En cualquier lugar donde aparecía Niní, llamaba la atención al instante. Vestía de un modo tan peculiar que todo el personal del supermercado donde trabajaba como cajera —una mujer trigueña, de treinta años y curvas generosas— se moría de risa en silencio. Y encima, adoraba lo dulce. Sobre el mostrador de la caja siempre había una bolsita de caramelos.
Su obsesión por la bisutería y la ropa estridente superaba con creces cualquier atisbo de sentido común. Los clientes se quedaban paralizados al ver a aquella mujer sentada tras la caja, con su melena pelirroja inflada como un algodón de azúcar y adornada con lazos, horquillas brillantes y cintas de colores. Niní siempre iba ataviada con blusas imposibles —¿dónde las encontraba?— y pañuelos chillones, con un anillo en cada dedo. Como se suele decir: ¡Navidad todo el año!
Pero lo mejor de su carácter era su absoluta incapacidad para ofenderse. Por mucho que la ridiculizaran o le insistieran en que se vistiera con más sobriedad y dejara de comer golosinas a todas horas, ella solo soltaba una risa despreocupada, agitaba la mano —cubierta de anillos y pulseras— y se metía otro caramelo en la boca.
Trabajaba de maravilla. Rápida, educada, con una sonrisa y palabras amables. Los clientes se marchaban felices, reconfortados por aquella sonrisa blanca y cálida de Niní, sus deseos de salud y amor, y en su próxima visita iban directos a su caja, donde resplandecía como un sol la alegre cajera pelirroja.
Ni una queja, ni un reproche. Solo agradecimientos.
A Niní la elogiaban por su desempeño, pero se negaba en redondo a cambiar de estilo o quitarse las chucherías. No quedaba más que aguantar sus rarezas.
Nadie sabía que, en su corazón, Niní llevaba un miedo oculto, y en su bolso, un taser.
Cinco años atrás, una noche tarde, unos adolescentes la habían atacado, golpeándola y robándole el móvil, el dinero y sus joyas. Recordaba cómo, bajo la lluvia, había arrastrándose hacia casa, limpiándose la sangre y las lágrimas del rostro, sintiéndose aterrada e indefensa…
Desde entonces, llevaba siempre el taser.
Sin contárselo a nadie, ocultaba bajo su alegría y sus atuendos festivos aquel temor que la corroía. Le daban miedo los jóvenes y la oscuridad. Pero nadie lo sabía, creyendo que solo era una mujer excéntrica y superficial.
Hasta que un día, a Niní le ocurrió una aventura heroica.
Era su día libre, y decidió pasear por la ciudad para mirar ropa nueva. ¿Qué más podía hacer una mujer independiente y soltera? Darse un capricho. Así que allí iba, en el autobús, soñando con sus compras, abstraída.
Ni siquiera notó cuando tres chicos jóvenes, casi adolescentes, subieron en una parada.
El autobús atravesaba una zona desierta del parque cuando, de pronto, los muchachos se levantaron, sacaron navajas y gritaron:
—¡Quietos, cabrones! ¡El dinero, los móviles y las joyas, rápido! ¡Os rajamos! ¡Y nada de tonterías!
Uno le puso el cuchillo al conductor, mientras los otros dos empezaron a desvalijar a los pasajeros.
Aterrorizados, estos obedecían sin protestar.
Niní, al comprender lo que ocurría, sintió que el mismo miedo pegajoso la invadía. Aferrándose al bolso con fuerza, intentó controlar el pánico. En su mente resonaba una y otra vez:
*Otra vez… ¿Por qué a mí? Dios mío, ayúdame.*
Recordó aquella noche oscura, los golpes, los insultos, su impotencia… Y entonces, algo en ella estalló.
Se enfureció. Consigo misma, con los pasajeros mudos que se dejaban robar.
En situaciones difíciles, los caramelos siempre la habían salvado. Un par de ellos, y la solución aparecía.
Pero esta vez, al meter la mano en el bolso, sus dedos tropezaron con el taser.
Lo que hizo después ni ella misma lo entendió. Fue un acto impulsivo.
Lo agarró, lo encendió, y cuando el ladrón se acercó, sacó el brazo de un tirón y lo clavó en su estómago, justo en el plexo solar, donde lucía un estúpido dibujo en la camiseta.
El chico cayó al suelo, gritando, y quedó inmóvil. Nadie entendió nada. Niní escondió el taser, fingiendo terror, aunque el hombre a su lado, disimulando una tos, apartó la mirada para ocultar su satisfacción.
El segundo atracador corrió hacia su compañero, se inclinó sobre él… y recibió la descarga en el cuello.
El conductor, rápido de reflejos, frenó en seco y redujo al tercero, que estaba demasiado confundido para reaccionar.
Y entonces, los pasajeros ayudaron a amarrar a los jóvenes inmovilizados por Niní.
La policía no daba crédito al descubrir que los captores eran una mujer robusta, con una blusa de flores, lazos ridículos en el pelo y un taser en la mano.
En el trabajo, Niní no mencionó nada. Pero notó algo: ese miedo que la había perseguido durante años, por fin se había esfumado. Esa noche, caminó a casa por la calle oscura sin temblar.
La condecoraron con un diploma por atrapar a unos criminales peligrosos, lo que dejó boquiabiertos a sus compañeros.
El capitán de la policía que le entregó el premio le sostuvo la mano mucho tiempo, mirándola a los ojos azules, velados por una timidez repentina. Y lo más curioso: a él no le importaban sus anillos, ni su ropa estridente… Solo veía a una MUJER.