Relato Femenino

**Una historia de mujer**

Tatiana y Borja eran la pareja perfecta. Atractivos, triunfadores, con dinero, solo les faltaba lo más importante: un hijo. Los médicos se encogían de hombros con diagnósticos poco alentadores.

Pero no perdían la esperanza. Igan a la iglesia, rezaban, visitaban santuarios. Si oían hablar de una curandera en algún pueblo perdido, allá que iban. Una de ellas les dijo que tendrían un hijo, incluso más de uno, pero que vendría acompañado de dolor y pérdidas. Habló mucho aquel día. Tatiana, emocionada, apenas escuchó, pero se quedó con lo esencial: había que tener fe.

“Con lo bien que podrían vivir, viajando, disfrutando del dinero… Y en vez de eso, montan un drama. Los hijos son desagradecidos, ya verás como ni un vaso de agua te darán de viejos”, comentaban a sus espaldas.

“Ya es mayor, con sus achaques, y aún quiere hijos. ¿De dónde van a salir los nietos si ni siquiera tienen hijos?”, murmuraban otros.

Una vez, Tatiana le dijo a Borja que no lo ataría, que si quería buscar a una mujer más joven que le diera un hijo, o dos, lo entendería. Él la miró de tal manera que ella se arrepintió al instante y nunca más volvió a mencionarlo.

Y así siguieron. Tenían trabajo, piso, dinero… pero, al final, eso no bastaba para ser felices. Tatiana sabía que sería la mejor madre del mundo. Soñaba con acunar a un pequeñín que se pareciera a ellos, con sus primeros pasos, su primer día de cole… A veces se convencía a sí misma: “La gente vive sin hijos. Será mi destino. Si Dios no me los da, será porque no los merezco”. Y buscaba en su interior algún pecado por el que fuera castigada.

Quizá las oraciones surtieron efecto, quizá el cielo se apiadó de su paciencia y fe. Un día, ocurrió el milagro en el que tanto habían creído.

Tatiana ya no llevaba la cuenta de sus ciclos, así que cuando una mañana sintió náuseas, pensó que habría cenado algo en mal estado. Pero al día siguiente, lo mismo. Luego, cocinando sopa, el olor de la carne la revolvió el estómago. “¿Será…? No, imposible”. Aun así, compró dos test de embarazo en la farmacia.

A veces anhelamos milagros y, cuando llegan, dudamos. Tatiana no lo creyó al ver las dos rayitas. Aguardó impaciente a que Borja llegara del trabajo.

“Estoy embarazada”, soltó en cuanto él entró por la puerta, enseñándole el test.

Se abrazaron y permanecieron así, hasta que las lágrimas de alegría se secaron.

Borja no la dejaba coger peso, ni ir a la compra sin él para evitar que cargara bolsas. “¿Cómo te encuentras?”, le preguntaba cada dos por tres.

“Deja de agobiarme. Hay mujeres más mayores que yo que dan a luz”, se quejaba ella.

“Las demás me importan un bledo. Solo quiero que estés bien tú y nuestro bebé”, decía él, besándola. “Además, me encanta cuidaros”.

Cuando la barriga se notó, vecinos y compañeros no pudieron evitar opinar. Algunos se alegraban sinceramente; otros, no disimulaban sus críticas.

“¿Habrán recurrido a la fecundación in vitro?”, susurraban.

“No nacerá, o saldrá mal”, soltó una vecina en el banco de la plaza. Tatiana se alejó rápidamente, acariciando su vientre y murmurando: “No les hagas caso. Serás la niña más bonita e inteligente”. Ya sabía que sería una niña.

Antes evitaba las secciones infantiles, pero ahora entraba sin miedo a elegir la mejor ropita. En casa, la desplegaba y la admiraba, imaginando a su hija con esos vestiditos. Los olía. Aún conservaban aroma a tienda, pero eran suyos.

Cuando llegó el momento, acordaron una cesárea en la mejor clínica. No querían sorpresas. Habían esperado demasiado. La niña nació sana. No pasaba un día sin que dieran gracias al cielo por aquella bendición.

Tatiana no tuvo leche, así que compraron las mejores leches artificiales. Podían pasar horas mirando a la pequeña dormir. Luego vinieron los primeros dientes, las primeras palabras, los primeros pasos. Borja le propuso que no volviera a trabajar. Él ganaba bien; que se quedara en casa con la niña.

“Nada de guarderías, que solo traen enfermedades”.

Su hija se convirtió en el sentido de su vida. Lucía creció rodeada de amor, una niña guapa y tranquila que no daba problemas.

Al final, uno se acostumbra hasta a la felicidad y deja de notarla.

Lucía ya iba al colegio. Una tarde, mientras hacía los deberes, Borja leía el periódico y Tatiana preparaba la cena. Al ir a cortar verduras para la ensalada, se dio cuenta de que no tenía mahonesa.

“Borja, voy un momento al supermercado”.

“Mm”, respondió él, sin levantar la vista.

Al volver, se puso manos a la obra con la ensalada. Pero al ir a llamar a Lucía, no estaba.

“Borja, ¿dónde está Lucía?”.

“Ha ido un momento a casa de Nadia”.

“¿Hace mucho?”.

“En cuanto te fuiste”.

Tatiana miró el reloj: las seis y media. Dicen que en esos momentos las madres sienten una inquietud, un presentimiento. Pero ella no sintió nada. Nadia vivía en el portal de al lado. ¿De qué preocuparse? Podría ir a buscarla en cualquier momento.

Cenaron sin esperarla. Después, Tatiana llamó al fijo de Nadia. Respondió su madre.

“Hola, soy la madre de Lucía. Es hora de que vuelva”, dijo Tatiana.

“Pero si no está aquí. Pensamos que no la habíais dejado venir. ¿Pasa algo?”.

“¿Cómo que no?”, exclamó Tatiana, dejando caer el teléfono.

Borja saltó del sillón.

“¿Qué ocurre?”.

“Lucía no ha ido a casa de Nadia…”, balbuceó ella, con los labios tiesos.

Se vistieron a toda prisa y salieron a la calle. En otoño anochece pronto; las farolas ya estaban encendidas. Recorrieron el barrio gritando su nombre, preguntando a vecinos… pero Lucía había desaparecido sin dejar rastro. Nadie la había visto. Borja llamó a la policía.

“No se preocupen, encontraremos a su hija. Vuelvan a casa, por si acaso regresa”, les dijo un agente con voz calmada.

Esperaron, sobresaltándose con cada llamada. Pero Lucía nunca apareció. Tatiana no dormía, solo breves cabezadas. Las pesquisas continuaron días, sin resultado.

Se prohibía pensar en lo peor, aferrándose a la esperanza. Pasaron meses. Borja y Tatiana dejaron de hablarse, de mirarse, para no ver su propio dolor reflejado en el otro.

Borja encaneció, encorvado como si cargara un peso insoportable. Se quedaba hasta tarde en el trabajo. Parecía que, solos, el dolor era más llevadero que juntos.

Tatiana llamaba a menudo a la comisaría, preguntando por avances. El agente evitaba su mirada, murmurando excusas.

Empezó a trabajar para distraerse. Al principio, sus compañeras evitaban hablar de hijos delante de ella. Pero al acercarse la Navidad, comentaban regalos, disfraces… Tatiana se levantaba y salía de la sala.

“¿Qué, ahora nosotras también tenemos que olvidarnos de nuestros hijos?”, protestaban algunas.

Llegaba a casa y estallaba contra Borja.

“Es culpa tuya. ¿Por qué la dejaste ir? Si no fuera por ti, estaría aquí…”.

Él call

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