Querido diario,
El hombre de traje no se movió. Sus ojos, sin embargo, estaban clavados en la carta que sostenía, como si fuera lo único que importara en el mundo. Elías apenas respiraba entre mis brazos; su piel era pálida, sus labios helados. Sentía cómo su corazón se desvanecía. No tuve tiempo para pensar, pero mis dedos actuaron con rapidez. Rasgué la carta.
En su interior no había un largo mensaje, solo una foto antigua, una dirección escrita al dorso y un nombre en tinta negra y gruesa: Alejandro Vidal. En cuanto vi ese nombre, la sonrisa del hombre desapareció. Frunció el ceño y apretó la mandíbula.
—No deberías haberla leído —dijo, con voz baja y cortante.
Lo miré. —¿Quién es Alejandro Vidal?
Se acercó. —Ese nombre quemará esta ciudad. Si eres listo, lo destruirás y olvidarás que lo viste.
Antes de que pudiera contestar, un fuerte claxon resonó fuera. Un tren de carga rugió al pasar por la estación, sacudiendo las paredes del cobertizo. Sentí temblar el suelo, pero el hombre de traje no apartó la vista de la carta.
Elías gimió en mis brazos. Sus ojos se abrieron un instante. —Encuéntralo… Nicolás… antes de que lo hagan. —y volvió a cerrar la vista.
El pánico apretó mi pecho. —¡Elías! ¡Quédate conmigo!
La voz del hombre se volvió helada. —Si buscas a Alejandro Vidal, firmas tu sentencia de muerte. Y la de tu hermano, si es que sobrevive a la noche.
Me planté entre él y Elías. —Entonces, ¿por qué temes tanto a ese nombre?
Sonrió débilmente. —Porque Alejandro Vidal es el único que conoce la verdad sobre tu madre… y por qué te secuestraron.
Aquellas palabras me cayeron como puñetazo. Apreté la carta hasta que se arrugó. Antes de que pudiera decir algo, Begoña apareció frente a mí, empuñando una pistola.
—Aléjate —ordenó al hombre.
Él devolvió su sonrisa. —¿Sigues jugando a la heroína, Begoña? Fuiste una de los nuestros. Sabes cómo acaba esto.
—Y sé que no te irás con esa carta —replicó, firme.
Se quedaron mirándose en un silencio tenso, solo interrumpido por el goteo del techo roto y la respiración entrecortada de Elías. Finalmente, el hombre dio un paso atrás.
—Esto no termina, Nicolás. Esa carta te destruirá. Y cuando lo haga… yo estaré allí para observar.
Cojeó fuera del cobertizo, desapareciendo entre las sombras de la zona de ferrocarril.
El silencio volvió a reinar, pero mis manos temblaban, no por miedo, sino por una ira que ardía como fuego.
—Vamos a esa dirección esta noche —dije a Begoña.
Sus ojos se agrandaron. —Nicolás, no entiendes—
—Entiendo lo suficiente —interrumpí—. Alejandro Vidal sabe dónde está mi madre. Si tengo que quemar la ciudad para hallarla, lo haré.
Nerea, con el hombro herido, intentó ponerse en pie. —No sabes lo peligroso que es Vidal. Trabajó para tu padre antes del incendio. Era el único en quien tu padre confiaba todo.
Le respondí bruscamente. —¿Y dónde está ahora?
Dudó, mirando a Begoña. —La dirección no es su casa. Es una casa segura. Si está allí, es porque huye de los mismos que te persiguen.
Begoña negó con la cabeza. —Nicolás, no entras en un sitio así sin apoyo. Vidal no confía en nadie. Si sospecha que estás con sus enemigos, te disparará antes de que abras la boca.
Miré a Elías. Su respiración seguía irregular, pero su mano temblaba ligeramente en la mía. Aún se aferraba a la vida por mí.
—Voy —anuncié—. Y tú o me acompañas o te pones en mi camino.
Begoña no respondió, pero tampoco me detuvo.
—
Salimos del cobertizo, cruzando las sombras de la zona de ferrocarril. Cada ruido hacía latir mi corazón: una cadena suelta que tintineaba al viento, el crujido del metal oxidado, pasos lejanos. Sostenía a Nerea para que no se cayera.
La dirección nos llevaba a dos calles de allí, tras un viejo almacén. La fachada parecía abandonada: tablas clavadas sobre las ventanas, la puerta entreabierta y colgando de una bisagra.
Al acercarnos, vi una pequeña luz roja en la pared. Una cámara.
—Nos están observando —murmuré.
Begoña golpeó tres veces, hizo una pausa y volvió a golpear dos. —Soy yo —gritó.
Nada sucedió al principio. Finalmente, la puerta se abrió lentamente.
Un hombre de pie dentro. Alto, barba salpicada de gris y ojos de acero. Su mano izquierda sujetaba una pistola apuntando a mi pecho.
—Nicolás García —dijo.
Me quedé paralizado. —¿Me conoces?
—Sé todo de ti —respondió—. Y de tu hermano.
—Entonces sabes que necesito respuestas —añadí.
Me hizo señal de entrar. Dentro, el interior estaba tenue y olía a tabaco. Mapas cubrían las paredes, fotografías unidas por hilos rojos.
En el centro, una foto de mi madre. No la antigua del sobre, sino una reciente, en un mercado, con un pañuelo sencillo. Sus ojos, esos mismos ojos que veo cada mañana al espejo.
Se me encogió la garganta. —¿Dónde está?
Alejandro Vidal se acercó. —Viva. Y en más peligro del que imaginas.
—Llévame con ella —exigí.
Negó con la cabeza. —Si vas ahora, la guiarás directamente a los que la persiguen. La matarán antes de que pronuncies su nombre.
Apreté los puños. —Me han privado de ella toda la vida. No esperaré otros veinte años.
Sus ojos se suavizaron un poco. —Nicolás… los que te buscan no ansían dinero ni poder. Quieren algo que tu madre posee. Algo que tu padre le dejó antes de morir. Si lo consiguen… esta ciudad se desmoronará.
Begoña habló por primera vez desde que entramos. —¿Qué es?
Vidal vaciló, luego miró la carta aún en mi mano. —Tú ya tienes parte. El resto está con ella.
La voz de Nerea rompió el silencio. —¿Y si obtienen ambas partes?
Vidal contestó sin titubeos. —No solo te matarán a ti. Borrarán a todos. Como si nunca hubiéramos existido.
El cuarto quedó en silencio. Volví a mirar la foto de mi madre; su sonrisa era tenue, pero real. Estaba viva.
Por primera vez en años sentí esperanza, aunque sabía que la esperanza no la protegería.
—Dime qué tengo que hacer —exigí a Vidal.
Sus ojos se clavaron en los míos. —Primero… prepárate para matar al hombre que provocó el incendio.
—¿Y quién es? —pregunté.
Vidal apretó la mandíbula. —El mismo que te persigue desde que llevaste a tu hermano al hospital. El hombre de traje.
Sentí la sangre arder. Pude imaginar su sonrisa, su voz en medio de la lluvia.
Ya no corría. Era mi turno de cazar.
Las palabras de Vidal flotaban como humo. Begoña apretó su pistola. Nerea se quedó pálida.
Yo sentía fuego en las venas. Durante años había sobrevivido con migajas de verdad y respuestas a medias. Ahora tenía un nombre, un rostro y un objetivo: el hombre de traje, el mismo que casi le quita la vida a Elías, el que conoce la desaparición de mi madre y quemó mi pasado hasta convertirlo en ceniza.
Me acerqué a Vidal, la voz baja pero firme.
—Entonces dime dónde encontrarlo.
Él me observó sin parpadear. —No estás listo.
Golpeé la mesa con el puño, esparciendo fotografías. —¡Mi hermano está muriendo! ¡Mi madre está oculta! ¡No me digas que no estoy listo!
Una grieta apareció en la máscara de Vidal. Su mandíbula tembló. Bajó lentamente la pistola.
—Me recuerdas a tu padre —murmuró—. Mismo fuego, misma terquedad. Por eso les temen.
Sacó de su abrigo otro sobre, gastado y arrugado como si lo hubiera llevado años. Lo deslizó sobre la mesa hacia mí.
—Dentro está el primer paso. Pero una vez lo abras, no habrá vuelta atrás. O salvarás a tu familia —sus ojos se endurecieron— o la enterrarás.
Mi pulso golpeaba en mis oídos. El leve suspiro de Elías resonaba en mi mente. Los ojos de mi madre, inmóviles en la foto, parecían atravesarme.
Con lentitud tomé el sobre.
En ese instante comprendí que la caza ya había comenzado.
Ya no luchaba solo por respuestas; luchaba por sangre. Cuando encuentre al hombre de traje, no será el cazador. Será la presa.