La parte que se fue con otra
Lidia Martínez se quedó mirando por la ventana hacia el jardín de al lado, donde una mujer joven tendía la ropa en el tendedero. Una extraña en la casa que debería haber sido suya. En la casa donde creció, donde pasó su juventud, donde murió su madre.
—Lidia, ¿qué haces ahí plantada? —la interrumpió su hermana pequeña, Nina, entrando en la cocina con bolsas de la compra—. El té se va a enfriar del todo.
—Nada, solo miro —susurró Lidia, apartándose de la ventana—. Cómo se pone ella de dueña y señora.
—Deja de atormentarte —dijo Nina, sacando las compras—. Lo hecho, hecho está.
—Fácil decirlo. Tú tienes tu propio piso, y yo aquí, colgada de tu cuello.
—No digas tonterías. Sabes que no me molestas.
Lidia se sentó y cogió la taza fría. El té estaba amargo, sin azúcar—ahorrar era lo prioritario—. Desde que perdió la casa, el dinero escaseaba como nunca. La pensión era miserable, y ahora tenían que vivir las dos con lo justo.
—Nina, ¿recuerdas lo que mamá nos decía del testamento? —preguntó, removiendo la cucharilla.
—Claro que sí. Que la casa sería para las dos, a partes iguales.
—Exacto. A medias. Y al final, todo fue para la hija de Valeria.
Nina se dejó caer en una silla. La cuestión del testamento les dolía a ambas como una herida abierta.
—Lidia, ya lo hemos hablado mil veces. Mamá los últimos años no estaba bien de la cabeza. Alzheimer, dijeron los médicos.
—¡Pero no firmó el testamento sola! Hubo notario, testigos… ¿Cómo permitieron que una mujer enferma lo dejara todo a una desconocida?
—Dolores no es una desconocida. Cuidó de la prima de mamá cuando estuvo enferma.
—¡Cuidó! —bufó Lidia—. Fue un par de meses, le daba las pastillas. ¿Y nosotras? ¿Acaso no estuvimos treinta años pendientes de mamá?
Nina calló. Ambas sabían que era injusto, pero nada podían hacer. Perdieron el juicio, y la casa pasó a Dolores, una pariente lejana que apareció en sus vidas cuando ya no quedaba mucho por perder.
El timbre de la puerta cortó el silenso.
—Voy yo —dijo Nina, levantándose.
Se oyeron voces en el recibidor antes de que su sobrina Lucía, hija de su difunto hermano, entrara en la cocina.
—Hola, tías —las besó en la mejilla—. ¿Cómo va todo?
—Poco a poco —respondió Lidia—. ¿Y tú? ¿El trabajo?
—Bien. Me voy de vacaciones a la playa. Quería preguntaros si necesitáis algo de dinero. Os puedo echar una mano.
Nina y Lidia cruzaron una mirada. Lucía siempre había sido una buena chica, pero aquella oferta sonaba especialmente dulce.
—Gracias, cariño —dijo Nina—. De momento nos apañamos.
—Bueno, si algo necesitáis, decídmelo. Ah, y tengo noticias. ¿Os acordáis de Dolores, la que heredó la casa de la abuela?
Lidia se tensó.
—Claro que sí. ¿Qué pasa con ella?
—¡Que la vende! Ayer vi el anuncio en internet. Pide cuatrocientos mil euros.
—¿Cómo? —Lidia se levantó de un salto—. ¿La vende?
—Sí. Dice que la casa está vieja, que reformarla sale caro, y que ella quiere un piso en la ciudad.
—No puede ser —susurró Nina—. Mamá siempre dijo que la casa debía quedarse en la familia.
—¿Qué familia? —soltó Lidia con amargura—. Una extraña se llevó la herencia y hace lo que le da la gana.
Lucía se removió incómoda.
—Tía Lidia, ¿y si habláis con ella? A lo mejor os la vende más barata.
—¿Con qué dinero? —levantó las manos—. Mi pensión son mil euros, la de Nina, mil doscientos. ¿De dónde vamos a sacar cuatrocientos mil?
—¿Y un crédito?
—¿A nuestra edad? Tengo sesenta y ocho, Nina sesenta y cuatro. ¿Quién nos presta?
Lucía suspiró.
—Qué pena. La casa era preciosa, tan grande.
—Era —repitió Lidia, como un eco.
Tras la marcha de su sobrina, las hermanas se quedaron calladas. El sol de la tarde teñía la cocina de dorado.
—Sabes qué —dijo Lidia de pronto—, voy a ir a verla. A esa Dolores.
—¿Para qué? —preguntó Nina, sorprendida.
—A hablar. A ver si le remuerde la conciencia.
—Lidia, no. Solo te vas a amargar.
—¿Qué más puedo perder? La casa ya no es mía.
A la mañana siguiente, Lidia se puso su mejor vestido y fue hacia la casa de su infancia. Solo eran dos calles, pero cada paso pesaba como una losa.
La casa estaba descuidada. La vaya torcida, la puerta chirriante, el jardín invadido de malas hierbas. A Lidia le quemó el recuerdo de lo impecable que estaba todo cuando vivía su madre.
Llamó. Abrió Dolores, una mujer entrada en los cuarenta, robusta, con cara de pocos amigos.
—Ah, eres tú —dijo al reconocerla—. ¿Qué quieres?
—Buenos días, Dolores. ¿Podemos hablar?
—¿De qué?
—Déjame entrar, por favor. Aquí en la calle no es lo mismo.
Dolores la dejó pasar a regañadientes. El recibidor olía a humedad y a platos sin lavar. Lidia sintió un pinchazo al ver las paredes de su infancia, sucias y desconchadas.
—Pasa a la cocina —gruñó Dolores.
El estado era deplorable: platos amontonados, cacerolas sucias, ventanas selladas con cinta aislante.
—Siéntate —señaló una silla—. Pero date prisa, no tengo tiempo.
Lidia se sentó con cuidado.
—Dolores, he oído que vendes la casa.
—¿Y?
—Es que… es la casa de nuestra infancia. Mi hermana y yo crecimos aquí, nuestros padres vivieron aquí. Para nosotras significa mucho.
—¿Y a mí qué?
—Quizá podrías vendérnosla a nosotras. Sé que no tenemos mucho dinero, pero podríamos pagarte a plazos…
Dolores soltó una risotada desagradable.
—¡A plazos! ¡De dos viejas sin un duro! ¿Estás en tus cabales?
—Dolores, por favor, no hables así. Aceptaremos cualquier condición.
—¿Cualquier condición? —repitió burlona—. ¿Y dónde estabais cuando vuestra madre enfermó? ¿Quién la llevaba al médico? ¿Quién le compraba las medicinas?
—Nosotras ayudábamos como podíamos…
—¡Como podíais! —la imitó—. ¿Pasaros una vez al mes con una bolsa de la compra es ayudar? ¿Quién la bañaba? ¿Quién le cambiaba las sábanas? ¿Quién velaba por ella cuando se agitaba por las noches?
Lidia bajó la mirada. Había algo de verdad en sus palabras. Los últimos años, su madre había necesitado cuidados constantes, y ellas tenían sus propios problemas: trabajo, familias, sus propias dolencias.
—Entiendo que hiciste mucho por mamá —dijo en voz baja—. Y te lo agradecemos. Pero la casa…
—¡La casa es mía por testamento! —cortó Dolores—. Vuestra madre estaba en sus cabales cuando lo firmó. Lo verificó