**Dividido, como pude**
—Hola, mamá. —Lucía intentó sonar normal, pero su voz salió fría y cortante.
—¡Ay, Lucía! ¿Qué haces aquí? No te esperaba hoy. —respondió María del Carmen.
Lucía observó a su madre. *”No te esperaba”*. Esas palabras se clavaron como una espina en su pecho y resonaron una y otra vez en su mente. *”No te esperaba”*. Últimamente, parecía que nadie la esperaba en ningún sitio.
—¿Qué haces ahí plantada como un poste? Pasa, que estoy envasando pepinillos. ¿Has venido por algo o qué? ¿Todo bien con Adrián?
—Sí, mamá, con Adrián. Le hemos alquilado un piso de momento. Javier pagó tres meses por adelantado, luego que se apañen…
Lucía miró a su madre, siempre ocupada en tareas domésticas. Así había sido siempre. Desde pequeña, recordaba a su madre corriendo de un lado a otro, siempre tarde. *”Hay que darse prisa…”*, *”voy al súper, que han traído…”*, *”quédate aquí, que yo voy…”*, *”Lucía, no molestes, ¿no ves que estoy trabajando?”*. María del Carmen siempre se preocupó por lo material, pero a su hija solo le decía *”espera”*.
—Lucía, sírvete el té tú misma, que no tengo tiempo, aún no he esterilizado los tarros. ¿Vale?
—Vale, mamá. —Lucía se sirvió el té, aunque no tenía ganas de beberlo.
—Bueno, ¿a qué has venido?
—Mamá, dime… ¿nunca pensaste en divorciarte de papá? —preguntó Lucía, vacilante.
—¿Eh? No, ¿para qué? ¡Es como cambiar cromo por cromo! Todos los hombres son iguales. ¿Por qué?
—Mamá… quiero pedir el divorcio.
—¡¿Qué?! ¿Qué ha pasado entre vosotros? ¿Te ha sido infiel?
María del Carmen dejó el tarro que limpiaba, claramente sorprendida.
—Mamá, creo que ya no somos compatibles. Adrián es mayor, vive con su novia… Creo que Javier y yo deberíamos separarnos.
—¡Dios mío, pero qué os ha pasado!
—Hoy es nuestro vigésimo quinto aniversario de boda. Ni siquiera lo ha mencionado. Solo preguntó dónde estaban sus calcetines y cuánto faltaba para el desayuno. Nada más… —Lucía reprimió un sollozo.
—¿Y eso es todo? ¡Lucía, qué tonta eres! ¡Vaya dramatismo! ¡Aniversario de boda! ¡Pamplinas! Tu padre jamás me regaló nada, ni yo a él. ¿Para qué malgastar el dinero en tonterías? —María del Carmen hablaba con vehemencia.
Lucía la miró, arrepintiéndose de haber ido. Su madre nunca la entendía. Una lágrima resbaló por su mejilla.
—¡Y ahora encima me pones a llorar! ¿Sabes el lío que es divorciarse ahora? El piso, la casa de campo, el coche… ¿Y el dinero que tenéis ahorrado? Yo lo saqué y lo guardé en casa. ¡Hay que dividir el piso! Una *”tres habitaciones”* estupenda, y todo lo que habéis gastado en reformas…
Lucía la escuchaba hablar de repartos y porcentajes. Cada palabra empeoraba el nudo en su garganta.
—Mira, hija, vete a casa y olvídate de esto. Si quieres flores, cortamos unos claveles del jardín, que se van a marchitar…
—No, gracias. —Lucía se secó la nariz.
—Como quieras. ¿Te vas ya? Ayer trajeron arena barata a la ferretería, ¿necesitas algo?
Lucía negó con la cabeza y salió rápidamente. Respirar en esa casa era imposible.
Caminó hacia la parada del autobús, pero cambió de idea y siguió a pie. Doblo hacia el paseo marítimo.
El teléfono sonó en su bolso. Por un instante, pensó que era Javier, que al fin se había acordado del aniversario. Pero en la pantalla apareció el nombre de su hijo.
—Adrián, hola.
—Mamá, ¿tienes un momento? Necesito hablar contigo.
—Claro. ¿Quedamos en *”La Terraza”*? Estoy cerca. Además, yo también tengo que hablarte.
Veinte minutos después, Lucía llegó al café. Adrián apareció diez minutos más tarde.
—Hola, mamá.
—Hola, cariño. Solo he pedido café, no tengo hambre.
—Bien, yo tampoco. Solo tengo veinte minutos.
—¿Qué querías contarme?
—Mamá… Verás… Marina está embarazada.
Lucía sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. Hacía apenas unas semanas que Adrián se había ido a vivir con su novia. No le molestaba, pero ser abuela a los cuarenta y cinco no entraba en sus planes.
—Mamá, ¿qué pasa?
—Nada, es… muy repentino, Adrián. ¿Estáis preparados?
—Claro, y si no, tú nos ayudarás, ¿no? ¿Qué querías decirme?
—Hijo… ¿qué opinarías si tu padre y yo nos divorciáramos?
—¿Os vais a separar? ¿Qué ha pasado?
—Es que… ya no somos los mismos. Hoy es nuestro aniversario, veinticinco años, y ni se ha acordado.
—Ah, vale. Pues divorciaos, ya soy mayor. Bueno, me voy.
—Adiós, hijo…
Lucía pagó el café y se dirigió a casa, aunque no tenía ganas de volver. De camino, entró en un supermercado y preparó la cena.
Javier llegó al anochecer, como siempre. Cenó mientras hablaba del jefe y del coche nuevo de Antonio. Lucía asentía, distraída.
A la mañana siguiente, Javier se fue al trabajo. Lucía lavó los platos, sumida en un mar de dudas. Por un lado, el desinterés de su marido le dolía. Por otro, veinticinco años juntos eran toda una vida. ¿Destruir todo por un aniversario olvidado? Quizá su madre tenía razón y estaba exagerando.
El teléfono sonó de nuevo. Adrián.
—Dime, hijo.
—Mamá, lo de ayer… He estado pensando…
—¿Crees que me precipité? Yo también he reflexionado…
—No, escucha. Creo que deberíais repartiros los bienes antes del divorcio, evitar juicios. Podríais cambiar el piso por dos estudios. Si lo hacemos bien, hasta sobrará dinero. La casa de campo también la vendemos, y con eso Marina y yo nos compramos un piso. Es lo más justo, ¿no?
—Quizá, Adrián. Hablamos luego, estoy ocupada…
—Vale, pero no hay que darle más vueltas. Es lo mejor para todos. Así nosotros tendríamos donde vivir… Lo importante es no perder dinero, mamá.
Lucía no quería escuchar más. Quería llorar. Se vistió y salió al paseo marítimo, hacia su banco favorito. Un hombre ya estaba sentado.
—¿Le importa que me siente?
—¡Para nada! Siéntese. ¡Qué buen día, ¿eh?!
—Sí… —asintió Lucía.
—Parece usted triste. —el desconocido la miró con curiosidad.
—No tengo el mejor día… —evitó entrar en detalles.
—¡Pero yo sé cómo animarla! —dijo el hombre, y se alejó.
Regresó cinco minutos después con dos helados de vainilla.
—Dicen que el helado tiene hormonas de la felicidad. ¿Probamos? —le ofreció uno.
—Gracias. —Lucía lo aceptó, algo incómoda.
El helado estaba delicioso. Por un momento, se sintió niña otra vez.
—