La suegra se quedó en verano
—Carolina, ¿qué tal si me quedo con vosotros este verano? —dijo Elena Fernández, secándose las manos con el paño de cocina—. Los vecinos de arriba me han inundado el piso y ahora hay que hacer reformas. Los albañiles dicen que no terminarán hasta el otoño.
Carolina se quedó paralizada, con el cucharón en la mano, sobre la olla de cocido. ¿Un verano entero con la suegra? ¿Tres meses bajo el mismo techo? Mentalmente repasó las vacaciones de los niños, las de su marido, los planes de ir a la casa rural… Todo eso con Elena Fernández dando opiniones, consejos y poniendo esa cara de desaprobación.
—Claro, mamá —oyó decir a su propia voz—. Por supuesto, quédate. No tienes otro sitio donde ir.
—¡Magnífico! —se alegró la suegra—. No seré una carga, os ayudaré y cuidaré de los nietos. Javier se pasa el día trabajando y tú sola con los niños…
Es cierto que Javier llegaba tarde a casa, pero Carolina se las apañaba perfectamente con Diego, de diez años, y Lucía, de siete. Hasta que Elena Fernández irrumpió en su vida con sus costumbres.
Al día siguiente, la suegra empezó a poner orden. Volvió a lavar toda la vajilla porque, según ella, Carolina no aclaraba bien el lavavajillas. Reorganizó la nevera, explicando que el jamón debía ir siempre en el estante de arriba, no donde fuera. Y recogió los juguetes de los niños en cajas, guardándolos en el trastero.
—¿Para qué dejar la casa hecha un desastre? —le espetó a Lucía, que buscaba su muñeca favorita—. Después de jugar, se recoge.
Lucía se echó a llorar, y Carolina, conteniendo la rabia, fue a sacar los juguetes de nuevo.
—Elena, los niños tienen que sentirse libres en su casa —intentó razonar.
—Libre no significa como cerdos —cortó la suegra—. En mis tiempos, los niños tenían educación.
Diego, al oír la conversación, refunfuñó algo y se encerró en su habitación. Desde que llegó su abuela, evitaba estar cerca de ella, pues siempre le regañaba: por escuchar música alta, por pasar mucho tiempo con el ordenador o por hacer ruido con los amigos en la calle.
Esa noche, Javier llegó del trabajo cansado y hambriento. Carolina, como siempre, le calentó la cena, pero antes de que pudiera servirla, intervino Elena.
—Javier, ¡estás en los huesos! —se lamentó, sirviéndole un plato rebosante de cocido—. Carolina no te alimenta bien, solo comida precocinada. Mañana iré al mercado, compraré carne buena y haré pollo empanado.
—Mamá, no hace falta, tenemos de todo —intentó detenerla Javier, pero ya era tarde.
—¿Cómo que no hace falta? ¡Eres mi hijo y me preocupo por ti! Aquí os tienen abandonados… Camisas sin planchar, calcetines rotos. En mis tiempos, una esposa cuidaba de su marido como es debido.
Carolina sintió que la sangre le hervía. Llevaba todo el día limpiando, cocinando, llevando a los niños al cole y a sus actividades, y ahora le reprochaban no cuidar de su familia.
—Yo cuido de mi familia —dijo en voz baja pero firme—. Solo que los tiempos han cambiado, Elena.
—Los tiempos, los tiempos —frunció el ceño la suegra—. Pero la familia sigue siendo lo primero.
Javier no dijo nada, comiendo en silencio. Nunca se metía en los conflictos entre su madre y su mujer, prefiriendo mantenerse al margen. Eso enfurecía a Carolina más que nada: que su marido no la defendiera nunca.
Tras una semana viviendo juntos, la tensión era insoportable. Elena criticaba todo: cómo cocinaba Carolina, cómo educaba a los niños, cómo llevaba la casa. Se levantaba a las seis de la mañana y armaba ruido en la cocina, preparando un desayuno “como Dios manda”. Los niños se quejaban de que su abuela no les dejaba comer en paz, corrigiéndoles cómo sujetar el tenedor o cuánto masticar.
—Mamá, ¿por qué no vas a casa de tía Carmen unos días? —sugirió Javier durante otra discusión familiar—. Ya te ha invitado.
—¿Ahora estoy de sobra? —se indignó Elena—. ¡Ayudo, me esfuerzo, y me echáis! Carmen vive en un piso diminuto, no hay espacio. ¿Os molesto tanto?
—No es eso —mintió Carolina—. Es que…
—¿Es que qué? ¡Di lo que piensas de una vez!
—Es que tenemos formas distintas de ver la vida —respondió Carolina con cuidado—. Y criamos a los niños de otra manera.
—¡Ajá! —exclamó triunfante la suegra—. ¡Ahí está! ¿Mi forma de educar no vale? ¡Pero si Javier ha salido un hombre de provecho!
—Mamá, basta —susurró Javier, exhausto—. Estamos todos nerviosos.
—¡No es basta! —siguió Elena—. Quiero saber en qué me equivoco. ¿Por qué molesto tanto?
Carolina respiró hondo. La rabia acumulada pedía salir, pero se contuvo.
—No es que moleste —repitió—. Pero cada familia necesita su espacio.
—¡Espacio! —bufó la suegra—. ¡Para la propia madre, espacio! Qué tiempos estos…
Diego y Lucía, asustados, se escondieron en un rincón. Los niños notaban la tensión y procuraban pasar desapercibidos.
Al día siguiente, Carolina habló con ellos. Sabía que también lo estaban pasando mal.
—¿Qué tal, chicos? —les preguntó, sentándolos a su lado en el sofá.
—La abuela es rara —confesó Lucía—. Siempre nos regaña y dice que no tenemos modales.
—Y a mí me dijo que el ordenador me pudre el cerebro —añadió Diego—. Que en su época los niños jugaban en la calle, no en casa.
—La abuela está acostumbrada a otra vida —intentó explicar Carolina—. Solo quiere lo mejor para vosotros.
—Pero con ella me siento rara —susurró Lucía—. ¿Puedo comer aquí en lugar de en la cocina?
Carolina abrazó a su hija. Ella misma se sentía incómoda en su propia casa. Ya no era su refugio, donde podían relajarse y ser ellos mismos. Ahora todos caminaban de puntillas, temiendo molestar a la suegra.
Mientras tanto, Elena seguía imponiendo su orden. Lavó todas las toallas porque “olían raro”. Limpió los cristales, quejándose de las manchas. Tiró especias que, según ella, estaban pasadas.
—¿Por qué tiraste el pimentón? —preguntó Carolina al notar su falta.
—¿Para qué necesita uno esa porquería? —se sorprendió Elena—. Las únicas especias necesarias son sal, pimienta y laurel. Lo demás son inventos.
—¡Pero yo cocino con eso!
—Pues mal hecho. Os arruinaréis el estómago.
Carolina sintió que explotaría. Se encerró en el baño y dejó correr el agua para ahogar el llanto. Su casa era ahora un campo de batalla.
Esa noche, habló con su marido.
—Javi, esto no puede seguir así —dijo cuando estuvieron a solas en el dormitorio.
—Aguanta un poco, Cari. No es para siempre.
—¡Hasta el otoño! Son tres meses. Los niños están nerviosos, yo al límite, y tú solo dices “aguanta”.
—¿Qué quieres que haga? Es mi madre.
—Podrías hablar con ella. Explicarle que aquí tenemos nuestras normas.
—Ya sabes cómo es. Se ofenderá, sufrirá… Me da pena.
—¿Y