—¡Mamá, otra vez ha venido ese vagabundo! —dijo la hija frunciendo el ceño con desprecio.
—¡No es ningún vagabundo! Tiene una habitación. Solo es un hombre desafortunado.
Con estas palabras, su madre salió al rellano de la escalera y, con una sonrisa amable, invitó al visitante a entrar. Él se negó, avergonzado, y pidió prestado algo de dinero. Ella le trajo la cantidad que necesitaba y unos bocadillos envueltos en una bolsa de plástico.
—Toma, come algo.
Él sonrió con su boca desdentada, prometió devolver el dinero en una semana y salió a la calle, donde lo esperaban otros hombres tan descuidados y desaliñados como él.
—¿Por qué ayudas a ese… mendigo? —preguntó la hija, enfatizando la última palabra—. Siempre le das dinero que nunca te devuelve.
—¿Que no me lo devuelve? Alguna vez sí lo hace.
—¡Venga ya, mamá! Una o dos veces, como mucho. Por cierto, ¿por qué tiene ese mote tan raro? ¿«Aguanta»?
—Es su palabra favorita. A todo el mundo le dice «¡Aguanta!», les da ánimos cuando las cosas no les van bien. Pero a él no le sirvió. No es un viejo, ¿sabes? El alcohol no perdona a nadie. Y luego, el amor… un amor no correspondido. Me quiere a mí, pero yo no lo quiero a él.
—¿Que te quiere? ¿Tú? ¿Hubo algo entre vosotros? —La hija abrió los ojos como platos y hasta se levantó de la silla.
La madre dudó un momento, pero al final decidió contarlo.
—Nos conocemos desde hace mucho. De joven, una noche, discutí con mi novio y me quedé sin dinero al otro lado de Madrid. No había móviles entonces, y aunque los hubiera, no tenía a nadie a quien llamar. Iba caminando sola. Los coches se paraban, pero o no querían llevarme o me pedían que pagara de otra manera. Taxistas… ¿qué se puede esperar? Pero justo entonces pasó el coche de Juanito. Él también trabajaba de taxista.
—¡Señorita! —me dijo—. ¿No sabrá dónde está Palma de Mallorca por aquí cerca?
Yo no entendí que estaba bromeando y le expliqué que no lo sabía. Él se rio.
—¡Sube, guapa, vamos a buscarla juntos!
Más tarde supe que Palma de Mallorca era un lugar de verdad. Soñábamos con ir allí, donde el cielo es turquesa, el mar azul y las montañas esmeralda. Pero mi desgracia fue que me presentó a su mejor amigo. En cuanto lo vi, me enamoré perdidamente. ¡Qué tonta fui!
Nos casamos pronto, y Juanito, como suele pasar, se quedó como testigo y amigo de la familia. Mi primer marido resultó ser un mujeriego. Sufrí mucho con él hasta que entendí que no valía la pena. Al año quedé embarazada. En aquella época no se hablaba de anticonceptivos, y en España el tema era tabú. Pero los abortos sí existían. Mi «querido» esposo me convenció para hacerlo. Nunca tuvo tanta elocuencia como entonces.
Accedí, y fue un error. Lo pasé tan mal… Nunca lo olvidaré. Los abortos entonces eran en el hospital de la calle Alcalá. Una cadena de producción. No solo te limpiaban por dentro, sino que te quitaban cualquier ilusión romántica sobre el amor entre hombres y mujeres. Casi sin anestesia. Te daban una mascarilla, pero apenas hacía efecto. El dolor era insoportable. Llegué arrastrada a la habitación, donde había otras mujeres tan engañadas y tristes como yo. Nos sentábamos allí, abatidas. Hasta que entró la enfermera con un cubo de claveles y… ¡una tarta enorme! De las que solo hacían por encargo en el Café Gijón. Yo, entre flores, devorando la tarta, llorando otra vez, pero de felicidad. «Me quiere, me recuerda, mi vida…».
En la tarta ponía, con letras grandes: «Aguanta, Lola». Todas me envidiaban. Volví a casa radiante, aunque me dolía todo. Miré a mi marido y supe al instante: no había sido él. Había sido Juanito.
Al final me divorcié. Pero con Juanito tampoco funcionó. Es bueno, noble, decente… pero nunca sentí nada por él. Nada. Cuando se dio cuenta de que no lo amaba ni podría amarlo, desapareció. Supe después que se fue al norte, a trabajar. Y yo conocí a tu padre. La vida me dio otra oportunidad. ¡Qué suerte he tenido!
Juanito volvió en los noventa. Eran tiempos duros. Las calles estaban llenas de delincuentes. Un día, mi hermana vino de visita desde Toledo. Era muy guapa. Unos maleantes la agarraron en el portal y la arrastraron hacia un coche. Nadie hizo nada. Todos tenían miedo. Pero Juanito estaba allí, bebiendo vino barato con unos amigos. Ya empezaba a beber demasiado. Él fue el único que se enfrentó a ellos.
Uno de los criminales, un tipo enorme, le dio un puñetazo. Juanito cayó, pero se levantó y rompió la ventanilla del coche con una piedra. Dejaron a mi hermana y se ensañaron con él. ¡Dios mío, cómo lo golpearon! ¡Bestias! Fui a verlo al hospital. Tardó cuatro días en recuperar el conocimiento. Lo escuché murmurar algo. Me acerqué y estaba cantando una copla:
*«El médico me cortó aquí y allá,*
*me dijo: “Aguanta, compañero”.*
*Y yo aguanté…»*
Pero los matones no se dieron por vencidos. Lo obligaron a vender su piso. Tenía un buen apartamento de tres habitaciones en el centro. Lo cambió rápido por una habitación y les dio el dinero. Querían quitarle hasta eso, pero los arrestaron. Las autoridades empezaban a poner orden. Pero Juanito ya no pudo aguantar más. El médico me dijo en el hospital que le habían destrozado por dentro, que ya no era un hombre. Después de eso, se abandonó por completo.
La madre calló. La hija también, aturdida por lo que acababa de escuchar. ¿Qué se podía decir?
**Pasó un año. Un día llamaron a la puerta. Era un notario. Traía billetes de avión a nombre de la madre con fecha abierta, un viaje pagado a Palma de Mallorca y el dinero que quedó de la venta de la habitación de Juanito. Había también una nota, con solo dos palabras: «Aguanta, Lola».**