Era una noche como cualquier otra. Mi mujer y yo dormíamos plácidamente en nuestra habitación, arropados bajo la manta. Nuestro hijo de seis años y nuestra hija de un año hacía rato que se habían dormido en sus cuartos. Todo estaba en calma, nada hacía presagiar lo que iba a pasar.
Sobre las tres de la madrugada, nuestro labrador, Trufo, entró corriendo en el dormitorio. Lleva con nosotros ocho años, es un perro listo, cariñoso y muy educado. Jamás da problemas, siempre sabe cómo comportarse en casa. Pero esa noche era distinto.
Trufo se acercó al lado de mi mujer, apoyó las patas sobre su pecho y empezó a ladrar bajito. Me alarmé al instante. Tenemos una regla clara: no subirse a la cama, y él jamás lo hacía. Pero ahora actuaba de forma rara, casi angustiosa.
Me desperté de golpe, el corazón acelerado. En la penumbra vi a Trufo encima de mi mujer. Por un segundo, el pánico me invadió. ¿Qué estaba pasando? De pronto, lo entendí todo y marqué rápidamente el 112.
Escuché un crujido raro en el pasillo, un movimiento casi imperceptible… Ahí me di cuenta: el problema no era Trufo.
Él se plantó entre nosotros y la puerta, como si supiera de dónde venía el peligro.
Desperté a mi mujer con un gesto, indicándole que se callara. Me acerqué de puntillas a la puerta y oí otro ruido: alguien arrastraba los pies por el parqué.
Agarré el móvil y llamé a la policía. Mientras venían, nos escondimos en el baño con los niños. Trufo no se movió de su puesto, vigilando la puerta.
Siete minutos después—una eternidad en esa situación—oímos gritar desde fuera:
—¡Policía! ¡Que nadie se mueva!
Atrapamos a dos ladrones dentro de casa. Habían entrado por la ventana del salón, pensando que podrían robarnos mientras dormíamos. Pero no contaban con nuestro perro.
Trufo se convirtió en un héroe. Sin él, quién sabe cómo habría terminado todo. Le compramos el hueso más grande y la manta más calentita. Ahora duerme junto a la puerta de nuestro dormitorio, y ni nos quejamos.
Él es nuestro guardián.