La terrible verdad que cambió todo antes de partir

Antes de morir, la suegra le reveló a su nuera una terrible verdad que lo cambió todo…

—Alinita… necesito hablar contigo con franqueza. Siento que mi hora está cerca. Debes saber la verdad. Aunque después me odies —susurró María Victoria, apretando con fuerza la mano de Alina.

Alina se quedó helada. ¿”Alinita”? Desde que se casó con su hijo, su suegra solo la llamaba “estéril inútil”, “mujer fracasada” o “separadora de familias”. Nunca con cariño. Y ahora… un nombre tierno, temblor en la voz, lágrimas en los ojos. ¿Acaso la muerte obliga a la gente a enfrentar la verdad? Quizás, al final, María Victoria finalmente se arrepintió.

Alina trabajaba como enfermera en aquel hospital donde su suegra ingresó tras un infarto grave. Las probabilidades de recuperación eran mínimas —los médicos lo susurraban entre ellos. Con su exmarido, Andrés, no se veía hacía años. Quizás no había visitado a su madre, o sus horarios no coincidieron. Alina no le daba importancia. Después de que él la abandonara, destrozando su corazón y su vida, ni siquiera quería oír su nombre.

Todo empezó con el embarazo. Alina soñaba con un hijo, pero su esposo se mostraba frío. Se quejaba de que no tenían dinero, de que una familia era una carga, de que tendría que cargar con todo. Ella prometió trabajar desde casa, no depender de él, pero él solo se encogía de hombros. Y su madre… María Victoria la miraba con desprecio, insinuando que Alina “se había quedado embarazada a propósito para atar a su hijo”.

Cuando llegó el momento del parto, los médicos decidieron hacer una cesárea sin motivo médico. Alina intentó llamar a su suegra, pues era jefa de maternidad. Quizás ella podría intervenir. Pero María Victoria no respondió. Tras la operación, le dijeron: “El bebé murió en el vientre”. Fue como un cuchillo en el corazón. Su hija, a quien ya llamaba Catalina, había desaparecido. Ese día, Alina dejó de creer en el mundo, en la justicia y en el amor.

El matrimonio se derrumbó. Andrés la culpó por su “debilidad” e “incapacidad para ser madre”. Su madre lo apoyó, hiriéndola aún más. Al final, el divorcio la señaló a ella como culpable. Se quedó sola, con el corazón roto y un vacío dentro.

Y ahora, María Victoria yacía en el mismo hospital, necesitando cuidados. Ni su hijo ni su nueva esposa estaban ahí. Parecía que la vejez la había vuelto innecesaria incluso para su propia familia.
—No diga eso, María Victoria. ¡Se recuperará! —intentó negar Alina, pero la anciana solo agitó débilmente la mano.
—No… está terminado. Tú misma lo sabes. Pero eres buena mujer. Me equivoqué al no apoyarte. Al ponerme de parte de mi hijo… Debes saber, Alinita… La cesárea no fue casual.

El corazón de Alina se detuvo. Siempre sospechó que algo andaba mal. Pero oírlo ahora…
—Tu hija… no murió. La cambiaron. A tu niña… a mi nieta… la dieron en adopción a una familia adinerada.

El mundo giró. Un zumbido llenó sus oídos, las piernas le fallaron. Alina se agarró a la cama para no caer. Ya no veía a una mujer enferma, sino a quien le había robado lo más preciado.
—¿Por qué? —forzó entre dientes, la voz temblando al borde del colapso.
—Andrés no quería hijos. Lo sabías… Estaba empezando su carrera. Temía que un niño lo frenara. Que exigieras manutención si se iba. Que lo “arrastraras”. Me convenció… Yo debía arreglarlo. Hacerte creer que el bebé murió. Acepté… por su futuro. Quería que tuviera éxito. Y ahora… ante la muerte… veo mi culpa. ¿Podrás perdonarme?

—¡¿Cómo pudieron?! —gritó Alina. Las lágrimas rodaban, pero ni las sentía. —¿Dónde está? ¿Dónde está mi hija? —preguntó, cada palabra un esfuerzo. El dolor la ahogaba.
—En la mesilla… hay una libreta… La dirección está en la primera página —susurró la suegra. —Pero, Alina… él ahora es alguien poderoso. No te devolverá a la niña. Protegerá a su familia a cualquier costo…
—Eso está por verse —respondió Alina entre dientes.

Sus manos temblaban al abrir el cajón y agarrar el cuaderno. Arrancó la hoja con la dirección y salió casi corriendo.
—Alina… perdóname… —llegó un ronco susurro desde atrás.
—Dios te perdonará —murmuró ella sin volverse.

No podía quedarse junto a esa mujer. A quien arruinó sus sueños, su maternidad, su felicidad. Solo una idea ocupaba su mente: ver a su hija.

¡Cinco años y medio! Ya tan grande… Viva… Las lágrimas volvieron, pero Alina las secó y caminó rápido hacia la dirección. La calle pasó como en una niebla. Y ahí estaba, frente a las puertas de una mansión, entendiendo que no podía simplemente entrar y llevarse a la niña. Era un shock para la pequeña. Ella tenía otra vida, otra madre… Pero al menos verla… Aunque fuera un instante…

En el porche la recibió un hombre. Alto, atractivo, pero con mirada gélida. Desde el jardín llegaban risas infantiles, y el corazón de Alina se encogió. Quería correr hacia allá, hacia su hija…

—¿Viene a trabajar de niñera? —preguntó él, examinándola.

—¿Niñera? —repitió Alina, sin apartar la vista del jardín.

—¿No es así? —frunció el ceño.

—¿Sergio? —dijo ella en un hilo, y él asintió. —No vengo como niñera… Vengo por mi hija… —El rostro de Sergio palideció, tenso, la mandíbula apretada. La miró como si quisiera aplastarla. Pero Alina no retrocedió. —Es una larga historia… Por favor, escúcheme… —Las lágrimas caían, pero habló sin pausa. Contó todo: cómo su esposo convenció a su madre de deshacerse del bebé, cómo la engañaron haciéndole creer que murió. —No sabía… Pensé que ya no estaba… Tenía miedo… Y ahora…

—No le devolveré a Cata —cortó él. —Ella es mi todo. Mi vida.

Cata… Así quería llamar Alina a su hija. Las lágrimas brotaron con fuerza. Las piernas le temblaban, pero se mantuvo firme. Sergio podía echarla, llamar a seguridad… Pero calló y escuchó.

—Entre —dijo al fin. —Tomaremos té y le contaré mi historia.

Ella asintió, aunque su corazón ansiaba correr hacia la niña. Dentro de la lujosa casa, Alina sintió tristeza. Nunca podría darle a su hija tal riqueza. Ropa, juguetes, comodidades… todo lejano a su realidad. ¿Podría hacerla feliz? Sí, lo daría todo, pero ¿sería suficiente? Por el rabillo del ojo vio una habitación llena de muñecas y juguetes caros. En la cocina, con una taza de té, Sergio habló.

—Mi esposa era estéril. Soñábamos con un hijo, y de pronto llamaron del hospital. Dijeron que había una niña cuya madre la rechazó. No lo dudamos, iniciamos los trámites. La casa se llenó de felicidad. Éramos padres. Cuando Cata cumplió tres, mi esposa murió de un infarto. Fue un rayo

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