La Joven Valiente

En cualquier lugar donde apareciera Lolita, llamaba la atención al instante. Iba tan estrafalariamente vestida que todo el personal de la tienda donde trabajaba como cajera—una mujer treintañera, pelirroja y con curvas—se moría de risa en silencio. Y por si fuera poco, adoraba lo dulce. Frente a la caja registradora siempre había una bolsita de caramelos. Su debilidad por la bisutería y la ropa colorida claramente superaba cualquier atisbo de sentido común.

Los clientes solían quedarse paralizados al ver a aquella dama sentada tras la caja, con su melena pelirroja alborotada hasta el cielo y adornada con lazos, horquillas chillonas y cintas. Lolita siempre llevaba blusas imposiblemente llamativas (¿dónde las encontraba?), pañuelos estridentes y un anillo en cada dedo. ¡Como dicen por aquí: ¡Navidad todo el año!

Pero lo mejor de su carácter era su incapacidad total para guardar rencor. Por mucho que se burlaran de ella, por mucho que le insistieran en vestirse con más “corbata y chaqueta” y menos azúcar, ella solo soltaba una risa despreocupada, agitaba la mano—cubierta de sortijas—y se llevaba otro caramelo a la boca.

Eso sí, trabajaba como los ángeles. Rápida, amable, sonriente, con palabras cálidas. Los clientes se iban felices, calentitos por la sonrisa blanca y generosa de Lolita, sus deseos de salud y amor, y en su próxima visita iban directos a su caja, donde brillaba y relucía en todo su esplendor la alegre cajera pelirroja.

Ni una queja, ni un reproche. Solo agradecimientos. La felicitaban por su trabajo impecable, pero ella se negaba en redondo a cambiar de estilo o quitarse las chucherías. Así que no les quedaba más que aguantar sus rarezas.

Nadie sabía que, en su alma, Lolita cargaba con un miedo escondido, y en su bolso, con un taser.

Años atrás, una noche tarde, unos chavales la habían atacado, robándole el móvil, el dinero y las joyas mientras la golpeaban. Recordaba cómo, bajo la lluvia, había arrastrándose hacia casa, limpiándose sangre y lágrimas, sintiéndose impotente y rota…

Desde entonces, el taser fue su fiel compañero. Sin contarle a nadie lo sucedido, Lolita ocultaba su terror bajo esa fachada de alegría y ropa de feria. Temía a los chicos jóvenes y a la oscuridad. Pero nadie lo sabía, creyendo que solo era una locuela sin sustancia.

Hasta que llegó su momento heroico.

Un día libre, decidió dar una vuelta por Madrid para mirar ropa nueva. ¿Qué más podía hacer una mujer soltera e independiente? Consentirse un poco. Iba en el autobús, soñando con sus posibles compras, tan ensimismada que ni se fijó en los tres jóvenes—casi críos—que subieron en una parada.

El autobús atravesaba una zona solitaria del parque cuando, de repente, los chicos saltaron de sus asientos, sacaron navajas y gritaron:

—¡Quietos todos, cabrones! ¡Dinero, móviles y bisutería, rápido! ¡Os rajamos si os movéis!

Uno le puso el cuchillo al conductor, mientras los otros dos empezaron a desvalijar a los pasajeros. Aterrorizados, estos obedecían sin rechistar.

Lolita, al darse cuenta, sintió que el viejo miedo viscoso la envolvió otra vez. Aferrándose al bolso, trató de controlar el pánico. En su cabeza retumbaba:

—Otra vez… ¿Por qué a mí? Dios mío, ayúdame…

Recordó aquella noche oscura, los golpes, los insultos, su impotencia… Y entonces, el miedo se convirtió en rabia. Rabia contra sí misma, contra los pasajeros que se dejaban robar como corderos.

En situaciones difíciles, a Lolita siempre la salvaban los caramelos. Un par de ellos, y la solución aparecía. Así que, mecánicamente, metió la mano en el bolso buscándolos… pero encontró el taser.

Lo que hizo después ni ella misma se lo esperaba.

Agarró el taser, lo encendió y, cuando el ladrón se acercó, sacó el brazo de un tirón y lo clavó en su estómago—justo donde el estúpido dibujo de su camiseta—descargando todo el voltaje.

El chaval gritó, cayó al suelo y se quedó tieso. Nadie entendió nada. Lolita, con cara de susto, escondió el arma rápidamente, aunque el señor a su lado tosió disimuladamente, conteniendo una sonrisa.

El segundo ladrón corrió hacia su compañero, se agachó… y recibió una descarga en el cuello.

El conductor, espabilado, frenó en seco y redujo al tercero, mientras los pasajeros—ahora valientes—ayudaron a amarrar a los malhechores.

La policía no podía creer que una mujer regordeta, con una blusa de flores estridentes y lazos ridículos en el pelo, hubiera neutralizado a los criminales.

En el trabajo, Lolita no dijo ni pío. Pero notó algo: ese miedo pegajoso que la perseguía desde hacía años… por fin se había esfumado. Esa noche, caminó a casa por una calle oscura sin temblar.

La condeñaron con una placa por su valor, dejando a todos en la tienda boquiabiertos. El capitán de la policía que le entregó el premio le sostuvo la mano mucho más tiempo del necesario, mirando a esos ojos azules—casi tiernos—de la heroína avergonzada. Y lo curioso: a él no le importaron ni los anillos excesivos ni la blusa hortera…

Él solo vio a una MUJER.

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