**Diario de una madre sabia: Cuando las pestañas postizas no limpian la casa**
Ay, qué día más largo. Me siento hoy a escribir porque hay cosas que pesan en el corazón y solo el papel las escucha sin juzgar. Como dice el refrán: «No compres gato en saco, que luego salta».
Vivía en nuestro pueblo una mujer trabajadora y de buen corazón, Antonia Martín. Siempre tenía las manos ocupadas: el huerto florecía bajo su cuidado, la casa relucía como un espejo, y su cocido olía a gloria. Su hijo, Javier, era un muchacho noble, con manos hábiles y un alma generosa. Pero tenía un defecto: un corazón blando como miga de pan. A cualquiera ayudaba, y con las chicas… bueno, ya se sabe.
Un día, Javier llegó a casa con una conocida: Lucía. Una chica bonita, de esas que parecen salidas de un anuncio: ojos grandes, labios pintados, pestañas como abanicos y uñas largas, brillantes. Pero como bien dicen los mayores: «La belleza no llena la olla».
Antonia, desde el primer momento, sintió un mal presentimiento. El corazón de una madre es como el olfato de un perro: huele el peligro antes de verlo. Y le susurró a su hijo:
—Hijo, esa chica no me convence. Parece que solo le importan las apariencias y el dinero.
Y no se equivocó. Lo primero que hizo Lucía fue dejar un plato sucio en el fregadero y sentarse como una reina. Antonia, acostumbrada al orden, le dijo con educación:
—Lava lo que usas.
Pero la chica ni se inmutó:
—No quiero estropearme las manos.
Antonia pensó que tal vez bromeaba. Pero no. Lavó ese plato una y otra vez, y seguía igual de grasiento.
—Javier, dime que no piensas casarte con ella—rogó Antonia.
Pero él solo sonrió, embobado:
—Claro que sí. ¡Estoy enamorado!
Ya lo dice el refrán: «El amor es ciego, y el casado, más». Pasaron unos meses, y celebraron la boda. Antonia, con el corazón apretado, les dio las llaves de su piso en el pueblo: que los jóvenes vivieran solos.
Con el tiempo, Antonia fue a visitarlos. ¡Dios mío! Lo que encontró… Polvo en los muebles, platos amontonados en la cocina y calcetines por el suelo como setas en otoño. Lucía, en el sofá, limándose las uñas, suspiró:
—Estoy en mi búsqueda personal.
Mientras, Javier cargaba con su tercer préstamo. Lucía exigía un coche nuevo, reluciente, para que todos vieran su estatus.
—¿Y quién lo va a pagar?—preguntó Antonia.
—Eso no es asunto suyo—espetó Lucía—. Mi marido debe mantenerme, y yo debo estar guapa.
En ese momento, Antonia juró en silencio: «Ni un euro más».
Pasó el tiempo, y Javier fue a verla:
—Mamá, pide un préstamo a tu nombre.
Ella, serena, respondió:
—No, hijo. Quien hace promesas, que las cumpla.
Volvió a casa y le dijo a Lucía que no habría coche. Entonces, empezó el infierno. Gritos, portazos, un escándalo que hasta los vecinos se persignaron. Lucía berreó que sin coche su vida no valía nada, hasta que Javier no aguantó más y la echó. Al poco, firmaron el divorcio.
Así que, hijos míos, recordad: «No es rico quien más tiene, sino quien menos necesita». Porque ¿de qué sirve una mujer que solo cuida sus uñas? El amor no son solo palabras bonitas, sino trabajar juntos, cuidarse. Vale más vivir con poco y en paz, que con lujos y en guerra.