**Lo Superaremos**
Cuando las lágrimas se agotan, cuando no queda fuerza para soportar el dolor de la pérdida, hay que obligarse a vivir. Vivir a toda costa, para llevar bondad y alegría a quienes te rodean. Y, sobre todo, saber que alguien te necesita.
Javier y su esposa Lucía lloraban junto a la cama de su hijo en el hospital, adonde habían llevado a su Adrián de trece años tras ser atropellado. Era su único hijo, un chico brillante y de corazón puro, a quien adoraban.
—Doctor, por favor, díganos… ¿sobrevivirá nuestro Adrián? —preguntaba Lucía, buscando esperanza en los ojos del médico, que evitaba su mirada sin prometer nada.
—Estamos haciendo todo lo posible —respondió el doctor.
Javier y Lucía no eran ricos, pero habrían reunido todo el dinero del mundo con tal de salvar a su hijo. Pero ni el dinero ni su amor pudieron evitarlo: Adrián se iba. Estaba inconsciente, y le quedaba poco tiempo.
En la habitación de al lado yacía Daniel, un chico de catorce años del orfanato. Su vida nunca había sido fácil. Se sentía débil, le costaba respirar, y sabía que no le quedaba mucho. Para él, un niño sin familia y con un corazón a punto de fallar, no había donantes.
Cuando el doctor mayor, sin mirarlo a los ojos, le repetía lo mismo cada día:
—Todo irá bien, Daniel. Encontraremos un corazón para ti. Solo espera y ten fe.
Pero Daniel ya sabía que era un consuelo vacío. No lloraba.
—El tiempo se escurre, y nada cambia —pensaba—. Hay que aceptarlo. Miraré por la ventana: ese cielo azul, la hierba verde, el sol que calienta a todos… pronto ya no los veré.
Sus cuidadores del orfanato lo visitaban, también evitando su mirada:
—Todo saldrá bien, ten esperanza —le decían.
Él asentía, sin decirles que lo entendía todo.
Una tarde, fingiendo dormir, escuchó al cuidador hablar con el médico:
—Si hay alguna posibilidad, sálvenlo. Es un buen chico. Sé que un corazón donado es difícil de conseguir, pero… si surge la mínima oportunidad, traeremos todos los papeles necesarios.
—Ya sabe que no depende de mí —susurró el médico—. Ojalá pudiera ayudarlo.
Daniel sentía que cada respiro le costaba. Cerraba los ojos y pensaba:
—Cuando llegue el momento… que no duela.
Su amigo Álvaro, del orfanato, lloraba a su lado. Daniel lo calmaba:
—No sufras, Álvaro. Allá también debe haber vida. Nos volveremos a ver, aunque no sea pronto.
Daniel meditaba sobre la muerte como un adulto.
—Sé que mi vida pende de un hilo, que puede acabarse en cualquier momento. Qué pena no ver más la lluvia suave, el sol brillante, el crujir de la nieve en invierno…
No esperaba milagros. Cuando el médico entró, por primera vez lo miró directo a los ojos:
—Prepárate, Daniel. Operación mañana. Confiamos en que todo salga bien.
Daniel no creía en nada ya. No sabía que, en el consultorio, los padres de Adrián vivían su propia tragedia. Lucía gritaba desconsolada:
—¡Nunca permitiré que le quiten el corazón a mi niño!
Javier callaba, pero el médico insistía:
—Su hijo no sobrevivirá. Pero pueden darle vida a otro. El tiempo se acaba. Decídanse, por favor.
Finalmente, Javier levantó la mirada, perdida:
—Acepto. Que el corazón de mi hijo lata en otro niño.
Lucía no dijo nada. Le dieron un sedante.
En el quirófano, Daniel cerró los ojos sin miedo. Pensaba en reunirse con sus padres, muertos hacía años. No le explicaron que recibiría un trasplante. No creía en milagros. Estaba acostumbrado a las mentiras piadosas, a las promesas vacías.
—Ahora sí, todo irá bien —oyó decir al médico al despertar.
Esta vez, el doctor lo miraba a los ojos. Por primera vez, Daniel sintió esperanza.
—¿De verdad saldré bien? —pensó antes de dormirse de nuevo.
Los padres de Adrián esperaban afuera. Sabían que su hijo se había ido, pero anhelaban que su corazón siguiera latiendo en otro.
El médico salió y se acercó:
—La operación fue un éxito. Gracias por darle una oportunidad a Daniel. El corazón de su hijo late en su pecho.
Lucía rompió en llanto. Javier no pudo hablar, solo asintió.
Con el tiempo, Daniel se recuperó. Conoció a los padres de Adrián, que lo visitaban cada día. Una tarde, Javier y Lucía le dieron una noticia:
—Daniel, queremos adoptarte. Si aceptas.
No lo dudó. No quería volver al orfanato.
—Acepto.
No sabía lo difícil que había sido para ellos. Lucía al principio se negaba, pero el corazón de Adrián en Daniel la hizo cambiar.
Al principio, Daniel se sentía incómodo. Notaba cómo Lucía lo observaba, buscando algo de su hijo en él. A veces, sus ojos se llenaban de lágrimas.
Cuando llegó a su nuevo hogar, Javier lo llevó a la habitación de Adrián.
—Ahora es tuya.
Vio una tablet en el escritorio y miró a Javier, preguntando en silencio.
—Puedes usarla —dijo Javier, saliendo.
Daniel nunca había tocado una. Pero al tomarla, Lucía apareció, gritando:
—¿No te enseñaron a pedir permiso?
Se sobresaltó. Su corazón latía rápido.
—Perdón… Javier me dejó.
Javier entró y Lucía arrebató la tablet.
—¡Yo se lo permití! —protestó él.
Ella salió llorando. Daniel oyó cómo Javier la consolaba.
—No puedes tratarlo así, Lucía. No puede estresarse.
—¿Y yo sí puedo sufrir? —gritó ella.
Daniel pensó en volver al orfanato.
Pasaron semanas. Lucía no dejaba de compararlo:
—Adrián lo hacía mejor. Adrián era más rápido, más inteligente…
Daniel los trataba de «usted». Javier mediaba:
—Dale tiempo, hijo. Ella duele.
Hasta que un día, Lucía estalló:
—No soporto verlo. Si quieres, quédate con él.
Empacó y se fue a casa de su madre.
Esa noche, Daniel le dijo a Javier:
—Lléveme al orfanato mañana. Sin mí, se reconciliarán.
Javier lo miró y vio en sus ojos la misma bondad que en los de Adrián. Lo abrazó.
—No, Daniel. Somos fuertes. Lo superaremos.
Vivieron en paz, cocinando juntos, hablando por las noches. Pero ambos extrañaban a Lucía.
—Mañana es su cumpleaños —dijo Javier.
Daniel lo abrazó y dijo:
—Papá, mañana traeremos a mamá a casa.
Javier lloró.
Al día siguiente, fueron a buscarla.
—Mamá, vente a casa. Te extrañamos —dijo Daniel, dándole flores—. Feliz cumpleaños.
Lucía se quedó sin palabras. Lo abrazó y sollozó:
—Perdóname, hijo. Claro que voy.
Daniel había recibido el milagro de la vida, unos padres que lo amaban y un corazón que latía por dos. Ahora vivía, reía y amaba. Todo gracias a un niño que ya no estaba.