La hijastra del primer matrimonio

**Entrada de diario: La hija de mi esposo**

Las vacaciones de Navidad llegaban a su fin. Tras días de comilonas, los platos festivos habían dejado de apetecer, así que Lucía preparó avena para el desayuno. Era hora de volver a la comida sencilla.

Los tres desayunaban cuando sonó el móvil de mi marido. Alejandro salió de la cocina. Lucía, sin querer, escuchaba sus respuestas, intentando adivinar quién llamaba y por qué.

Cuando regresó, noté que no parecía molesto. Preocupado, sí, pero no enfadado.

—Mmm… —empezó—. Ha llamado mamá. Tiene la tensión alta y quiere que vaya.

—Claro, ve —asintió Lucía.

Mientras él se vestía, recordé sus palabras al teléfono: «¿Ahora mismo? ¿No será mejor esperar? Bueno, vale». Cuando mi suegra exigía algo, Alejandro solía ir corriendo sin discutir. «Estoy imaginando cosas», se repitió Lucía.

—Vuelvo pronto —gritó Alejandro desde la entrada antes de que la puerta se cerrara de golpe.

—Termina, va —dijo Lucía a su hijo, que jugueteaba con la cuchara, esparciendo la avena por el plato.

—¿Vamos a la colina? Lo prometiste —murmuró Daniel, observando la cuchara antes de llevársela a la boca.

—Cuando vuelva papá, iremos. ¿Vale? —Sonrió—. Pero solo si te acabas la avena.

—Vale —contestó el niño sin entusiasmo.

—Si en cinco minutos el plato no está limpio, no iremos —dijo Lucía con firmeza antes de levantarse para fregar.

Mientras planchaba y Daniel jugaba con sus coches en el suelo, el cerrojo de la puerta sonó.

«Por fin —pensó Lucía, dejando la plancha—. ¿Por qué tarda tanto?» Se acercó a recibir a su marido.

En la entrada, una niña de unos diez años la miró con curiosidad. Detrás, Alejandro apareció con gesto culpable. Puso las manos en los hombros de la pequeña y levantó la barbilla, desafiante.

—Es mi hija, Sofía —dijo, bajando la mirada—. Mamá pidió que se quede con nosotros hasta mañana.

—Entiendo. ¿Y su madre? ¿Se fue al sur con otro novio? —respondió Lucía con sarcasmo.

Alejandro encogió los hombros, pero Lucía ya volvía a la tabla de planchar.

—Pasa —oyó decir a Alejandro. Por el rabillo del ojo, vio a la niña acercarse a Daniel, que seguía jugando en el suelo.

—¿Queda avena? —preguntó Alejandro.

—No quiero avena —interrumpió Sofía—. Quiero macarrones con salchichas.

Alejandro miró a su hija, luego a Lucía. Ella se encogió de hombros y señaló la cocina con un gesto, como diciendo: «Ve a cocinar, estoy ocupada».

Minutos después, Alejandro la llamó desde la cocina.

—¿Tenemos macarrones? No los encuentro.

—Sí, ahí están las sobras. Termino de planchar e iré al supermercado —dijo Lucía con reproche.

—No me mires así. No sabía que…

—¿En serio? ¿Tu madre no te dijo por qué te llamaba? —Al ver cómo bajaba la mirada, supo que había acertado—. ¿No podías avisarme? Daniel también merecía prepararse. Ahora competirán por tu atención.

Como confirmación, un llanto estalló en la habitación. Lucía corrió, seguida por Alejandro.

—Ahí lo tienes. Resuélvelo —dijo, abriendo los brazos.

Daniel se abrazó a ella. Sofía miraba al suelo, furiosa.

—¿Qué pasó? —Alejandro se acercó a su hija.

A Lucía le dolió que no fuera primero hacia Daniel.

—Ella me qui… quitó el co… coche —balbuceó el niño entre lágrimas.

El silbido de los macarrones hirviendo llevó a Alejandro de vuelta a la cocina. «Y no puedo decirle nada. Es una invitada. La pobrecita, como dice mi suegra. ¿Y qué hago yo?».

—¿Quieres ver dibujos? —preguntó Lucía, forzando un tono amable.

Sofía asintió, y Lucía encendió el televisor con alivio. Ambos niños se sentaron en el sofá.

—¿Tu madre vuelve a las andadas? ¿Quiere destruir nuestra familia? Tiene obsesión por reconciliarte con tu ex. Cuando nació Daniel, gritó que solo Sofía era su nieta. ¿Esto es una prueba para ver cómo trato a tu hija? —susurró Lucía en la cocina.

—Está realmente enferma —defendió Alejandro.

—¿Y una niña de diez años no puede ayudarla? Podría llamar a una ambulancia. A su edad, yo ya hacía tortillas.

—¡Basta! —cortó él, golpeando una cuchara sobre la mesa—. ¡Sofía, ven a comer!

—Papi, tráemelo aquí —respondió la niña con calma.

—Papi —repitió Lucía, rodando los ojos—. Ve con ella. —Salió sin mirar a Sofía, guardando la tabla de planchar.

Alejandro llevó a Sofía a la cocina. Lucía se sentó junto a Daniel, pero no veía la pantalla. «Tranquila —pensó—. Daniel lo nota todo. No puedo seguir así». Le sonrió con esfuerzo.

La irritación hervía dentro de ella. Desde la cocina, oía a Alejandro hablar con su hija. «Debo tener cuidado. Si Sofía se queja, mi suegra dirá que soy una bruja…».

—Mamá, ¿cuándo vamos a la colina? —preguntó Daniel.

—Ahora no sé. Tenemos visita —respondió, acariciándole el pelo.

Sofía apareció masticando. El ruido del agua en la cocina la enfureció. «¿Lava el plato por ella? Nunca lo hace para nosotros».

—¿Vamos a la colina? —preguntó Alejandro, entrando alegre.

—Sí. Pero solo tenemos un trineo —dijo Lucía, sin apartar la vista del televisor.

—No importa. Usaremos la bolsa de plástico y nos turnaremos, ¿vale, hijo? —claramente hablaba para Sofía—. ¿Nos vestimos?

—Daniel, al baño y a cambiarte —susurró Lucía, levantándose.

En el camino a la colina, intentó convencerse de ser amable con Sofía. «No es su culpa que nadie la quiera. Ni la culpa de Daniel. ¿Y la mía?».

Allí, Sofía ocupó el trineo. Daniel, con la bolsa, bajó tras ella. Mientras subía de la mano de Lucía, Sofía ya esperaba arriba.

—Tu turno después —dijo Lucía, pero Sofía ignoró la advertencia.

Alejandro empujó el trineo sin mirarla.

—¿Y yo? —preguntó Daniel, herido.

Entendía que su padre ahora era de Sofía.

—Mañana vendremos solos, y podrás usar el trineo cuanto quieras —le prometió Lucía.

Antes de deslizarse, le susurró:

—Espérame abajo.

—¿Adónde vas? —preguntó Alejandro cuando ella comenzó a bajar.

—Tengo frío —mintió, apresurándose.

Por la tarde, después de acostar a Daniel, salió a comprar. Al volver, encontró a Alejandro en la escalera, descalzo.

—¿Qué pasa? —su corazón latió rápido.

—Daniel se fue… —murmuró él.

—¡¿Cómo?! —entró corriendo.

—Me llamaron del trabajo… La puerta estaba

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