Ay, niños míos, acercaos, que os voy a contar una historia que me contó mi compañera de habitación aquí en la residencia de ancianos. A mí, pobre vieja, me metió aquí mi familia, así que ahora solo me dedico a escuchar relatos y contároslos. Este es sobre Elena, su marido Igor y cómo ella se reconquistó a sí misma. Escuchad bien, que no es una historia cualquiera.
Elena estaba un día pasando las fotos en su tablet, una imagen del océano turquesa y arena blanca como la nieve.
—Igor, mira qué belleza —dijo—. El hotel tiene buenas críticas, ¿te imaginas despertarte ahí…?
Pero Igor, ensimismado en el teléfono, apenas levantó la vista.
—Elena, ya lo he decidido todo —murmuró.
Ella se sorprendió. Acababan de empezar a hablar de vacaciones, de calcular el presupuesto. Elena había ahorrado cada céntimo, renunciando a cafés en la terraza para poder ir juntos a la playa.
—¿Decidido? —preguntó, sonriendo—. ¿Has encontrado algo mejor?
—Me voy a las Maldivas. Solo —contestó él, sin mirarla.
A Elena se le cortó la respiración. Un escalofrío le recorrió la nuca, pegajoso y repulsivo.
—¿Cómo que solo? —su voz tembló—. Habíamos quedado en ir juntos… Yo he estado ahorrando…
Igor alzó la mirada por fin, sus ojos fríos como el hielo.
—Elena, no montes un drama —dijo, torciendo los labios—. Mírate un poco.
Elena se encogió como si la hubieran golpeado. No estaba gorda, era femenina, suave. Iba al gimnasio tres veces por semana, cuidaba su alimentación, pero no se mataba de hambre como las modelos que él seguía.
—¿Qué tengo de malo? —preguntó en voz baja, aunque ya sabía la respuesta.
No era la primera vez que él se quejaba: que si la tripa “no era plana”, que si las caderas “demasiado anchas”, que su alegría era “infantil”. Igor sonrió, como si disfrutara.
—Me voy de vacaciones solo —sentenció—. Tú tienes que adelgazar, no pasear por la playa. No quiero que vaya un flan a mi lado. Qué vergüenza con la gente.
Las palabras le golpearon como bofetadas. Elena guardó silencio, mirando su rostro extraño. Diez años de matrimonio, y todo se desmoronó en un instante. No hubo lágrimas, solo vacío. En su mente, el recuerdo de cómo había ahorrado, soñando con aquel viaje juntos.
—Entendido —dijo, con voz ajena.
Igor, satisfecho, volvió a su teléfono. Creía haber ganado. Elena se acercó a la ventana. Abajo, la ciudad bulliciosa: coches, gente, vida. Y de pronto, se sintió libre. Sacó su móvil, revisó una cuenta que Igor no conocía. Tenía el doble de lo que él gastaría en las Maldivas. Escribió a sus amigas: “Chicas, ¿quién se viene a Zanzíbar conmigo la semana que viene?”. Las respuestas llovieron como estrellas.
Dos días después, Igor apenas reparaba en ella. Elegía bañadores, presumía ante sus amigos, preparaba frases para sus fotos. Pensaba que estaría en casa de su madre, llorando, pronto arrastrándose para disculparse. Ni siquiera llamó. Mientras, Elena hacía las maletas, compraba los billetes. Igor, al empacar, se enfadaba: la camisa no estaba donde debía, las camisetas mal dobladas. Recordó cómo Elena siempre lo ordenaba todo, pero apartó el pensamiento.
En el aeropuerto, abrió las redes sociales y casi se desmaya. Elena aparecía radiante, con sus amigas, en un vestido ligero, frente al océano y las palmeras. Geotag: Zanzíbar. Primero pensó que era una broma, pero ahí estaba: Laura con una copa, Marta haciendo una mueca, y Elena riendo como hacía años que no lo hacía.
La ira lo inundó. ¿Cómo se atrevía? ¿Con qué dinero? Revisó la cuenta conjunta: intacta. ¿Tenía ahorros? ¿Un secreto? Le quemaba más que el sol.
—¡Traidora! —silbó, haciendo que la gente se volviera. Durante el vuelo, le escribió furioso, luego exigiendo explicaciones. Cero respuesta.
Mientras, Elena respiraba a pleno pulmón. El mar, la fruta, las risas con sus amigas. Había bloqueado a Igor en el aeropuerto. Al tercer día, la convencieron para bucear. Elena tenía miedo, pero Antonio, el instructor —alto, de ojos amables— la tranquilizó.
—No temas, estoy aquí —dijo.
Bajo el agua, Elena lo olvidó todo, hipnotizada por los peces. Al salir, era otra.
—Tienes una sonrisa especial cuando no tienes miedo —le dijo Antonio—. Deberías sonreír más.
Esa noche, en un café, él le habló del océano y la escuchó. No le preguntó por su peso, sino por ella. Mientras, Igor, en su bungalow, estrelló el teléfono: le habían bloqueado la tarjeta. El banco le dijo que necesitaba la autorización de Elena. El mar ya no le alegraba. Estaba en una trampa que él mismo había construido.
Volvió en clase turista, pidiendo dinero a su padre, soportando sus sermones. Pensó que al llegar montaría un escándalo, que Elena suplicaría perdón. Pero en casa encontró orden, aroma a limón y sus maletas perfectamente preparadas. Elena apareció —bronceada, serena.
—Ah, estás aquí —dijo, como si hubiera ido a por pan—. Ya lo tengo todo listo. Llama a un taxi.
—¿Qué es esto? —farfulló Igor—. ¿Te atreves a…?
—Me atrevo a vivir —respondió—. He solicitado el divorcio online. Aquí tienes la tarjeta del abogado.
Él no la cogió.
—¡El piso es mío! —gritó.
—Claro —asintió Elena—. Ya he encontrado otro. Mis amigas me ayudaron. No habrá drama, he descansado bien.
Cogió su bolso y caminó hacia la puerta. Igor la agarró del brazo:
—¿Adónde vas?
—En Zanzíbar conocí a alguien —dijo—. Me enseñó a no temer las profundidades. Y no solo en el buceo. Él sí me veía.
Abajo esperaba Antonio.
—Adiós, Igor —dijo Elena—. Adelgaza tú, si tanto te preocupa.
La puerta se cerró. Igor se quedó con las maletas. En el espejo no vio a un macho, sino a un hombre patético que lo había arruinado todo.
Pasaron dos años. En una cafetería olía a cardamomo. Elena removía su chocolate caliente, sonriendo a Antonio, que sostenía unos patucos de lana.
—¿Son muy llamativos? —preguntó—. ¿O mejor beige?
—A ella le da igual, lo importante es que abriguen —rió Elena.
Antonio se había mudado, vendiendo su centro de buceo. Su hija se movía en el vientre de Elena. No se pesaba ni se culpaba por los dulces. Vivía.
De pronto, entró Igor —demacrado, canoso.
—¿Elena? —intentó sonreír—. Has… engordado. Ya te dije que no te descuidaras.
Elena lo miró, luego su vientre, y sonrió:
—Es embarazo, Igor. En estos casos se felicita.
Se desinfló. Antonio se acercó, dejó los croissants y la abrazó.
—¿Todo bien? —preguntó, mirando a Igor.