**Felicidad Recién Nacida**
—Señor, ¡deje de seguirme como mi sombra! Ya le dije que estoy de luto por mi marido. ¡No me acose! ¡Me está asustando! —casi grité, perdiendo la paciencia.
—Lo recuerdo, lo recuerdo… Pero tengo la sensación de que ese luto es por usted misma. Disculpe —insistió aquel… pretendiente mÃo.
…Me encontraba en un balneario, buscando silencio, solo el canto de los pájaros del bosque, no los requiebros de hombres pesados. Mi esposo habÃa fallecido de repente, y necesitaba recuperarme, asimilar aquella pérdida irreparable.
…Junto a mi marido, Rodrigo, habÃamos empezado a ahorrar para reformar el piso, privándonos de todo, y de pronto… Rodrigo se sintió mal, la ambulancia no pudo hacer nada. Era su segundo infarto. Tras enterrarlo, me quedé sin mi media naranja y sin la reforma, pero con dos hijos adolescentes. Las fuerzas me abandonaban. ¿Cómo superar tanto dolor?
En el trabajo me ofrecieron una estancia en el balneario. Me resistÃ. No querÃa ni salir de casa. Mis compañeros insistieron:
—No eres la primera viuda ni serás la última. Tienes hijos. ¡Hay que seguir! Ve, Isabel, distráete. Ordena tus ideas.
Y asÃ, con el corazón encogido, partÃ.
HabÃan pasado cuarenta dÃas desde la muerte de Rodrigo, pero el dolor no cedÃa.
En el balneario me asignaron una habitación compartida con una chica alegre llamada Laura. Ella irradiaba una luz y una felicidad que, lejos de consolarme, me irritaban. No querÃa compartir mi pena con ella. ¿Para qué, si era apenas una muchacha? Además, tenÃa tras de sà un animador de resort que no dejaba de rondarla. Como se sabe, en estos lugares abundan solteros, divorciados o viudos desconsolados. A mà no me engañaban… Intenté advertir a Laura sobre ese tipo. Seguro estaba casado, quizá por segunda o tercera vez.
Laura se reÃa y decÃa:
—¡Ay, no me asuste, Isabel! Ya tengo experiencia…
Y la “experimentada” salÃa cada noche de citas. Yo, en cambio, pasaba los dÃas encerrada en la habitación, leyendo un libro del que no retenÃa nada, viendo la televisión sin prestar atención.
…Una mañana desperté de buen humor. Miré por la ventana: ¡qué paz! Decidà pasear por el bosque, escuchar a los pájaros, respirar aire puro. Y entonces, me topé con él.
Ya lo habÃa visto en el comedor. No me gustaba nada aquel hombre bajito, de mirada descarada. Me llevaba casi una cabeza. ¡Qué desagradable!
Sin embargo, iba siempre impecable, bien afeitado, vestido como para una ocasión especial. En cada cena, me saludaba con exagerada cortesÃa. Yo respondÃa con un gesto distraÃdo, por educación. Hasta que un dÃa se sentó a mi mesa.
—¿Se aburre, señora? —preguntó con voz seductora.
—No —respondÃ, tensa.
—No mienta, señorita. La tristeza se le nota en la mirada. ¿Puedo ayudarla en algo? —insistió aquel hombre entrometido.
—Adivinó. Es pena por mi difunto esposo. ¿Algo más? —sequé mis manos con la servilleta y me levanté, dando por terminada la conversación.
—Perdone, no lo sabÃa. Mis condolencias. Aun asÃ, ¿me permite presentarme? Soy ValentÃn —se apresuró a decir.
Se notaba que temÃa perderme.
—Isabel —murmuré, reacia, y me alejé.
A partir de entonces, ValentÃn se sentaba a mi mesa cada noche, llevando siempre un ramillete de campanillas. Esas flores crecÃan por todo el lugar. No mentiré: me agradaba el detalle. Pero no pensaba en formalizar nada. No tenÃa sentido…
ValentÃn no se rendÃa. Empezó a unirse a mis paseos vespertinos. Incluso empecé a usar zapatos sin tacón para que la diferencia de altura no fuera tan evidente. A él, en cambio, parecÃa importarle poco su estatura o su calva brillante. Descubrà que su arma era su voz. Nunca habÃa escuchado un timbre tan cautivador. Sin darme cuenta, caà en sus redes.
Pronto empezamos a ir a los bailes nocturnos, a salir al pueblo por frutas… Mi galán intentó más de una vez llevarme a su habitación. Pero yo, como soldadito de plomo, resistÃ.
Hasta que un dÃa ValentÃn me recordó:
—Isa, mañana nos vamos. ¿Qué tal si pasas esta noche por mi habitación… a tomar una infusión? ¿Eh?
—Lo pensaré —respondà evasiva.
…Llegó la última noche. Decidà no herir sus sentimientos y fui, sabiendo cómo terminarÃa…
La mesa estaba exquisitamente servida, con delicias que seguramente habÃa “tomado prestadas” del comedor. ValentÃn, galante, me invitó a sentarme. De algún modo, apareció champán.
—¿Empezamos, Isabelita? No sé cómo separarme de ti mañana. Déjame tu dirección. Iré a verte —dijo con melancolÃa.
—Me olvidarás al segundo dÃa. Conozco a los hombres. ¿Por qué brindamos, Vale? —ya estaba dispuesta a todo.
—¿No lo entiendes? ¡Por amor, Isabel, por amor! —alzó su copa.
…Por la mañana despertamos abrazados. ¡Dios mÃo! ¿Por qué me habÃa resistido tanto? ¿Por qué no entré antes en su habitación? ¡Cuánto tiempo perdido! En fin, me enamoré como una colegiala. Y ese mismo dÃa, debÃa hacer las maletas y partir.
…Me despedà de Laura, mi compañera de habitación, que lloraba amargamente.
—¿Qué te pasa, Laurita? —pregunté.
—Estoy embarazada, Isabel. Y no sé de quién —sollozó.
—¿Fue tu animador? —intenté aclarar el asunto.
—No sé… También conocà a otro… Del hotel de al lado. Está casado —confesó la “experimentada”.
—Ay, Laura. Llama a tus padres. Que vengan y averigüen. ¿Cómo te dejaron venir sola? Ahora, vamos a hablar con el director del balneario —le aconsejé.
Laura salió llorando. SÃ, niña, la vida te dará lecciones…
Preparé mis cosas. No querÃa irme. En veinticuatro dÃas, todo allà se habÃa vuelto cercano. Especialmente Vale…
…Llegó el autobús. Vale vino a despedirme, con otro ramo de campanillas. Las lágrimas brotaron, lo abracé con fuerza. Fin del romance fugaz. El corazón se me encogió. Cualquier palabra suya habrÃa bastado para quedarme.
…VivÃamos en ciudades distintas. Solo podÃamos comunicarnos por carta. Y la primera que recibà fue… de la esposa de Vale. DecÃa que lo sabÃa todo, pero que no conseguirÃa nada, porque ella tenÃa treinta años y yo, cuarenta. No respondÃ. ¿Para qué?
…Seis meses después, ValentÃn apareció en mi puerta. Mis hijos se sorprendieron, pero fueron discretos.
—¿ValentÃn? ¿De paso? —pregunté, esperando oÃr: «He venido para quedarme».
—Algo asÃ… ¿No me echarás, Isabelita? —titubeó en el umbral.
Mis hijos, avergonzados, se retiraron.
—Pasa. ¿A qué debo el honor? ¿Traes otra carta de tu esposa? —respondà con sarcasmo.
—Perdóname. Te escribÃ, pero ella encontró la carta… Asumo mi culpa. Nos divorciamos —confesó.
—No sabÃa que estabas casado… o que lo habÃas estado. Nada habrÃa pasado. ¿Y ahora qué? —no entendÃa sus int