Había una vez, en un viejo edificio de Madrid, una anciana que vivía en el piso veintitrés. Nadie sabía mucho de ella, ni su nombre completo, ni su historia, y la verdad es que a pocos les importaba. Era una mujer menuda, de pelo canoso y gruesas gafas sujetas con esparadrapo, ya sucio por el uso. Caminaba arrastrando los pies, calzada con zapatos gastados y rotos por la punta, mientras llevaba una bolsa de la compra raída. Detrás de ella, siempre correteaba un perrito pequeño, pero de ladrido fuerte, como si fuera un guardián feroz.
Tres cosas exasperaban a los vecinos: primero, la televisión, que retumbaba desde el amanecer hasta la noche a todo volumen; segundo, las cucarachas que invadían el portal desde su piso; y tercero, aquel olor rancio que impregnaba el ascensor y las escaleras. Los vecinos protestaban, golpeaban su puerta y le preguntaban: “¿Cuándo va a acabar esto?” Ella los miraba con sus ojitos entornados, sonreía como una niña y contestaba: “Ahora, ahora…”
Pero, ¿sabéis cómo se llamaba? Era Doña Carmen Martínez, de ochenta y cinco años. El invierno pasado cayó enferma, casi se quedó sorda, y aunque necesitaba un audífono, su pequeña pensión apenas le alcanzaba para pagar el alquiler, las medicinas y la comida para su perrita Lola, su único rayo de sol.
Lola había llegado a su vida años atrás, cuando su marido murió y sus hijos la abandonaron. Una tarde lluviosa, Doña Carmen la encontró temblando en un contenedor de basura. No podía dejarla allí, así que se la llevó consigo. Desde entonces, Lola fue su única compañía.
Su piso era un caos: mugre por todas partes, olores desagradables y cucarachas por doquier. Pero Doña Carmen, o no lo notaba, o prefería ignorarlo. Los vecinos se quejaban entre ellos, resignados, hasta que llegó Lucía, una mujer divorciada con su hijo Javier. Al principio, no le dio importancia al desorden, pero al ver las cucarachas en su propia cocina, supo que algo había que hacer.
Sin embargo, cuando la vecina del tercero le contó la historia de Doña Carmen, algo cambió. Lucía entendió la soledad de aquella mujer y decidió ayudarla. Empezó a visitarla con Javier, llevándole comida, limpiando su hogar y jugando con Lola. Poco a poco, el olor desapareció, las cucarachas se fueron y la televisión dejó de molestar.
Claro, los rumores no tardaron en surgir: “Lucía solo quiere quedarse con el piso”, decían. Pero a ella le daba igual. Lo importante era ver a Doña Carmen feliz, acompañada.
Pasó casi un año, y un día, Doña Carmen se fue en silencio, como había vivido. Lola se quedó con Lucía y Javier, formando una nueva familia.
Así es la vida, a veces dura, a veces injusta. Pero incluso en la vejez más olvidada, puede surgir un pequeño milagro: alguien que llega y regala calor. Eso, al fin y al cabo, es la verdadera felicidad.