El dueño del restaurante encontró una foto antigua en la cartera del lavaplatos… y de pronto palideció

Desde que tenía memoria, Lucía Díaz sabía que su vida nunca sería como la de las demás chicas. Un solo instante de su infancia lo cambió todo, dejando una marca tanto en su piel como en su corazón.

A los seis años, sobrevivió a un terrible accidente que le dejó cicatrices de quemaduras en gran parte del rostro. Su madre, Amalia, una mujer fuerte y protectora, dedicó su vida entera a cuidarla. Aquel accidente no solo le arrebató a Lucía su piel intacta, sino también su inocencia, y convirtió la vida de Amalia en una lucha constante por salir adelante.

Lucía creció entendiendo que la gente veía sus cicatrices antes que nada más. Se convirtió en una maldición y, de algún modo extraño, también en una protección. Asumió que la mayoría de los hombres nunca mirarían más allá de su rostro, y aceptó en silencio que sus posibilidades de encontrar amor eran pocas.

Pero su madre nunca dejó de decirle lo contrario.

—No te preocupes, cariño —decía Amalia con ternura, apartándole el pelo de la cara—. Algún día ahorraremos para un buen especialista. Verás, volverás a ser hermosa.

Amalia lo creía de verdad. Era médico, pero trabajaba turnos extras en cada momento libre, guardando dinero en una vieja caja de hojalata, incluso privándose de lo necesario.

Lucía siempre protestaba.

—Mamá, deja de matarte a trabajar. Estoy bien así. Quizá es mejor así… Nunca acabaré con alguien como mi padre.

Su padre, Víctor, había desaparecido justo después del accidente. Lucía creció pensando que los había abandonado. Amalia nunca habló mal de él. Guardaba una foto antigua: una Amalia joven, con una trenza cayendo sobre su espalda y un hombre alto y moreno a su lado. Lucía aún no había nacido; entonces estaba en el vientre de su madre.

—Era un buen hombre —insistía Amalia—. No sabemos toda la historia. Quizá le pasó algo.

Pero el rencor de Lucía nunca desapareció. Para ella, ningún buen hombre abandonaría a su familia en el peor momento.

Años después, cuando Amalia falleció por complicaciones respiratorias que había ocultado, Lucía encontró un diario escondido entre sus cosas. En sus páginas gastadas, Amalia revelaba que Víctor podía tener otra familia: un hijo llamado Arturo en un pueblo cercano.

—Quizá empezó una nueva vida sin nosotros —había escrito—. Nunca se lo dije a Lucía. Todos los niños merecen creer que su padre los quiere.

Esa revelación no calmó el resentimiento de Lucía, pero le hizo entender aún más los sacrificios de su madre. Amalia había cargado su dolor en silencio para que Lucía creciera sin que el odio envenenara su corazón.

Después del funeral, la mejor amiga de Amalia, Eva Ramírez, la tomó del brazo.

—Tu madre estaba orgullosa de ti —le dijo—. Me decía que sin ti, habría dejado este mundo hace mucho. Nunca te culpes.

Eva se convirtió en su apoyo. Aun así, los años siguientes fueron solitarios. La foto de sus padres se volvió su tesoro más preciado. La guardaba en su cartera y, en sus momentos más bajos, la miraba, imaginando que su madre la cuidaba desde algún lugar.

Con el tiempo, Lucía encontró trabajo en un restaurante de nivel medio. No era glamuroso: fregaba platos en la trastienda, lejos de los clientes que a veces la miraban demasiado. El trabajo era duro, y el ambiente, tenso, por culpa del joven dueño, Arturo Martínez.

Arturo era adinerado, guapo y completamente insufrible. Su madre le había comprado el restaurante tras volver de estudiar en el extranjero. Pasaba el tiempo al teléfono quejándose del personal, soltando insultos.

—¡Sois unos vagos y ladrones! —era su frase favorita.

La verdad era que el restaurante solo funcionaba gracias a Eva Ramírez, la subdirectora, que en realidad llevaba todo. Trataba al personal con amabilidad, a veces incluso les daba pequeños extras. Todos sabían que sin ella, el negocio se hundiría.

Una mañana, Arturo estaba especialmente furioso. Creía —equivocadamente— que alguien había robado dinero de la caja fuerte.

Marina, otra friegaplatos y su única amiga en el trabajo, le susurró:

—Seguro que lo cogió él y se olvidó. No levantes la voz.

Pero Arturo irrumpió en la cocina, gritando:

—¡Sacad las carteras! Voy a revisar a todos.

Marina entregó la suya primero. Él arrugó la nariz al ver pañales de bebé, pero no encontró dinero. Luego se giró hacia Lucía.

Rebuscó en su bolso y sacó su cartera de cuero gastado. Dentro, cuidadosamente escondida tras unos pocos billetes, estaba la foto descolorida de sus padres.

Arturo se quedó helado.

Por un momento, su máscara de arrogancia se quebró. Sus ojos se agrandaron, el color desapareció de su rostro.

—¿Quiénes… quiénes son estas personas? —preguntó, con la voz extrañamente tensa.

Lucía, sorprendida, respondió secamente:

—Mis padres. Y no, no se llevaron tu dinero.

Arturo cerró la cartera de golpe y se

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El dueño del restaurante encontró una foto antigua en la cartera del lavaplatos… y de pronto palideció