Hijo expone a debate público asuntos familiares

—Mamá, ¿has visto lo que tu hijo ha publicado sobre ti? —La voz de Lucía temblaba de indignación, el teléfono casi se le escapaba de las manos—. ¡No, no sobre mí, sobre ti! ¡Valentín! ¡Tu Valentinito! ¡Lo ha subido a las redes!

María del Carmen se dejó caer lentamente en la silla de la cocina, apretando el auricular contra su oído. Algo le retorció el estómago con la misma fuerza que cuando los médicos le dieron el diagnóstico a Manuel. Solo que ahora era peor.

—¿Qué ha escrito, Lucita? —susurró, aunque ya intuía que no iba a escuchar nada bueno.

—¡Es un testamento entero! Dice que has sido una madre controladora, que no le dejaste vivir, que por eso no tiene vida amorosa… ¡Mamá, no puedo ni seguir leyendo! ¡Y los comentarios! ¡Dios mío, lo que pone la gente!

María del Carmen cerró los ojos. La cocina se oscureció a su alrededor; solo el frigorífico seguía zumbando, como todas las noches. En la mesa, la cena de lentejas con chorizo se enfriaba— Valentín no había llegado, aunque las había preparado como a él le gustaban, con un poco de pimentón.

—Mamá, ¿me escuchas? —la voz de Lucía sonó preocupada.

—Sí, hija. ¿Qué dicen en los comentarios?

—No quiero repetirlo. Mejor no lo leas, ¿vale? Con tu corazón… ¿Quieres que vaya?

—No hace falta, cariño. Es tarde, tienes que acostar a los niños. Yo… ya lo hablaré con él.

Colgó el teléfono y se quedó inmóvil. Fuera, el atardecer de octubre pintaba el cielo de morado; las farolas del patio se encendieron. Un niño lloraba en algún lugar, una puerta del portal se cerró de golpe. Sonidos de una noche cualquiera, mientras todo dentro de ella se desmoronaba.

Valentín llegó pasadas las once, oliendo a cerveza y tabaco. María del Carmen lo esperó en el recibidor, observando cómo se quitaba los zapatos sin mirarla.

—¿Cenarás? —preguntó en voz baja.

—No tengo hambre. —Colgó la chaqueta y siguió evitando su mirada.

—Valentín…

—¿Qué? —se volvió de golpe, y ella vio algo extraño en sus ojos. ¿Rabia? ¿Vergüenza?

—¿Por qué escribiste eso?

Él calló, frotándose el puente de la nariz. María del Carmen notó de repente lo mayor que parecía últimamente. Treinta y dos años, y ella aún lo veía como el niño que volvía del colegio contando peleas y suspensos.

—Mamá, no quería hacerte daño —dijo al fin—. Es solo que… estoy en un mal momento. Con Laura terminamos, hay líos en el trabajo. La psicóloga dijo que debía hablar de mis heridas de la infancia.

—¿Heridas? —replicó ella—. ¿Qué heridas, Valentín? ¿Qué te hice?

—Mamá, tú siempre fuiste… demasiado protectora. ¿Recuerdas cuando en la universidad me llamabas todos los días para preguntar si había comido? ¿O cuando conociste a mi compañera de piso y le pediste que me vigilara?

María del Carmen se apoyó en la pared. Claro que recordaba a Marta, una chica buena, de familia humilde. Le llevaba empanadas caseras y le rogaba que le diera de comer a Valentín si se olvidaba. ¿Qué había de malo en eso?

—Y los fines de semana —siguió él, entrando en el salón—, venías con ollas de cocido, me lavabas la ropa… Los demás se reían de mí.

—Solo quería ayudarte —susurró—. Después de que tu padre murió…

—¡Exacto! —saltó Valentín—. Nos ahogaste con tu amor. Lucía se casó y se marchó, pero yo…

—¿Y tú qué? ¿Te prohibí algo? ¿Te impedí casarte?

Él se dejó caer en el sofá, cubriéndose la cara con las manos.

—Mamá, no lo entiendes. Nunca dijiste “no”, pero siempre estabas ahí. Mis novias se sentían desplazadas. ¿Para qué las querían, si ya tenías una madre que hacía todo por mí?

—¿Laura también pensaba así?

—Laura —respiró hondo— me dijo que era un inmaduro. Que a mis treinta y dos años vivía contigo como un adolescente. Que necesitaba ser independiente.

María del Carmen entró en la cocina y encendió el hervidor. Las manos le temblaban al colocar las tazas. Valentín la siguió, apoyándose en el marco de la puerta.

—Mamá, no quería herirte. Pero necesitaba soltarlo. En internet era más fácil. La gente comparte sus historias…

—¿Y qué te aconsejaron? —preguntó ella sin volverse.

—Unos dicen que me independice. Otros, que ponga límites. Algunos cuentan que viven lo mismo.

Ella sirvió el té, añadió azúcar. Recordó cómo, veinte años atrás, preparaba la infusión para Manuel cuando la quimio lo dejaba sin fuerzas. Cómo él le pedía que no se moviera, apretándole la mano: «Mari Carmen, prométeme que cuidarás de los niños. Que no les faltará de nada».

—Mamá, ¿qué te pasa? —Valentín se acercó alarmado—. ¿Estás llorando?

No se había dado cuenta de las lágrimas. Las secó con la manga de la bata y lo miró.

—Valentín, quizá tengas razón. Tal vez fui… demasiado. Pero tenía miedo. Después de perder a tu padre, temí perderlos a ustedes. No quería fallar.

Él la abrazó torpemente.

—No fallaste. Somos adultos sanos. Pero ahora necesito aprender a valerme por mí mismo.

—¿Te irás?

—No lo sé. Quizá.

Bebieron el té en silencio. María del Carmen lo observaba, imaginando la casa vacía. Nadie a quien despertar, nadie para quien cocinar. Daba miedo… pero también una extraña libertad.

—¿Qué dijo Lucía? —preguntó Valentín.

—Se enfadó mucho. Quería venir a defenderme.

—Claro, ella siempre defendiendo a los suyos. —Esbozó una sonrisa torcida—. Mamá, ¿no estás enfadada?

Ella lo pensó. Le dolía, la avergonzaba. Quería defenderse, demostrar que fue buena madre. Pero la rabia no llegaba.

—No, hijo. Quizá me ayudaste a entender algo.

—¿El qué?

—Que yo también tengo derecho a vivir. Solo tengo cincuenta y ocho. No es tanto.

Él la miró sorprendido.

—¿En qué piensas?

—Pues… Teresa del trabajo lleva años invitándome a su grupo de teatro amateur. Siempre dije que no, pero… ¿por qué no?

—¡Eso es genial, mamá! ¡Apúntate!

—Y otra cosa… —dudó—. Nicolás, el del tercero, me lleva invitando al cine años. Tenía miedo de que te molestara.

—¡Mamá! —Valentín casi se atraganta—. ¡Es estupendo! Es un hombre formal, viudo. Y no bebe, tiene su piso en orden…

—¿Cómo sabes eso?

—Fui a ayudarle con la tele. Habló de ti. Dijo que quería conocerte mejor.

María del Carmen sintió el rubor en sus mejillas. ¡Vaya! Ni sabía que su hijo conocía sus pretendientes.

—Tal vez deberías irte —dijo de repente.

—¿En serio?

—En serio. Si encuentras algo asequible. Pero… visítame, ¿eh?

—¡Claro! Y aprenderé a cocinar. Ya busco recetas en

Rate article
MagistrUm
Hijo expone a debate público asuntos familiares