«Qué lástima que no sea mío»
—Chicas, el sábado venid a casa, así charlamos de corazón y tomamos algo —dijo alegre Dana a sus compañeras, Clara y Lidia—. Ambas asintieron y rieron.
—Vale, yo llevaré una botella de buen vino —prometió Clara, que era toda una entendida.
—Y yo prepararé algo rico —añadió Lidia, cuyos platos siempre eran exquisitos.
—Oye, Dana, ¿seguro que en tu casa y no en una cafetería? —preguntó Clara.
—Ay, si ya vamos demasiado a cafés. En casa nos divertimos más, sin miradas ajenas. ¿O es que os da miedo bailar como locas?
—Tienes razón —apoyó Lidia—. En casa se está más relajadas.
Las tres, rondando los cuarenta y pocos, trabajaban juntas y eran inseparables. Las unía, además, su soltería: Dana se divorció hace diez años; Clara nunca se casó, pero tuvo una hija que ya vivía por su cuenta; y Lidia, la más tranquila, fue abandonada por su marido cuando su hijo tenía tres años. Desde entonces, salía con hombres esporádicamente. Dana casi se casa, pero su prometido se fugó a Alemania con otra mujer.
—Pues que se vaya rodando por la calle de la Amargura —dijo ella, aunque le dolió.
Clara, guapa y vivaracha, cambiaba de novio como de camisa, pero nunca dio el paso. Vivía sola cerca de la oficina y era la única del grupo con coche. Lidia, sin ser una belleza, tenía su encanto, aunque sus amigas pensaban en secreto que era un poco “gris”.
El viernes, al salir del trabajo, Dana recordó:
—Mañana queda lo acordado, ¿eh?
—¡Sí, sí! —respondió Clara, pero Lidia calló.
Dana limpió su piso en Madrid, compró sus galletas de chocolate favoritas y preparó todo. Sus amigas llegaron juntas en el coche de Clara. Entre risas y vino (aunque Lidia apenas probó), la velada era perfecta.
—Oye, ¿por qué no bebes? —preguntó Clara.
—Es que… tengo una cita con Adrián —confesó Lidia, avergonzada.
—¿Con quién? —se sorprendieron.
—Con Adrián. ¿Pasa algo?
—Nada, solo que no nos habías contado mucho —dijo Dana.
—Ayer me llamó y quedamos. Y… bueno, Dana, le di tu dirección. Vendrá a recogerme.
—¡Pues genial! Así lo conocemos —rió Dana, aunque comía sus galletas con curiosidad.
Lidia se arregló el pelo con una plancha prestada.
—Chicas, ¿qué tal me queda?
—Bien —contestaron.
—No entiendo cómo ha enganchado a alguien —susurró Clara—. Con lo callada que es.
En ese momento, sonó el timbre.
—¡Ahora lo veremos! —dijo Dana.
Un hombre alto, de cabello oscuro con canas distinguidas, sostenía tres ramos de flores.
—¿Lista? —le preguntó a Lidia. Luego, sonriendo, entregó los ramos—. Para vosotras también.
Dana y Clara se quedaron sin palabras.
—Adrián —se presentó él.
Clara lo invitó a quedarse, pero él declinó con educación. Dana le ofreció zumo, y después de un trago, se marchó con Lidia del brazo.
—¡No puede ser! —exclamó Clara al cerrar la puerta—. Un hombre así no se fijaría en Lidia. Seguro que la deja pronto.
—Es… increíble —musitó Dana, todavía impactada—. ¿Dónde lo habrá encontrado?
—Bah, ya verás como no dura —gruñó Clara—. A brindar por nosotras.
Pero los meses pasaron, y Lidia llegaba cada día más radiante.
—¿Otra vez te trajo Adrián? —preguntaba Clara.
—Sí, y ayer fuimos a una exposición —contaba Lidia, feliz.
Un día, Dana se topó con Adrián al salir del trabajo.
—¡Buenas tardes! —dijo él—. Justo quería hablar con usted. ¿Le importa acompañarme a esa joyería?
Entre vitrinas de anillos, él señaló uno con esmeralda.
—¿Le gusta?
—Es precioso —balbuceó Dana, ilusionada.
—Perfecto —sonrió él.
Ella no dijo nada a sus amigas, imaginando que el anillo sería para ella.
El viernes, Lidia anunció:
—Adrián nos invita a todas a una cafetería. Dice que tiene una sorpresa.
Dana pasó el día nerviosa. En el café, Adrián apareció impecable, con flores.
—Lidia —dijo solemnemente—, quiero pedirte que seas mi esposa.
Lidia saltó de alegría.
—¡Sí!
—A Dana le encantó el anillo —agradeció él, mirándola—. Perdón por usarla de asesora.
—No… es nada —murmuró Dana, forzando una sonrisa.
Y por dentro pensó: *Qué pena que no sea para mí.*