**La casa está construida, pero no se puede vivir en ella**
—¡Doña Ana! ¡Pero qué está haciendo! —gritaba Valentina García, agitando en el aire un papel arrugado—. ¡Cómo que no se puede vivir! ¡La casa está terminada! ¡Ahí la tiene!
—Pero no tiene los documentos —respondió la mujer tras el mostrador sin levantar la mirada del escritorio—. Sin papeles, aunque construya un palacio de oro, no podrá habitarlo.
—¿Qué documentos ni qué tonterías? ¡El terreno es nuestro, usamos el capital familiar, pedimos un préstamo! ¡Todo legal! —Valentina golpeó el mostrador con el puño, haciendo vibrar los cristales.
—Mire, señora —Ana alzó por fin la vista y la miró por encima de las gafas—. El terreno es suyo, sí. Pero, ¿dónde está el permiso de construcción? ¿El proyecto aprobado? ¿El acta de recepción?
Valentina sintió que las piernas le flaqueaban. Se dejó caer en una incómoda silla de plástico.
—Nos dijeron que para una casa particular no hacía falta aprobar nada… Los vecinos construyeron sin proyectos ni nada…
—¿Y cuándo fue eso? —bufó la funcionaria—. Las leyes cambian, señora. Ahora sin papeles, no hay nada que hacer.
Valentina salió de la oficina como aturdida. La lluvia fina y persistente le calaba el alma. Subió a su viejo coche y sacó el teléfono.
—¿Miguel? Miguel, hijo… —su voz temblaba—. Ven, por favor. Hay un problema…
Una hora después, Miguel llegó y encontró a su madre sentada en el porche de su nueva casa. Y, la verdad, era bonita: dos pisos, ventanales grandes, tejado impecable. Valentina había ahorrado toda su vida para esto, vendió su piso en la ciudad, usó el capital familiar y pidió un crédito.
—Mamá, ¿qué pasa? —su hijo se sentó a su lado en el escalón—. ¿Por qué no estás dentro?
—Porque no puedo —respondió con amargura—. Resulta que no está legalizada.
Miguel frunció el ceño.
—¿Cómo que no? Contrataste una empresa constructora. Ellos debían encargarse…
—¡Y no lo hicieron! —explotó Valentina—. ¡Nos estafaron, Miguel! Dijeron que tramitarían todo, pero solo se llevaron el dinero y desaparecieron. ¡Ahora no contestan al teléfono!
Miguel sacó un cigarrillo y lo encendió. Su madre le lanzó una mirada de reproche.
—Miguel, deja ya ese vicio. Te vas a arruinar la salud.
—Ahora no es momento, mamá. Cuéntame bien, ¿qué dijeron en el ayuntamiento?
Valentina suspiró y se ajustó el pañuelo en la cabeza.
—Que había que pedir el permiso de obras antes. Y aprobar el proyecto. Y un montón de papeles más. Y esos constructores —Martínez y López— me juraron que lo harían todo ellos. ¡Y yo, tonta de mí, les creí!
—¿Tienes el contrato?
—Sí, pero no menciona los trámites. Solo que construirían la casa.
Miguel inhaló el humo y lo soltó lentamente.
—Pues escucha. Mañana vamos al abogado. A ver qué se puede hacer. Quizá no todo esté perdido.
Al día siguiente, estaban en el despacho de una abogada, una mujer joven con ojos cansados que revisaba los documentos.
—Miren —dijo, apartando los papeles—, la situación es complicada, pero no imposible. La casa está construida, eso es un hecho. El terreno es suyo, también. Pero ahora hay que legalizarla a posteriori.
—¿Eso es posible? —preguntó Valentina con esperanza.
—Sí, pero será largo y costoso. Primero, necesitan un plano técnico. Luego, presentar la documentación para legalizar la construcción irregular. Puede tardar un año, o más.
—¿Y cuánto costará? —Miguel se inclinó hacia adelante.
—Unos… —la abogada titubeó— ciento cincuenta mil euros. Quizá más, si hay complicaciones.
Valentina dejó escapar un gemido.
—¡No tengo ese dinero! ¡Lo invertí todo en la casa!
—Entonces solo queda esperar a que les ordenen derribarla —dijo la abogada con frialdad—. Tarde o temprano, les llegará el turno.
Esa noche, Valentina estaba en la cocina de su vieja casa —la que pensaba derribar al mudarse—, tomando té en la vajilla heredada de su abuela.
—Mamá, no te preocupes tanto —Miguel le acarició el hombro—. Encontraremos el dinero. Saldremos de esta.
—¿De dónde, hijo? Tú tienes tu hipoteca, tu familia. Y yo solo con mi pensión… No llego a fin de mes.
Llamaron a la puerta. Era la vecina, doña Clara.
—¿Valentina? —entró sin esperar—. Oí lo de tu casa…
Valentina asintió sin mirarla.
—Sí, resulta que la construimos ilegalmente. Ahora o pagamos una fortuna, o la derriban.
Doña Clara se sentó y se sirvió té.
—¿Sabes que los Martínez y los López están igual? También contrataron a esa constructora.
—¿Cómo? —Miguel se sorprendió—. ¿O sea que estafaron a propósito?
—Quién sabe —encogió los hombros—. Quizá ni ellos sabían los trámites. O no quisieron molestarse. Solo querían cobrar.
—¿Y qué harán los Martínez? —preguntó Valentina.
—¿Qué van a hacer? Pagan un crédito por una casa inhabitable. Don José, con sesenta años, trabaja de noche como mozo. Y Laura llora cada día. Dice que mejor haberse quedado en su pisito viejo.
Tras la visita, Valentina no podía dormir. Miraba al techo y pensaba. Toda su vida soñó con esta casa. Tras enviudar, quiso dejar el pequeño piso con vecinos ruidosos. Quería un jardín, flores, que sus nietos vinieran en verano.
¿Y ahora qué? La casa estaba ahí, pero vacía de vida.
A la mañana siguiente, Laura Martínez llamó a su puerta.
—Valentina —dijo al entrar—, luchemos juntas. Entre varias, es más fácil.
—¿Cómo?
—Si nos estafó la misma empresa, podemos poner una demanda colectiva. Y contratar un abogado juntos. Saldrá más barato.
Valentina lo pensó. Era sensato.
—¿Cuántas somos?
—De momento, tres. Pero preguntaré por el pueblo.
Al atardecer, Laura regresó con noticias.
—¡Valentina, hay todo un barrio en la misma situación! Esa constructora hizo más de veinte casas, ¡y ninguna legal!
—¿Y qué dice la gente?
—Unos quieren demandar, otros se rinden. Algunos ya están legalizando, pero les duele el bolsillo.
Esa noche, la familia cenó junta: Valentina, Miguel, su mujer Olga y los nietos.
—Abuela —preguntó Daniel, el mayor—, ¿cuándo nos mudamos? Prometiste que tendría mi propio cuarto.
Valentina lo miró sin saber qué decir.
—No pronto, cariño. Hay problemas…
—¿Qué problemas? ¡Si la casa está hecha!
Miguel puso una mano en el hombro del niño.
—Daniel, son cosas de adultos.
—Que lo sepa —dijo Valentina—. Mira, Daniel, no basta con construir una casa. Hay que conseguir muchos papeles para que el Estado deje vivir en ella.
—¿Como en un videojuego? —preguntó el niño—. ¿Construyes una base, pero sin completar las misiones no la puedes usar?
Olga soltó una risa.
—Algo así, hijo. Pero en la vida, las misiones son más difíciles.
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