Ay, hijos míos, escuchad a esta vieja, porque os voy a contar una historia tan extraña que ni yo misma creí que me ocurriera. Cómo viví, cómo sufrí, y después… cómo todo cambió, cuando ya pensaba que nada volvería a ser distinto.
Ahora estoy sentada en esta residencia de ancianos, mirando por la ventana, y en mi cabeza siguen las mismas imágenes. Mi familia, aquella que decía quererme, me cuidó durante un tiempo, hasta que… ay, duele recordarlo, mi marido me dijo aquellas palabras que helaron mi corazón como un témpano en el río Manzanares.
—¡No pienso cuidar de una vieja enferma! —eso escuché de boca de Ignacio, mi esposo. Y no solo lo oí, sino que me atravesó el alma como un cuchillo. Él estaba allí, de pie junto a mi cama, con una mirada tan fría que todo nuestro mundo en común se convirtió en hielo y nieve.
Yo había caído de una escalera, llevaba dos meses postrada, y aquel lecho era mi único universo. Veinte años juntos, y de pronto se volvió un extraño, incapaz siquiera de tenerme compasión.
¿Cómo me traía la sopa? La dejaba sobre la mesilla con tal brusquedad que el caldo salpicaba, y ni siquiera pedía perdón. Yo lo miraba, lo veía salir de la habitación sin volver la cabeza, y algo dentro de mí se resquebrajaba.
Nuestro hijo, Javier, aunque joven, tenía el corazón en su sitio: me alcanzaba libros, me servía la comida, preguntaba si necesitaba ayuda. Pero su padre solo gruñía, y su paciencia se agotó pronto.
Una tarde, cuando le pedí que me ayudara a ir al baño, me miró como si fuera una carga y soltó aquello que nunca olvidaré:
—¡Yo no soy cuidador! ¡No voy a pasarme la vida atendiendo a una vieja enferma!
No lloré. No. Solo lo miré a los ojos y supe que todo entre nosotros había terminado. Reuní las últimas fuerzas y le escupí en la cara, como un adiós definitivo a quien había sido.
Él quedó atónito, pero yo estaba firme como una roca, porque sabía que era el final de una historia y el principio de otra. Cuando intentó volver, suplicando perdón, yo solo reía entre lágrimas, porque sus palabras ya no significaban nada.
Hasta hubo una guerra entre nosotros: intentó herirme, envió cartas llenas de veneno, pero yo era más fuerte. Mi hijo fue mi apoyo, mi orgullo, mi razón para seguir adelante.
En dos meses, volví a la vida: empecé a trabajar, retomé mi proyecto soñado. ¿Jardines verticales, os lo imagináis? Ahora soy una mujer que vuela, sin mirar atrás, sin importar la edad ni los achaques.
Antes fui sumisa, cómoda para otros; ahora soy dueña de mí misma. Mi hijo está a mi lado, y aquel hombre que pronunció palabras tan crueles es solo una sombra del pasado.
Y sabéis qué? Una vez, mientras conducía mi coche nuevo, lo vi en un semáforo: envejecido, cansado, con la mirada vacía y una bolsa de plástico barata en la mano.
Nuestras miradas no se encontraron. Ni pena, ni rabia, solo paz. Lo dejé allí, en lo que fue, y seguí adelante, hacia mi nueva vida, llena de luz.
Esta es mi historia, niños. La vida es impredecible, pero la fuerza está en todos nosotros. Solo hay que creer en una misma y no temer empezar de nuevo. Y aunque me hayan traído aquí, a esta residencia, sé que no soy una anciana: soy una mujer que se reencontró.
No lloréis por quienes se van. Cuidaos, y seguid siempre adelante, porque el verdadero amor… es el amor hacia una misma.