Estaba junto a la ventana de la habitación del hospital donde mi madre estaba ingresada. Ella yacía detrás de una cortina. El aire olía a goma y a algo rancio, como si el tiempo se hubiera estancado allí.
En su sueño, mi madre llamaba a mi hermano, a mi abuelo… pero mi nombre nunca salía de sus labios. *”Otra vez”*, pensé, conteniendo el nudo en la garganta. Recordé cuando, de pequeña, mamá contaba entre risas a sus amigas cómo había conseguido el certificado de embarazo y, con él, un piso en Madrid.
—¿Quién es usted? —preguntó de repente una enfermera al entrar, recogiendo jeringas usadas.
—Yo… —tragué saliva. Las palabras no salían.
En mi cabeza solo resonaba una voz, la de mi madre, repitiendo una y otra vez: *”¡El certificado! ¡El certificado!”*.
Así fue como entré en esta familia: no como una hija, sino como *”un trámite para la vivienda”*.
Tenía unos seis años cuando mamá enseñaba orgullosa el piso a unos invitados:
—Doce metros cuadrados por persona: tu padre, yo, Pablo y… esto.
Su dedo apuntaba directo a mi cara. Yo sonreía, porque un niño solo busca calor, cariño, y yo estaba dispuesta a ganármelo con risas, aunque fuera un destello de atención.
A los ocho, patinando por la plaza Mayor, me caí y me rompí la pierna. Fue una fractura complicada, necesité cirugía. Meses después, llegó el dinero del seguro. Recuerdo a mamá hablando por teléfono, eufórica:
—¡Al menos la niña se rompió la pierna para algo! Con lo que nos ha dado, nos hemos comprado un armario precioso. ¡Para toda la vida!
Ahí lo entendí: hasta mi dolor tenía un valor contable para ellos.
—Tú no eres una hija, eres una inversión —se reían mis padres.
Y así, poco a poco, dejé de buscar su mirada.
Me casé y me fui de casa.
—¡Por fin tendremos un cuarto libre para Pablo! —fue lo único que escuché en lugar de felicitaciones. De regalo, una postal sin firma.
Cada nuevo desprecio hacía que mi corazón se encogiera un poco más, hasta que solo quedó un vacío helado dentro de mí.
Dejé de llamarles. No por orgullo, sino porque entendí que, para ellos, jamás había existido.
Hoy, en el hospital, el silencio era denso. Mamá respiraba con dificultad. De pronto, movió un dedo y murmuró:
—El certificado… ¿dónde está?
Me estremecí. Otra vez esa palabra.
—Aquí. Estoy aquí —susurré.
—¿Dónde está mi documento? —se agitó—. ¿Dónde está el papel del piso?
Se movía como si buscara un formulario, no a su hija. Por un instante, clavó los ojos en mí, pero su mirada me atravesó como si fuera de cristal. Y volvió a girarse.
Miré por la ventana, donde la luz naranja de una farola cortaba la oscuridad, y grité en un susurro:
—Uni-ver-so… dime que no soy accidental. Que existo. ¡Que estoy viva!
No hubo respuesta.
Entonces recordé algo que leí una vez: *”No hay noche más oscura que un corazón roto por falta de amor. Pero en esos pedazos rotos cabe el amor verdadero”*.
Y por primera vez, dejé que el llanto me sacudiera. No un sollozo tímido, sino una tormenta de lágrimas que arrasó con la etiqueta de *”trámite”*. En medio del dolor, sentí que, al fin, era real.
Al amanecer, mamá abrió los ojos.
—El docu… ¿dónde…?
Contuve la respiración.
—Aquí —respondí con una calma que no reconocía, mientras algo dentro de mí se soltaba—. Pero no soy un papel. Soy tu hija, Lucía.
En ese momento, algo cambió. Entendí que el amor no es un trueque, sino un río que decide brotar, aunque nadie lo espere.
Salí del hospital con el alma ligera. Sin planes, sin rencor. En el parque del Retiro, el sol filtraba entre los árboles, pintando el suelo de claridad. *”Qué luz más hermosa”*, pensé, deteniéndome para sentirla en la piel.
Una niña dejó caer su helado y rompió a llorar. Le tendí el mío.
—¿Quién eres? —preguntó, sorprendida.
Sonreí, sintiendo cómo el pecho se me expandía como el cielo.
—Soy Lucía. Solo Lucía.
Dentro de mí, una luz cálida se encendió. El pasado quedaba atrás. Escuché el piar de los pájaros, las risas, el crujir de las hojas… *Estaba viva*.
Al volver al hospital, mamá dormía. Tomé su mano sin esperar nada. El sol que llevaba dentro ya brillaba, sin pedir permiso.
Y así, esos metros cuadrados que tanto importaron se convirtieron en una habitación sin paredes. Porque los límites están en nosotros, y solo nosotros decidimos cuándo derribarlos para dejar pasar la luz.