La lluvia caía con fuerza en Madrid cuando la multitud se agolpaba a la salida del metro. Quienes tenían paraguas se detenían en las puertas para sacarlos de sus bolsos, mientras los demás, sin protección, dudaban en salir. Pero la gente empujaba desde atrás, obligándolos a enfrentar el aguacero.
—Saca el paraguas—dijo Álvaro, ya bajo la cortina de agua, mirando con fastidio hacia las puertas del subterráneo.
—No lo traje—respondió Lucía, desconcertada, incapaz de resistir el empuje de la gente.
—Te avisé esta mañana que llovería—replicó él, irritado.
—Iba tarde, me despisté… Podrías haberlo traído tú. Además, tu paraguas es grande, cabríamos los dos—contestó ella, defendiéndose.
—Bueno, no somos de azúcar, no nos vamos a derretir—masculló Álvaro, alejándose con paso decidido. Lucía apenas podía seguirlo.
—Precisamente por eso, porque es grande. Ayer lo cargué todo el día y ni una gota. El tuyo es plegable, ¿por qué ni siquiera lo sacaste del bolso?—refunfuñó él mientras caminaban.
—Lo estaba secando…
Discutían, alzando la voz para superar el estruendo de la lluvia.
—Siempre tienes excusas para ti, pero a mí me echas la culpa de todo—protestó Lucía, agotada de la pelea.
—No te estoy culpando, solo dije…
—Lo dijiste de una manera que me sentí culpable de nuevo. ¿No podrías decirlo sin reproches? O mejor, callarte. Estoy harta de tus quejas. Conviertes cualquier tontería en un drama mundial—dijo ella, dolida.
—¿Lluvia torrencial es una tontería?—preguntó él sin volverse—. Solo dije…
—¡No empieces otra vez! Basta—lo interrumpió Lucía, jadeando por el paso rápido, su voz temblorosa.
Álvaro siguió refunfuñando, pero ella ya no respondió. Pronto él también calló. Lucía sabía que estaba equivocada, y encima esta maldita lluvia… La ropa se le pegaba al cuerpo, el agua le escurría por el cabello.
¿Cuándo había empezado esto? Pequeñas discusiones, reproches constantes. ¿O siempre fue así? Quizá. Antes ella cedía, apagaba la chispa antes de que se convirtiera en llamas.
Un hombre se acercaba en dirección contraria. Tampoco llevaba paraguas, pero caminaba como si disfrutara del agua, las manos en los bolsillos del vaquero. El corazón de Lucía latió con fuerza antes de que sus ojos reconocieran a Diego.
No podía apartar la mirada de su rostro. Él también la miró, pero al cruzarse, desvió la vista. ¿Qué significaba eso? ¡Era él! No podía equivocarse. Pero había pasado de largo, ni siquiera un saludo. ¿Y si se había confundido? Podría ser cualquiera. Respiró hondo, como si hubiera estado conteniendo el aliento. Las lágrimas asomaron, pero su rostro ya estaba mojado por la lluvia.
—¿Lo conoces? ¿Por qué te miraba así?—Álvaro se inclinó, intentando leer su expresión.
—No. Me habré equivocado—mintió Lucía después de una pausa.
«¿Por qué fingió no reconocerme?», la pregunta le desgarraba el alma.
—Mientes. Se miraron como si… Parecías haber visto un fantasma.
«Y así fue», pensó ella, pero dijo:
—Se parece a un compañero de la universidad. Me equivoqué. Viste que ni me saludó—fingió calma, aunque por dentro hervía—. ¿Me estás celando?—Intentó bromear.
—Pareces alterada—insistió Álvaro.
—¡Basta de interrogarme! ¡No lo conozco!—estalló Lucía, sin poder contenerse.
«Tiene razón, vi un fantasma. ¡Intenté olvidarlo! Pero si él quiso ignorarme, yo haré lo mismo. Me traicionó…»
—Confiesa que hubo algo entre ustedes. Reaccionas demasiado—preguntó Álvaro con falsa indiferencia.
—¿Qué quieres lograr? Déjalo ya—suplicó ella.
Al fin llegaron a casa.
—Yo entro primero a la ducha—dijo Lucía al entrar, escurriéndose hacia el baño.
Él murmuró algo, pero ella abrió el grifo para no oírlo. «¡Qué aspecto! Y él me vio así. No me extraña que pasara de largo. Maldita lluvia…», pensó, examinándose en el espejo.
Se quitó la ropa empapada, la arrojó a la lavadora y volvió a mirarse. Su figura seguía esbelta, el busto firme, sin arrugas. Sus pestañas negras y espesas eran un regalo de la naturaleza. «Al menos no llevaba rímel, parecería un mapache. No estoy mal…», se consoló. «Pero él cambió, maduró, sus facciones se endurecieron…»
Entró en la ducha. El agua caliente aliviaba la tensión, pero no lograba borrar los recuerdos…
***
Lucía se acercó al tablón de anuncios. Los aspirantes abarrotaban el lugar. Entre tantos cuerpos, no veía nada.
—¡Déjenme pasar!—empujó, impaciente.
—Adelante—cedió su lugar un joven.
Encontró su nombre en la lista, pero la empujaban, perdiendo la línea una y otra vez. No había error: estaba admitida. Al salir de la multitud, alguien habló:
—Enhorabuena.
Era un chico desconocido.
—Gracias. ¿Tú también entraste?—preguntó alegre.
—Sí. Estudiaremos juntos.
—Genial—sonrió ella.
En septiembre se encontraron como viejos conocidos. Estaban en grupos distintos, pero coincidían en clases y en el comedor. Diego la miraba, sonreía, pero no daba el paso. «Hola. ¿Qué tal? Adiós». Eso era todo.
El primer curso terminó, llegaron los exámenes. Lucía salió de la facultad y vaciló. Una tormenta se cernía sobre la ciudad. «¿Espero? ¿O llego a casa antes de que empiece?».
—¡Vaya!—Diego apareció a su lado.
—¿Tienes paraguas?—preguntó ella.
—No. Démosle prisa.
Pero a los trescientos metros, empezó a llover.
—Corre, mi casa está cerca—él la tomó de la mano y echaron a correr.
Al llegar al portal, estaban empapados.
—¿Hay alguien en tu casa?—preguntó Lucía, subiendo tras él.
—Mi madre—dijo él, pero al ver su cara de pánico, rio—. Entra. Era broma. Está trabajando. Ve al baño, te daré ropa seca.
Minutos después, le pasó una camiseta y una toalla. Cuando Lucía salió, Diego había preparado té y bocadillos.
—Te queda bien—sonrió al verla. La camiseta le llegaba a las rodillas.
Charlaron. Lucía supo que su padre había muerto, vivían solo él y su madre.
—Tienes muchos libros. ¿Lees?—preguntó, observando los estantes.
—Todos leemos. Mi padre los coleccionaba.
Luego se besaron hasta quedarse sin aliento.
—Me gustas mucho—murmuró él—. Tu pelo huele a lluvia…
—Debo irme…—se separó, reacia.
—La ropa sigue mojada…—intentó retenerla.
Pero ella se vistió apresuradamente. No quería irse, pero temía dónde acabarían esos besos. Todo iba