Un ave de papel me reveló el misterio de mi padre

**Una Grulla de Papel en la Calle Me Llevó a la Verdad sobre la Desaparición de Mi Padre**

Mi vida no era emocionante ni llena de significado hasta que… una grulla de papel en una acera mojada se parecía exactamente a las que mi padre doblaba antes de desaparecer hace veinticinco años.

Soy escritora, pero había agotado mis historias.

Bueno, técnicamente no. Todos los jueves enviaba artículos a la revista. Títulos como *”Lo que tu tipo de pasta favorita dice de tu salud mental”*. Eran correctos. Lecturas rápidas, risas fáciles.

Pero Helena, mi editora, quería algo más.

—Algo real esta vez, Carla. Con alma. Con corazón —dijo durante nuestra videollamada, entrecerrando los ojos tras unas gafas torcidas y bebiendo té de una taza que rezaba *”Las palabras importan”*.

—Claro. A lo mejor añado un final feliz y unas lágrimas para el algoritmo.

Ni pestañeó. Solo me lanzó una mirada cortante. Y luego: *clic*. Videollamada terminada.

—Genial, qué buena conversación —murmuré para mí.

Cerré el portátil y me recosté en la silla. Mi piso olía a canela y libros polvorientos. Era un silencio denso, de esos que zumban en los oídos como si te retaran a pensar demasiado.

Nacho, mi novio, siempre decía que le encantaba lo “poco exigente” que era yo. Ya, claro. Lo que él no sabía era que “poco exigente” era solo un eufemismo para “cansancio existencial”.

Nacho trabajaba en la comisaría del barrio, lo cual, irónicamente, hacía que todo pareciera aún más absurdo. Llegaba a casa con historias de desaparecidos, robos extraños, llamadas a medianoche por “ruidos sospechosos”. Cosas reales. Cosas que importaban.

¿Y yo?

Me pasaba las noches discutiendo con metáforas.

—Los dos perseguimos algo. Él solo lleva placa mientras lo hace.

Me puse el abrigo. Sin rumbo. Solo necesitaba moverme.

Afuera, la gente pasaba. Giré a la izquierda. Luego a la derecha. Luego… a ninguna parte. Hasta que algo me detuvo.

Un destello de color junto a una alcantarilla. Pequeño. Quieto. Me agaché despacio.

—¿Una grulla de papel? —murmuré, levantándola.

Estaba doblada con precisión milimétrica. Cada pliegue, exacto. Pero bajo un ala, noté un doblez.

—No puede ser…

Pasé el dedo por aquel pequeño detalle.

—El susurro doble.

Mi padre hacía eso. Me doblaba grullas en servilletas de cafeterías, en trozos de papel en las paradas de autobús, en recibos del súper.

—Esta es para los que miran más allá —decía, señalando el doble pliegue.

No había visto una en más de veinticinco años. Desapareció cuando yo tenía doce. Sin nota. Sin rastro. Simplemente… se esfumó.

—Papá…

—Algunos hombres no están hechos para quedarse —decía siempre mi madre, como si fuera un verso de una obra que había repetido demasiadas veces.

De pronto, una voz me sacó del pensamiento.

—Eh, eso es mío.

Miré hacia arriba. Un niño con gorra roja me observaba desde la esquina, mirando la grulla como si le hubiera robado un tesoro.

—¿La has perdido?

—Me la compró mi madre. De ese señor.

Señaló un callejón lleno de puestos de flores. En ese momento, una mujer se acercó y le cogió de la mano.

—Lo siento, señorita —dijo—. Pierde todo lo que toca.

—Disculpe… ¿Dónde compró esto?

—De un hombre que está al final de la calle. Siempre está ahí hasta las seis. Las hace él mismo. Todos le llaman Esteban.

—Gracias.

Por primera vez en meses, algo se removió dentro de mí. Una chispa de curiosidad. Un impulso. No sabía por qué.

Pero una cosa era segura: tenía que encontrar al hombre que doblaba esa grulla.

***

Al día siguiente volví. Las hojas bailaban en el pavimento, y esta vez caminé más despacio, sin saber qué encontraría. De pronto, escuché risas. Agudas, contagiosas.

Un pequeño grupo de niños se arremolinaba frente a la floristería. Cinco o seis, sentados en cuclillas o de rodillas, con los ojos brillantes y las manos aplaudiendo.

—¡Otra! ¡Haz el dragón!

—¡Sí, el grande!

—¡Tachán! ¡Vamos, mago!

Me detuve en la esquina, medio escondida tras un puesto de flores, observando. Allí estaba él.

Sentado sobre una caja de cartón aplanada, con un abrigo azul marino que le envolvía como una manta gastada. Sus manos se movían rápido, creando un zoo de papel frente a él.

Un zorro. Una rana. Una jirafa hecha con un ticket de parking. Sonreía levemente, pero apenas hablaba.

Una niña chilló cuando le dio una mariposa hecha con un envoltorio de caramelos. Otro niño saltaba de emoción.

—¡Venga, venga! ¡El dragón!

Esteban (si es que ese era su nombre real) doblaba en silencio, los niños hipnotizados como si hiciera magia de verdad.

—Este es complicado.

Y entonces, con un último giro, lo alzó.

—Tachán. Dragón.

—¡Es genial!

—Último por hoy, ¿vale? Id a aprender algo de los dibujos.

Eso les hizo reír, y uno a uno, los niños se dispersaron como gorriones felices, sus animales de papel agarrados con fuerza. Me acerqué, el corazón inexplicablemente cálido.

—Eso ha sido impresionante —dije suavemente—. ¿Eres Esteban?

No levantó la vista.

—Eso me llaman.

—¿Haces todos estos?

—No —respondió en tono muerto—. Los hace el hada del origami de la biblioteca.

Sonreí. —Ayer encontré una grulla de colores. Tenía un doble pliegue bajo el ala.

Eso le hizo parar. Sus manos se detuvieron un instante. Luego, alzó la mirada.

—¿Un qué?

—Un susurro doble —expliqué—. Así lo llamaba mi padre. Un pequeño pliegue bajo el ala. Decía que era para los que miran más de cerca.

—Déjame adivinar —murmuró—. Eres poeta. O filósofa.

—Casi. Escritora.

Soltó una risa breve y seca. —Lo mismo, pero con menos botellas de vino y más café.

Cogió un folleto de sushi y empezó a doblar. Observé sus manos trabajar.

—¿Recuerdas cómo aprendiste a hacer esto? —pregunté.

—No. Nadie le pregunta a una cuchara cómo aprendió a servir sopa. Simplemente lo hace.

—¿Vendes estas cosas?

—Más o menos. Una diseñadora de interiores viene una vez al mes. Dice que “añaden significado al espacio moderno”. —Se encogió de hombros—. Yo solo doblo.

—Tienes un don. Es como un lenguaje.

—Las historias son lo tuyo. Lo mío es el papel.

Saqué un billete de diez euros de mi bolso y lo dejé en su bandeja. Cogí un pequeño zorro rojo hecho con un folleto de ofertas de colchones.

Sus ojos… Algo en ellos removió un lugar dentro de mí que llevaba años cerrado.

Había algo familiar en él. Algo en su manera de moverse. En cómo sus manos tocaban el papel. En esa pausa cuando mencioné el susurro doble.

Su nombre no era Esteban. T

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Un ave de papel me reveló el misterio de mi padre