**Esposo a Medio Tiempo**
—¡Fantástico! Le hiciste un bebé a tu esposa y ahora te escondes bajo las faldas de mamá. No, hijo mío, así no. No voy a ocultarte.
—¿Ocultarme? No es para siempre… Solo necesito respirar, ¿entiendes? Allí grita, llora, se disculpa y vuelve a gritar. ¡Mis nervios están tan al límite que hasta la respiración ajena me saca de quicio!
—Respirarás en el otro mundo —soltó Tamara, avanzando con determinación—. Te casaste, así que aguanta. Esto no es un campamento de verano, es una familia. ¿O creías que pasarían la vida yendo de discoteca en discoteca y viendo pelis?
Mateo desvió la mirada y encogió los hombros, perdido. Quería decir algo, pero no encontró las palabras. Bajó su bolsa al suelo, como si aún planeara colarse en el piso de su madre, a pesar de sus protestas.
Tamara se plantó firme.
—¡No! Ni dormir aquí ni cenar. Si no te vas tú mismo, llamaré a la policía. En serio. Mira qué cansado está…
Mateo siempre había sido así. Miraba con culpabilidad, pero en sus ojos brillaba un destello de resentimiento.
…Desde pequeño, su hijo había sido un maestro del escapismo. Mientras su hermano mayor sudaba en la huerta, él se quejaba de dolor de barriga y fingía fiebre. Tamara lo llevó de médico en médico hasta que entendió que su pequeño era puro teatro y astucia.
Una vez, cuando volvió a “enfermar” antes de un examen, ella lo sacó de la cama a la fuerza. Él lloriqueó, protestó y se quejó, pero al final tuvo que ir.
—Si me muero, será tu culpa —refunfuñó, sonándose la nariz—. La señora Ana te regañará por mandarme enfermo. A ti, no a mí.
Tamara se rió, aunque ya sabía que no era gracioso. Mateo podía pasar horas construyendo castillos con piezas, pero recoger su plato era una tragedia cósmica. Solo hacía los deberes tras un grito. Ante cualquier problema, corría a mamá con ojos de cachorro abandonado.
Y, aunque ella intentó cortar ese comportamiento, su hábito de esquivar responsabilidades nunca desapareció.
Carla, su esposa, tenía un carácter complicado. Al principio era dulce, tierna y cariñosa. Hasta le llevaba el café a la cama.
—Mamá, así es como quería a mi mujer —compartió Mateo con orgullo.
Pero Tamara no era tonta. Sabía que al principio todos muestran su mejor versión. Además, Carla solo tenía veintiún años. Sin experiencia, pero con ganas de agradar.
Bastó una cena para que Tamara viera el volcán tras la máscara. Cuando Mateo pidió un tenedor en vez de una cuchara, Carla se levantó, pero resopló molesta. Cuando él la llamó “caprichosa” en broma, ella sonrió, pero arqueó una ceja.
Y cuando la sobrina de Tamara criticó la ensalada, Carla se levantó bruscamente.
—¡Uy, se me olvidó llamar a mi madre! —dijo, escapando a la cocina.
Tamara sospechó que no llamó a nadie. Allí dentro solo había silencio.
—Ten cuidado con ella, hijo. ¿Seguro que es lo que quieres? —susurró Tamara cuando Carla se fue—. No es mala chica, te conviene alguien que te empuje, pero…
“Pero no entiendes en lo que te metes”, pensó, aunque no lo dijo en voz alta.
—Mamá, estamos bien. Eres demasiado dura con ella. Es emocional, pero eso no es un problema —se defendió Mateo.
No un problema… Para Tamara no lo era. Incluso lo veía positivo. Carla tenía carácter, sí, pero era decidida. Sabría llevarlo.
El problema era si Mateo estaba preparado. Y la respuesta fue clara: no lo estaba.
A los seis meses de casados, llegaron con una tarta y sonrisas de oreja a oreja.
—¡Mamá, serás abuela!
Tamara casi se atraganta. La garganta se le cerró y las manos le sudaron al instante. Se ajustó las gafas y los miró fijamente. Brillaban como si hubieran ganado la lotería.
—¿En serio? —saltó Tamara—. ¿Ni un año juntos y ya con hijos?
Mateo levantó las cejas, sorprendido por su reacción. Carla bajó la mirada, frunciendo el ceño. Era inútil discutir.
—¿Y qué? Somos marido y mujer, tenemos una familia —masculló Mateo.
Tamara suspiró hondo. ¡Eran dos críos! ¿Para qué querían un tercero? No tenían idea de lo que era caer rendido de cansancio bajo la ducha. Pero no sugirió alternativas. Ya la culparían a ella. Si había pasado, que asumieran.
“De todos modos, no depende de mí”, pensó. Pero se equivocó. El volante terminó en sus manos.
¿Cómo? Poco a poco. Primero fue una costumbre entrañable. Mateo empezó a ir a comer a casa de su madre. Decía que la extrañaba, que ahora valoraba su cuidado. Luego se sinceró.
—Es que a Carla todo le da náuseas. La carne, el pescado, hasta los huevos. Solo come ensaladas. Y yo no soy un monstruo, quiero comer algo decente —confesó.
Y empezó a ir también a cenar.
Tamara no protestó. Creía que así ayudaba a ambos. Menos cocina para Carla. Y un hombre bien alimentado es un hombre feliz.
Pero Mateo fue más lejos.
—Esta mañana me volvió loco —se quejó—. Se rompió una uña antes de ir al cumpleaños de su amiga. No paraba de preguntar si era vergonzoso. ¿Y yo qué sé? A mí me da igual, ni lo hubiera notado.
Tamara escuchó, suspiró y asintió. Él hablaba de su estrés laboral, de cómo Carla lo despertaba de madrugada para hablar y no dejaba dormir. De cómo recorrió media ciudad buscando fruta del dragón porque a ella le apetecía algo exótico.
Con el tiempo, Tamara se enfadó. No con Carla. Con su hijo. Ella recordaba bien el embarazo y lo crucial del apoyo masculino. Pero Mateo se distanciaba cada vez más. Pasaba las noches con su madre: viendo series, jugando a videojuegos o simplemente “descansando en silencio”.
—Ayer fue el colmo… Carla montó un drama porque compré el yogur equivocado. Odia el melocotón, quería fresa. Dijo que no la escucho —se lamentó Mateo.
—¿Y seguro que la escuchas? —Tamara alzó una ceja.
Él se encogió de hombros. Una semana después, llegó con una maleta.
—Ella se fue con su madre. Necesitamos un respiro, o esto acabará en divorcio.
Tamara lo miró con desaprobación. Esa noticia no le gustó nada.
—Te divorciarás si sigues huyendo. Da media vuelta y vuelve con ella. Lo está pasando mal. Necesita apoyo, aunque te regañe. ¿Eres su marido o qué? ¡Tu lugar está a su lado!
Y entonces empezó el drama. Mateo se quejó de los miedos de Carla, de acompañarla a tantas ecografías, de tener que calmarla. Hasta soltó que él mismo pensaba en divorciarse…
Tamara captó al instante su intención. Quería que ella lo consintiera, que lo acogiera. Pero no. Jamás apoyaría su irresponsabilidad.
—¿Qué esperabas? ¿Que todo sería color de rosa? ¡Lleva a una personita dentro! No es fácil. Cuando estaba embarazada de ti, yo también quería tirarme por la ventana. Lloré hasta por un anuncio de champú.