia defensa — respondí, mirando a Diego. — No firmaré nada, Pedro Serrano, perdón por hacerle perder el tiempo.

La mirada de Leocadia se inflamó de odio; comprendió que las reglas del juego habían cambiado.

A partir de entonces quedó en silencio, pero sentí que era sólo la calma antes del golpe. No tardó en romperme. Al volver de la consulta médica, cansada y irritada, encontré la puerta de mi habitación entreabierta. Un crujido de papel rasgado llegaba desde dentro.

Leocadia estaba sentada en el suelo, desgarrando mis cartas, fotos, dibujos infantiles de Diego — todo lo que constituía mi vida. No limpiaba, borraba mi existencia.

— ¿Para qué tanto desorden? — lanzó sin volverse. — De todas formas pronto no servirá.

En ese instante algo murió dentro de mí y, simultáneamente, surgió una hoja de hielo, dura como una navaja. «Basta».

Sin temblor, caminé a la cocina, saqué el frasco, vertí el polvo en una taza y la llené con agua hirviendo. Al regresar, Leocadia me miró puesta en guardia.

— Traje té. Veo que está cansada.

— ¿Temes? — sonreí. — Y bien tienes.

Marqué el número, pero no a mi hijo; al abogado.

— Ignacio Martínez, estoy lista. Haré lo que me indicó.

Luego llamé a Diego.

— Hijo, ven ya. Leocadia está encerrada, grita que ya no puede vivir, ¡ha bebido algo!

Mi voz se quebró. Leocadia se sobresaltó.

— ¿Qué dices, viejecita bruja?

— ¡Se ha desmayado! ¡La taza está rota! — grité, lanzando la taza al suelo.

Leocadia quedó paralizada, mirando el charco. Todo se había revelado, pero era demasiado tarde. Me senté en la silla y esperé.

Diego irrumpió, pálido como una pared. Sus ojos recorrían de mí a Leocadia, a los fragmentos, a las fotos rotas.

— ¿Mamá? ¿Qué ha pasado?

— ¡Quiso envenenarme! — gritó Leocadia al unísono. — ¡Está loca! ¡Quiso matarme!

— ¿Es cierto, madre? — tembló su voz.

Me acerqué sin decir nada.

— Mira, hijo, no a mí. Mira el suelo. Aquí tienes tu primer libro de lectura. Aquí una carta del padre desde el hospital. Ella no destruyó a su madre; destruyó a ti.

Diego se inclinó, recogió el trozo. Su rostro se endureció.

— Leocadia… ¿por qué?

— ¡Era basura! ¡Quise ayudar! — vociferó ella.

— ¿Y eso es ayudar? — le entregué el frasco. — Un año, Diego. Todo el año me ha alimentado con eso.

Recuerda cómo “accidentalmente” perdía recetas de buenos médicos, cómo te impedía ir a revisiones a otras ciudades.

Miró el frasco, luego a su esposa. La culpa, el asco y la sorpresa.

— ¿Es verdad? — susurró.

Leocadia calló. Había perdido.

Un golpe resonó en la puerta. No era la policía, sino Ignacio Martínez acompañado de dos guardias corpulentos, y detrás de ellos, investigadores que él había llamado con antelación.

— Soy el abogado de Ana Víctor, — se presentó. — Solicito constatar el intento de envenenamiento y posible estafa. Hay indicios de que la ciudadana Leocadia dañó sistemáticamente mi defendida para apropiarse de sus bienes. Pido incautar el frasco y las muestras del suelo.

Leocadia cayó al suelo, no por pena, sino por colapso.

Diego y yo nos quedamos solos. Él se arrodilló, recogiendo los pedazos; sus hombros temblaban. No dije nada, solo me senté a su lado y le ayudé. Ambos pagamos un precio demasiado alto por la claridad, pero sólo así se escapa uno del dulce y mortal molino.

Han pasado tres años. A veces pienso que esa horrible historia no fue mía, sino de otro. Me miro al espejo y ya no veo una sombra exhausta, sino una mujer fuerte con la mirada clara.

La salud volvió poco a poco, y con ella la paz interior, el tesoro más preciado. Leocadia recibió la condena por tentativa de homicidio con ánimo de lucro.

Diego caminó mucho, cargado de culpa. Conversábamos, a veces con lágrimas. Pedía perdón por no haber visto, por no haber creído. Yo no guardaba rencor. Él también fue víctima, al igual que yo, solo que el golpe no vino del veneno, sino directo al corazón.

Ese golpe lo hizo más adulto, sabio, atento. Un año atrás, trajo a casa a Catalina, una chica tranquila, sincera, de ojos cálidos.

La miré con recelo, buscando una falsedad. No la hubo. Catalina no intentaba agradarme, no fingía. Simplemente estaba. Traía libros favoritos, se sentaba en silencio a mi lado y mirábamos por la ventana; ese silencio era cálido.

Hoy es domingo. El apartamento huele a manzanas asadas y canela; Catalina prepara una tarta de manzana con mi receta.

— Doña Ana, ¿ha subido el bizcocho? — escucho su voz.

Entro a la cocina; él y ella están junto al horno. Diego le abraza el hombro y contemplan el bizcocho como si fuera un milagro. Su felicidad no es ostentosa; es auténtica, llena de confianza.

— Ha subido, hija, y cómo — sonrío. — Lo importante es no abrir el horno antes de tiempo.

— Lo recuerdo. Decía que es caprichoso.

Ella recuerda. Ella oye. Para ella mi experiencia no es basura, sino un valor.

Nos sentamos a tomar el té. Diego coloca en la mesa un nuevo azucarero, sencillo, blanco. Con calma pongo una cucharada de azúcar en la taza. El miedo se ha ido. Solo queda el entendimiento de lo que la gente puede hacer. Pero, junto a él, también llegó otro conocimiento: la verdadera calidez.

— Mamá, lo hemos pensado — dice Diego, tomando la mano de Catalina. — ¿Qué tal si vamos a la casa rural el fin de semana? Todos juntos.

Miro a mi hijo, que ya ha aprendido a ver más profundo. A su esposa, que ha traído luz. Y comprendo que no nos han quebrantado; nos han purificado.

Y esa tranquila, auténtica felicidad es la mayor recompensa.

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MagistrUm
Un año de lenta agonía por una enfermedad desconocida, y ayer presencié cómo mi nuera añadía un polvo blanco a mi azucarera.