Mamá se olvidó de mi cumpleaños
Lucía se despertó con el sonido de los platos en la cocina. Su madre ya estaba levantada, como siempre, temprano, preparando el desayuno para su padre antes de ir al trabajo. La niña se desperezó, sonrió y aguzó el oído, por si acaso escuchaba felicitaciones desde la cocina. Pero solo llegaban las conversaciones matutinas de siempre: que si volvía a llover y que se habían dejado el paraguas en el autobús.
Lucía se sentó en la cama y se arregló el pijama con elefantitos rosas. Hoy cumplía nueve años. ¡Nueve enteros! Ayer le había recordado varias veces a su madre que al día siguiente era su cumpleaños, y su madre había asentido diciendo: “Claro, mi vida, claro que me acuerdo”. Pero ahora, por algún motivo, nadie se apresuraba a felicitarla.
“Lucía, el desayuno está listo”, gritó su madre desde la cocina con su tono habitual, sin nada de festividad.
La niña se vistió rápidamente y salió corriendo a la cocina. Su padre estaba sentado a la mesa con el periódico, mientras su madre repartía tortilla en los platos. Lucía se quedó quieta en la puerta, esperando.
“Buenos días, hija”, dijo su padre, sin levantar la vista del periódico. “Siéntate a desayunar, que llegarás tarde al colegio”.
“Buenos días”, respondió Lucía en voz baja, acercándose a la mesa.
Se sentó en su sitio y esperó. ¿Quizá querían darle una sorpresa? ¿O sacarían una tarta o los regalos en cualquier momento? Pero su madre, como si nada, le puso delante un plato con tortilla y un vaso de leche.
“Come, no te entretengas. Hoy tienes muchos deberes, necesitarás energías”, dijo su madre, secándose las manos con el paño.
“Mamá, ¿te acuerdas de qué día es hoy?”, preguntó Lucía con cuidado, jugueteando con el tenedor en el plato.
“Quince de octubre. ¿Por qué?”, su madre la miró distraída, ya pensando en sus cosas.
“Nada, solo preguntaba”, Lucía bajó la vista al plato.
Quince de octubre. Su madre recordaba la fecha, pero no lo que significaba. A Lucía le dio un vuelco el corazón, pero hizo un esfuerzo por no mostrar su decepción.
Su padre terminó el café, besó a su madre en la mejilla y a Lucía en la cabeza.
“Bueno, me voy. Nos vemos esta tarde”, dijo, abrochándose la chaqueta.
“Adiós, papá”, susurró Lucía.
Se quedaron solas. Su madre recogía la mesa, tarareando algo. Lucía terminó la tortilla, aunque le supo a cartón.
“Mamá, ¿y si hoy hacemos algo especial? ¿Podemos hacer una tarta?”, intentó de nuevo la niña.
“Lucía, ¿una tarta entre semana? No tengo tiempo. Esta tarde tenemos cita en el ambulatorio, ¿te acuerdas? Lo del dolor de garganta que tuviste. La cita es a las seis”.
Lucía se acordaba, pero esperaba que su madre la cancelara. No le apetecía nada ir al médico el día de su cumpleaños.
“¿No podemos cambiarla?”, preguntó tímidamente.
“No, hija, las citas están muy solicitadas. Menos mal que conseguimos esta. Vístete, que llegarás tarde al colegio”.
Lucía fue a su habitación a preparar la mochila. En el espejo vio a una niña con ojos tristes. “Quizá se acuerden más tarde”, pensó mientras se hacía una trenza.
En el colegio, pasó el día esperando que alguien la felicitara. Su mejor amiga, Marta, podía haberse acordado—habían planeado juntas cómo celebrar el cumpleaños. Pero Marta estaba ocupada con un examen de matemáticas y solo hablaba de ecuaciones.
En el recreo, Lucía se acercó a Marta, que repasaba apuntes en el pasillo.
“Martita, ¿te acuerdas de lo del quince de octubre?”, dijo, sentándose a su lado.
“¿Qué pasa el quince?”, Marta levantó la vista del libro.
“¿Cómo que qué? Lo habíamos planeado…”.
“Ay, Lucía, perdona, estoy agobiada con este examen. ¿Qué habíamos planeado?”, Marta volvió a mirar los apuntes.
Lucía entendió que su amiga también lo había olvidado. Notó un nudo en la garganta, pero tragó saliva y dijo:
“No importa. Sigue estudiando”.
Al salir del colegio, Lucía caminó despacio, mirando los escaparates. En la pastelería había tartas preciosas, y en la juguetería, muñecas de colores. Todo podría haber sido un regalo de cumpleaños, pero nadie se había acordado.
En casa, su madre la recibió con las preguntas de siempre sobre las notas y los deberes.
“¿Qué tal en el colegio? ¿Qué nota sacaste?”, preguntó, removiendo la sopa en la cocina.
“Bien. Un sobresaliente en lengua”, contestó Lucía, colgando la chaqueta.
“¡Muy bien! Ahora haz los deberes, que luego vamos al médico”.
Lucía entró en su habitación y se sentó frente a los libros. Pero en vez de hacer los deberes, sacó un folio y pinturas de colores. Si nadie se acordaba de su cumpleaños, ella misma se dibujaría una tarjeta de felicitación.
Dibujó con esmero una tarta con velas, globos y escribió con letras bonitas: “Feliz cumpleaños, Lucía”. Quedó precioso. Guardó la tarjeta bajo los cuadernos—sería su pequeño secreto.
El tiempo pasaba lento. Miraba el reloj una y otra vez, esperando que su madre se acordara. ¿Quizá prepararía algo especial para la cena? ¿O compraría una tarta pequeña de camino a casa?
“Lucía, ¡vamos al médico!”, llamó su madre a las seis menos cuarto.
En el ambulatorio había mucho ruido y gente. Esperaron en la sala, y Lucía escuchaba a su madre hablar con otra señora sobre los precios de la comida y los problemas de la calefacción. Una conversación normal, nada festivo.
La doctora era joven y amable. Le examinó la garganta, le auscultó y dijo que todo estaba bien, pero que tomara vitaminas por precaución.
“¿Cuántos años cumple nuestra paciente?”, preguntó la doctora mientras rellenaba la receta.
“Nueve”, contestó su madre.
“¿Nueve?” La doctora sonrió a Lucía. “¡Qué mayor! ¿Y cuándo es tu cumpleaños?”.
Lucía miró a su madre y luego a la doctora.
“Hoy”, dijo bajito.
La doctora levantó las cejas sorprendida, y su madre palideció, llevándose una mano a la boca.
“¿Hoy?” Su voz tembló. “Lucía, hoy es quince de octubre…”.
“Sí, mamá, hoy”.
Su madre se sentó a su lado, la abrazó fuerte y la apretó contra su pecho.
“Mi niña, ¡perdóname! ¿Cómo pude olvidarme? Con el trabajo y las cosas… estoy hecha un lío”. Su voz sonaba quebrada, y Lucía sintió lágrimas en su pelo.
“No pasa nada, mamá”, dijo Lucía, acariciando su mano. “No llores”.
“¡Feliz cumpleaños, pequeña!”, dijo la doctora, sonriendo. “¡Nueve años es toda una edad!”.
“Gracias”, sonrió Lucía.
Volvieron a casa en silencio. Su madre le sujetaba la mano y le acariciaba los dedos de vez en cuando. Antes de entrar, se detuvo.
“Lucía, sube con papá. Yo voy un momento a la tienda. Rápido, ¿vale?”.
“¿Qué vas a comprar?”, preguntó Lucía