Felicidad recién nacida 🌺🌼🌸

**Felicidad Recién Nacida**

—Señor, ¡deje de seguirme como mi sombra! Ya le dije que estoy de luto por mi marido. ¡No me acose! ¡Me está asustando! —casi grité, perdiendo la paciencia.

—Lo recuerdo, lo recuerdo… Pero tengo la sensación de que ese luto es por usted misma. Disculpe —insistió aquel… pretendiente mío.

…Me encontraba en un balneario, buscando silencio, solo el canto de los pájaros del bosque, no los requiebros de hombres pesados. Mi esposo había fallecido de repente, y necesitaba recuperarme, asimilar aquella pérdida irreparable.

…Junto a mi marido, Rodrigo, habíamos empezado a ahorrar para reformar el piso, privándonos de todo, y de pronto… Rodrigo se sintió mal, la ambulancia no pudo hacer nada. Era su segundo infarto. Tras enterrarlo, me quedé sin mi media naranja y sin la reforma, pero con dos hijos adolescentes. Las fuerzas me abandonaban. ¿Cómo superar tanto dolor?

En el trabajo me ofrecieron una estancia en el balneario. Me resistí. No quería ni salir de casa. Mis compañeros insistieron:

—No eres la primera viuda ni serás la última. Tienes hijos. ¡Hay que seguir! Ve, Isabel, distráete. Ordena tus ideas.

Y así, con el corazón encogido, partí.

Habían pasado cuarenta días desde la muerte de Rodrigo, pero el dolor no cedía.

En el balneario me asignaron una habitación compartida con una chica alegre llamada Laura. Ella irradiaba una luz y una felicidad que, lejos de consolarme, me irritaban. No quería compartir mi pena con ella. ¿Para qué, si era apenas una muchacha? Además, tenía tras de sí un animador de resort que no dejaba de rondarla. Como se sabe, en estos lugares abundan solteros, divorciados o viudos desconsolados. A mí no me engañaban… Intenté advertir a Laura sobre ese tipo. Seguro estaba casado, quizá por segunda o tercera vez.

Laura se reía y decía:

—¡Ay, no me asuste, Isabel! Ya tengo experiencia…

Y la “experimentada” salía cada noche de citas. Yo, en cambio, pasaba los días encerrada en la habitación, leyendo un libro del que no retenía nada, viendo la televisión sin prestar atención.

…Una mañana desperté de buen humor. Miré por la ventana: ¡qué paz! Decidí pasear por el bosque, escuchar a los pájaros, respirar aire puro. Y entonces, me topé con él.

Ya lo había visto en el comedor. No me gustaba nada aquel hombre bajito, de mirada descarada. Me llevaba casi una cabeza. ¡Qué desagradable!

Sin embargo, iba siempre impecable, bien afeitado, vestido como para una ocasión especial. En cada cena, me saludaba con exagerada cortesía. Yo respondía con un gesto distraído, por educación. Hasta que un día se sentó a mi mesa.

—¿Se aburre, señora? —preguntó con voz seductora.

—No —respondí, tensa.

—No mienta, señorita. La tristeza se le nota en la mirada. ¿Puedo ayudarla en algo? —insistió aquel hombre entrometido.

—Adivinó. Es pena por mi difunto esposo. ¿Algo más? —sequé mis manos con la servilleta y me levanté, dando por terminada la conversación.

—Perdone, no lo sabía. Mis condolencias. Aun así, ¿me permite presentarme? Soy Valentín —se apresuró a decir.

Se notaba que temía perderme.

—Isabel —murmuré, reacia, y me alejé.

A partir de entonces, Valentín se sentaba a mi mesa cada noche, llevando siempre un ramillete de campanillas. Esas flores crecían por todo el lugar. No mentiré: me agradaba el detalle. Pero no pensaba en formalizar nada. No tenía sentido…

Valentín no se rendía. Empezó a unirse a mis paseos vespertinos. Incluso empecé a usar zapatos sin tacón para que la diferencia de altura no fuera tan evidente. A él, en cambio, parecía importarle poco su estatura o su calva brillante. Descubrí que su arma era su voz. Nunca había escuchado un timbre tan cautivador. Sin darme cuenta, caí en sus redes.

Pronto empezamos a ir a los bailes nocturnos, a salir al pueblo por frutas… Mi galán intentó más de una vez llevarme a su habitación. Pero yo, como soldadito de plomo, resistí.

Hasta que un día Valentín me recordó:

—Isa, mañana nos vamos. ¿Qué tal si pasas esta noche por mi habitación… a tomar una infusión? ¿Eh?

—Lo pensaré —respondí evasiva.

…Llegó la última noche. Decidí no herir sus sentimientos y fui, sabiendo cómo terminaría…

La mesa estaba exquisitamente servida, con delicias que seguramente había “tomado prestadas” del comedor. Valentín, galante, me invitó a sentarme. De algún modo, apareció champán.

—¿Empezamos, Isabelita? No sé cómo separarme de ti mañana. Déjame tu dirección. Iré a verte —dijo con melancolía.

—Me olvidarás al segundo día. Conozco a los hombres. ¿Por qué brindamos, Vale? —ya estaba dispuesta a todo.

—¿No lo entiendes? ¡Por amor, Isabel, por amor! —alzó su copa.

…Por la mañana despertamos abrazados. ¡Dios mío! ¿Por qué me había resistido tanto? ¿Por qué no entré antes en su habitación? ¡Cuánto tiempo perdido! En fin, me enamoré como una colegiala. Y ese mismo día, debía hacer las maletas y partir.

…Me despedí de Laura, mi compañera de habitación, que lloraba amargamente.

—¿Qué te pasa, Laurita? —pregunté.

—Estoy embarazada, Isabel. Y no sé de quién —sollozó.

—¿Fue tu animador? —intenté aclarar el asunto.

—No sé… También conocí a otro… Del hotel de al lado. Está casado —confesó la “experimentada”.

—Ay, Laura. Llama a tus padres. Que vengan y averigüen. ¿Cómo te dejaron venir sola? Ahora, vamos a hablar con el director del balneario —le aconsejé.

Laura salió llorando. Sí, niña, la vida te dará lecciones…

Preparé mis cosas. No quería irme. En veinticuatro días, todo allí se había vuelto cercano. Especialmente Vale…

…Llegó el autobús. Vale vino a despedirme, con otro ramo de campanillas. Las lágrimas brotaron, lo abracé con fuerza. Fin del romance fugaz. El corazón se me encogió. Cualquier palabra suya habría bastado para quedarme.

…Vivíamos en ciudades distintas. Solo podíamos comunicarnos por carta. Y la primera que recibí fue… de la esposa de Vale. Decía que lo sabía todo, pero que no conseguiría nada, porque ella tenía treinta años y yo, cuarenta. No respondí. ¿Para qué?

…Seis meses después, Valentín apareció en mi puerta. Mis hijos se sorprendieron, pero fueron discretos.

—¿Valentín? ¿De paso? —pregunté, esperando oír: «He venido para quedarme».

—Algo así… ¿No me echarás, Isabelita? —titubeó en el umbral.

Mis hijos, avergonzados, se retiraron.

—Pasa. ¿A qué debo el honor? ¿Traes otra carta de tu esposa? —respondí con sarcasmo.

—Perdóname. Te escribí, pero ella encontró la carta… Asumo mi culpa. Nos divorciamos —confesó.

—No sabía que estabas casado… o que lo habías estado. Nada habría pasado. ¿Y ahora qué? —no entendía sus int

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