Ojos hermosos y un hogar vacío: cómo elegir sabiamente

Había una vez, hace ya muchos años, en un pueblecito de Castilla, una historia que aún hoy se recuerda como advertencia. Como dice el refrán: “No compres gato en saco, que luego araña”.

Vivía en aquel lugar una mujer trabajadora y de buen corazón, llamada Antonia Martínez. Siempre tenía las manos ocupadas: cuidaba la huerta, limpiaba la casa hasta dejarla reluciente y cocinaba unos potajes que hacían las delicias de todo el que los probaba. Su hijo, Víctor, era un muchacho noble y trabajador, con manos de oro y un corazón tan blando como la miga de pan recién hecho. Pero tenía un defecto: se compadecía de todo el mundo, especialmente de las mozas, y eso le traería problemas.

Un día, llegó a casa con una joven llamada Lucía. Era guapa, sí, como una muñeca de porcelana: ojos grandes, labios pintados, pestañas largas como espigas y uñas afiladas, como si estuvieran siempre a punto de arañar algo. Pero como bien dice la sabiduría popular: “La belleza no llena el plato”.

Antonia, desde el primer momento, sintió que algo no cuadraba. El corazón de una mujer, como un perro guardián, huele el peligro desde lejos. Y susurró a su hijo:
—Hijo mío, esa moza no me da buena espina. Parece que solo piensa en dinero y diversión.

Y no se equivocó. Lo primero que hizo Lucía en casa fue dejar un plato sucio en el fregadero y sentarse sin más. Antonia, acostumbrada al orden, le dijo con educación:
—Límpialo, por favor.
Pero la joven ni se inmutó:
—No quiero mancharme las manos.

La madre pensó que quizá era una broma, pero no: el plato quedó tan grasiento como antes, por más que lo enjuagó.

—Hijo, ¿no pensarás casarte con ella? —preguntó Antonia con preocupación.
Víctor solo sonrió, embobado:
—Claro que sí. ¡La quiero!

Así se cumplió el dicho: “El amor es ciego, y hasta un burro parece lindo”. Pasaron unos meses, y celebraron la boda. Antonia, aunque con el corazón apretado, les dio las llaves de una casita familiar: que los jóvenes empezaran su vida por su cuenta.

Con el tiempo, la suegra decidió visitarlos. ¡Ay, amigos, lo que allí vio! Polvo en los muebles, platos amontonados en la cocina, calcetines tirados como setas después de la lluvia. Y Lucía, sentada en el sofá, limándose las uñas, suspirando:
—Estoy buscando mi verdadero yo.

Mientras, Víctor ya arrastraba su tercer préstamo. Lucía exigía un coche nuevo, reluciente, para que todo el mundo viera lo importante que era.
—¿Y quién va a pagarlo? —preguntó Antonia.
—Eso no es asunto suyo —contestó la joven—. Mi marido debe mantenerme, y yo debo estar hermosa.

Fue entonces cuando la suegra juró: “Ni un céntimo más”.

Poco después, Víctor fue a su madre:
—Madre, pide un crédito por mí.
Pero ella respondió con calma:
—No, hijo. Quien promete, que cumpla.

Al volver a casa, le dijo a su mujer que no habría coche. Y entonces, amigos, comenzó el escándalo: gritos, portazos, un jaleo que hasta los vecinos se santiguaron. Lucía berreó que sin coche su vida no era vida, hasta que su marido, harto, la echó de casa. Y con el tiempo, se divorciaron.

Así que, niños, recordad: “No es rica la casa que tiene tejas de oro, sino la que tiene paz”. Porque ¿de qué sirve una mujer que solo sabe cuidar sus uñas? El amor no son solo palabras bonitas, sino trabajo y cuidado mutuo. Y vale más vivir con poco, pero en armonía, que en lujo, pero entre gritos y peleas.

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