**Feliciad recién nacida**
—Señor, deje de seguirme, por favor. Ya le dije que estoy de luto por mi marido. ¡No me persiga! ¡Me está asustando! —casi grité, perdida la paciencia.
—Lo recuerdo, lo recuerdo… Pero tengo la sensación de que ese luto lo lleva por usted misma. Perdone —insistÃa aquel… pretendiente.
…Estaba en un balneario, buscando silencio, solo el canto de los pájaros del bosque, no las molestias de hombres insistentes. HacÃa poco habÃa perdido a mi esposo de forma repentina. Necesitaba recuperarme, asumir aquel vacÃo irreparable.
…Con mi marido, Óscar, habÃamos empezado a ahorrar para nuestra casa, renunciando a todo lujo, y de pronto… le dio un segundo infarto. La ambulancia no llegó a tiempo. Tras enterrarlo, me quedé sin mi media naranja y sin la reforma, pero con dos hijos adolescentes. Me sentÃa derrotada. ¿Cómo superar tanto dolor?
En el trabajo me dieron una plaza en este balneario. Al principio me resistÃ. No querÃa salir ni de casa. Pero mis compañeros insistieron:
—No eres la primera viuda ni serás la última. Tienes hijos, tienes que seguir adelante. Ve, Marina, despeja la mente.
Y al final, con el corazón encogido, accedÃ.
HabÃan pasado cuarenta dÃas desde la muerte de Óscar, pero el dolor no cedÃa.
En el balneario me tocó compartir habitación con una chica alegre, LucÃa. Su felicidad me resultaba irritante. No querÃa abrirme con ella. ¿Para qué? Solo era una chiquilla. Además, tenÃa al animador del lugar detrás de ella. Como suele pasar en estos sitios, todos son solteros, divorciados o viudos desesperados. A mà no me engañaban… Le advertà a LucÃa sobre ese hombre. Seguro estaba casado, quizá incluso por segunda o tercera vez.
LucÃa se reÃa y decÃa:
—¡Ay, no me asustes, Marina! Ya sé cómo son estos pájaros…
Y su “pájaro” salÃa cada noche de citas. Yo, en cambio, pasé una semana enclaustrada, leyendo un libro que no recordaba, viendo la tele sin prestar atención.
…Una mañana desperté de buen humor. Miré por la ventana: un dÃa precioso. Decidà dar un paseo por el bosque, escuchar a los pájaros, respirar aire fresco. Y entonces, me lo encontré.
Ya lo habÃa visto en el comedor. Un hombre bajito, con una mirada descarada. Me caÃa mal. Era una cabeza más bajo que yo. Un tipo desagradable.
Pero iba impecable: bien afeitado, vestido como para una ocasión especial. Cada noche, en la cena, me hacÃa una reverencia exagerada. Yo solo asentÃa por educación. Hasta que un dÃa se sentó a mi mesa.
—¿Se aburre, señora? —preguntó con una voz aterciopelada.
—No —respondÃ, tensa.
—No mienta, señorita. La tristeza se le nota. Quizá pueda ayudarla —insistió aquel pesado.
—En efecto: estoy de luto por mi esposo. ¿Algo más? —sequé mis manos con la servilleta y me levanté, dejando claro que la conversación terminaba.
—Lo siento, no lo sabÃa. Mis condolencias. Aun asÃ… ¿nos presentamos? ValentÃn —dijo, como si temiera que me fuera.
—Marina —respondà de mala gana antes de marcharme.
A partir de entonces, ValentÃn se sentaba conmigo cada noche, regalándome ramos de campanillas. Esas flores crecÃan por toda la zona. No lo negaré: me gustaba. Pero no querÃa involucrarme en nada. No tenÃa sentido…
ValentÃn no se dio por vencido. Empezó a acompañarme en mis paseos. Incluso me puse zapatos bajos para no destacar tanto. A él, en cambio, le daba igual su estatura o su calva brillante. Supuse que su arma era la voz. Nunca habÃa escuchado un tono tan seductor. Sin darme cuenta, caà en su red.
Pronto bailábamos por las noches, Ãbamos juntos al pueblo a comprar fruta… ValentÃn intentó llevarme a su habitación más de una vez, pero yo, como soldadito de plomo, no cedÃa.
Hasta que un dÃa me dijo:
—Marina, mañana nos vamos. ¿Qué tal si vienes esta noche a mi habitación… a tomar una copa?
—Lo pensaré —respondà evasiva.
…Llegó nuestra última noche. Decidà no herir sus sentimientos y vin