El empresario llevaba dieciséis años buscando a su hija desaparecida, sin saber que ella llevaba mucho tiempo viviendo y trabajando en su propia casa…
María lloraba desconsolada, hundiendo el rostro en la almohada. Sus sollozos desgarraban el silencio de la habitación. Javier no encontraba paz—paseaba de un lado a otro, intentando comprender cómo había podido ocurrir algo así.
—¿Cómo pudiste perderla? —preguntó él, conteniendo la ira con dificultad.
—¡No la perdí! —exclamó ella—. Estábamos sentados en el banco, Lucía jugaba en el arenero. Había muchos niños alrededor, ya lo sabes. ¡No se puede vigilar a todos a cada instante! Y luego, todos se fueron… Busqué por todas partes, revisé cada rincón, y luego te llamé.
Su voz se quebró de nuevo, y rompió a llorar con más fuerza. Javier se detuvo, se sentó a su lado y le posó una mano en el hombro con suavidad.
—Perdóname —dijo, más calmado—. Lo entiendo. No fue un descuido. Se la llevaron. Y voy a encontrarlos. Lo haré.
La búsqueda de la niña de cinco años comenzó de inmediato. La policía trabajó sin descanso, revisando patios, sótanos, parques y zonas boscosas. Todos los recursos se destinaron a encontrarla, pero no había rastro alguno. Parecía que la niña se había esfumado, como tragada por la tierra.
Javier envejeció diez años en una noche. Recordaba la promesa que le había hecho a su primera esposa en su lecho de muerte: que Lucía sería la niña más feliz del mundo, que la protegería por encima de todo. Dos años después de su muerte, se casó con María. Ella insistió, diciendo que la niña necesitaba cuidado femenino. La relación entre Lucía y su madrastra nunca fue buena, pero Javier creyó que era cuestión de tiempo.
Durante un año, apenas pudo controlarse. Unas veces se hundía en la bebida, otras ni siquiera probaba el alcohol. Mientras tanto, su joven esposa manejaba la empresa, y a él le daba igual. Lo único que hacía cada día era llamar a la policía. Y siempre recibía la misma respuesta: «No hay novedades».
Exactamente un año después de la desaparición, Javier regresó al parque donde todo comenzó. Las lágrimas rodaban por sus mejillas.
—Un año… Un año entero sin ella…
—Así es, llora. Las lágrimas limpian el alma —dijo una voz a su lado.
Javier se sobresaltó. Era Doña Carmen, la portera del barrio, que llevaba allí tanto como el exclusivo residencial existía. Parecía eterna—ni envejecía ni rejuvenecía, solo era parte del paisaje.
—¿Y ahora qué hago?
—No sigas así. Ya ni pareces humano. ¿Y si Lucía regresa? ¿Qué pensarías de ti mismo? Además, ¿qué estás haciendo con la gente?
—¿De qué hablas? ¿Qué tiene que ver la gente?
—Que tu mujer está liquidando la empresa. La gente se queda sin trabajo. Les diste esperanza y ahora los tiras a la calle como basura.
—Eso no puede ser…
—Pues así es. Y si te descuidas, hasta podría envenenarte. Así tu hija no tendría a quién volver.
Doña Carmen se levantó y se alejó sin despedirse, arrastrando la escoba por el asfalto con indiferencia.
Javier permaneció un rato más en el banco, luego caminó lentamente a casa. En una hora, se arregló. Al mirarse al espejo, se estremeció—ante él había un anciano: demacrado, ajado, irreconocible.
Subió al coche, que no conducía desde hacía un año, y se dirigió a la oficina. Todo en él temblaba—sentía que volvía a la vida.
En la planta baja, en lugar de la recepcionista de siempre, había una joven absorta en su móvil. Ni siquiera lo miró. En el segundo piso, en vez de su fiel secretaria, Isabel García, había una mujer joven y maquillada en exceso. Al verlo, intentó detenerlo:
—¡No puede pasar!
Pero él la apartó y entró. La sorpresa lo esperaba dentro: María estaba sentada en el regazo de un hombre joven. Al verlo, saltó y se ajustó la ropa con nerviosismo.
—¡Javier! ¡Puedo explicarlo!
—Fuera. Tienes dos horas para desaparecer de la ciudad.
María salió corriendo, y su acompañante, pálido y sudoroso, la siguió. Javier añadió con frialdad:
—Y tú también.
Minutos después, convocó a todos los jefes de departamento. Llamó a Isabel, que se había ido cuando María reemplazó a todo el personal clave.
—Intenté llamarle, pero no contestó —dijo ella.
—Vuelva. La necesito.
Así comenzó la resurrección de la empresa. Javier no salió de la oficina en casi dos días, reorganizando todo, recuperando contactos, despidiendo traidores. Al volver a casa, sonrió con amargura—María se había llevado todo lo valioso. Pero no le importaba. Solo esperaba que no se hiciera daño. Ya había bloqueado su acceso a las cuentas bancarias.
Sus conocidos movían la cabeza: ¿qué había pasado con ese hombre amable y conciliador? Ahora había un empresario frío y decidido que nunca cambiaba de opinión.
Cinco años después, la compañía florecía. Diez años más tarde, era líder en la región, absorbiendo a la competencia. No solo lo respetaban—lo temían. Pero tres personas aún veían al hombre detrás de la máscara: Isabel García, la asistenta Valentina Martín y Doña Carmen. Sabían que tras la fachada de hielo se escondía un dolor que nunca sanó.
Una tarde, Valentina asomó a su despacho.
—Señor Javier, ¿puedo molestar un momento?
—Pase, claro.
Dejó los documentos, se estiró y sonrió:
—¿A qué huele? ¿Tortitas?
Ella rio:
—Adivinó. Creo que las hace a propósito para que no pueda negarme.
—Puede ser. ¿Necesita algo?
—Señor Javier, desde que nos mudamos a esta casa, no puedo con todo. Es demasiado grande, el jardín, las flores… Y yo no soy ninguna jovencita.
Él la miró con preocupación:
—¿Quiere irse?
—¡No, qué va! Solo quisiera contratar ayuda.
Javier frunció el ceño—odiaba los cambios, sobre todo en su hogar. En los últimos años, se había aislado del mundo, solo hablando por negocios. No había espacio para caras nuevas en su vida.
—Valentina, ya sabe cómo soy… —empezó.
—Lo sé, señor Javier —respondió ella con dulzura—. Pero perdóneme, la otra casa era pequeña y acogedora. Esta es un palacete, con jardín, invernadero, flores… Y ya no tengo la energía de antes.
Asintió pensativo. Era justo.
—Está bien —aceptó al fin—. Pero que sea discreta. Nada de ruido, nada de molestias.
—¿En quince años le he fallado alguna vez?
—Nunca —sonrió él—. ¿Y las tortitas?
—Ay, ya conoce mi debilidad —rió Valentina.
Al día siguiente, Javier no fue a la oficina. Como cada año desde hacía dieciséis, fue al parque donde todo comenzó. Donde un día cualquiera su hija desapareció. Iba cada año, como a un funeral. Se sentaba en el banco, miraba a los niños, al cielo, a veces lloraba, pero casi siempre guardaba silencio. Al anochecer, volvía a casa, se encerraba en su despacho y permitía un poco de whisky—el único día del año en que dejaba salir