Los parientes llegaron… y se quedaron
Isabel Martínez acababa de sacar un pastel de manzana del horno cuando llamaron a la puerta. Miró el reloj: las nueve y media de la mañana. Demasiado temprano para visitas.
—¡Voy, voy! —gritó mientras se secaba las manos en el delantal y se dirigía a la entrada.
En el umbral estaban su prima Dolores y su marido, Antonio, cargados con bolsas y maletas. Dolores lucía cansada y arrugada, mientras que su esposo fruncía el ceño con gesto de fastidio.
—¡Isa, corazón! —exclamó Dolores, abrazándola con efusividad—. ¡Hemos venido a quedarnos contigo! No nos vas a decir que no a tu propia sangre, ¿verdad?
—¿Dolores? —Isabel la miró desconcertada—. ¿Qué ha pasado? ¿De dónde venís?
—De Zaragoza —masculló Antonio, arrastrando una enorme maleta al recibidor—. Un viaje eterno, con el tráfico que hay…
—Pasad, pasad —se apresuró a decir Isabel—. Quitaos los abrigos. Pero no entiendo… No habíais avisado.
Dolores se quitó la chaqueta y la colgó en el perchero.
—Isa, verás, estamos en una situación complicada. Antonio ha perdido el trabajo, no tenemos ahorros y encima tuvimos que vender el piso.
—¿Venderlo? —Isabel se llevó una mano a la boca.
—Deudas, créditos… —Antonio hizo un gesto de despreocupación—. Total, que decidimos venir a tu casa. Vives sola en un piso de tres habitaciones. Hay sitio para todos.
Isabel parpadeó, incrédula. Mientras, Dolores ya se había dirigido a la cocina, olfateando el aire.
—¡Huele que alimenta! ¿Es pastel, no? Justo estábamos muertos de hambre. No comimos nada en el viaje, para ahorrar.
—Sentaros a la mesa —propuso Isabel, aún confusa—. Pongo el café.
Antonio se dejó caer en una silla y miró alrededor con interés.
—No está mal esto, Isa. Reforma reciente, muebles decentes… Se nota que vives bien.
Había un tono de reproche en su voz que pinchó a Isabel. Llevaba ocho años viuda, acostumbrada al silencio y al orden. Trabajaba en una biblioteca, con un sueldo modesto, pero suficiente para vivir sin apuros.
—¿Y vuestras cosas? —preguntó, sirviendo el café.
—Ahí, en el recibidor —Dolores señaló las maletas—. Antonio, lleva todo a la habitación.
—¿A qué habitación? —preguntó Isabel con cautela.
—Pues… a cualquiera libre. Tienes tres, ¿no?
—Dolores, espera. Hablemos primero. ¿Para cuánto tiempo venís?
Dolores y Antonio se miraron.
—Bueno… hasta que mejore la situación —respondió evasiva su prima—. Encontraremos trabajo, nos reharemos.
—¿Y eso cuándo será?
—¡Quién sabe! —Antonio cortó un trozo generoso de pastel—. Un mes, seis meses… Depende.
Isabel sintió que algo se le encogía por dentro. Sabía que negarse en un momento así sería cruel, pero la idea de compartir su espacio con ellos le daba pánico.
—Isa, no nos vas a echar a la calle, ¿verdad? —Dolores le agarró la mano—. Somos familia. Y la familia se ayuda.
—Claro que no os echo —suspiró Isabel—. Pero es que… es muy repentino.
Para la noche, ya se habían instalado por completo. Antonio se tumbó en el sofá con el mando de la tele, cambiando de canal y comentando en voz alta. Dolores revolvía la cocina, lavando platos y reorganizando las especias.
—Isa, qué orden más raro tienes —comentó, secando un plato—. La sal junto al té, el azúcar en el último estante. Lo he puesto todo como debe ser.
Isabel observó, horrorizada, cómo cambiaba sus costumbres. Cada cosa en su casa tenía su sitio, todo estaba pensado. Ahora ni siquiera encontraba el tarro del café.
—Dolores, ¿por qué lo has cambiado? A mí me funcionaba bien.
—¡Pero si estaba todo mal! Yo sé de estas cosas, tengo buen ojo.
—¡Eh, mujeres! —gritó Antonio desde el salón—. ¿Y la cena? Que me muero de hambre.
—Ahora mismo —se apresuró Dolores—. Isa, ¿qué hay para cenar?
Isabel abrió la nevera. Un poco de chorizo, algo de queso y dos huevos: su cena habitual para varios días.
—No hay mucho —dijo con timidez.
—¡Pero si no es nada! —exclamó Dolores—. No alcanza para tres. Antonio, coge dinero, vamos al supermercado.
—¿Qué dinero? —refunfuñó él—. Nos quedan cuatro duros para el viaje de vuelta.
Todos miraron a Isabel. Ella entendió y sacó la cartera.
—Tomad lo que necesitéis —dijo, tendiendo unos billetes.
—¡Ay, gracias, cielo! —sonrió Dolores—. ¡Eres una verdadera prima! Te lo devolveremos en cuanto nos reharemos.
En el supermercado, Dolores compró comida para una semana: jamón caro, salmón, un pastel, bombones. Isabel pagó en silencio, consciente de que acababa de gastarse medio sueldo.
—¡Ahora sí que viviremos! —se frotó las manos Antonio, admirando las compras—. No como antes, solo a base de chorizo.
Esa noche, cuando por fin se acostaron en su antiguo despacho, Isabel se quedó en la cocina, intentando asimilar la situación. Solía acostarse a las diez, pero eran casi las doce. Antonio había puesto la tele al máximo volumen, Dolores trajinaba con la vajilla y parloteaba sin parar.
—Isa, ¿qué haces despierta? —Dolores apareció en bata—. Venga, otro cafelito y charlamos.
—Dolores, es tarde. Mañana trabajo.
—¡Qué exagerada! Tu biblioteca no se va a caer. Cuéntame, ¿cómo es vivir sola? ¿No te aburres?
—Estoy acostumbrada.
—¿Y ningún hombre? ¿Seguiste de viuda?
Isabel frunció el ceño. Nunca le gustó hablar de su vida privada.
—Nadie.
—Qué pena. Una mujer necesita protección. Antonio, aunque es un gruñón, es de fiar. Daría la vida por mí.
—Dolores, ¿y si nos vamos a dormir?
—Claro, cielo. Solo que mañana necesitaré la lavadora. ¡La ropa que hay que lavar! Ah, y ¿puedo usar tus cremas? Se me ha secado la piel.
A la mañana siguiente, Isabel se despertó con el estruendo de la cocina. Dolores freía algo, Antonio tosía y escupía en el fregadero. El silencio matutino al que estaba acostumbrada había desaparecido.
—¡Buenos días! —cantó Dolores—. Huevos con chorizo y tomate.
—Gracias, pero no desayuno en casa —dijo Isabel—. Llego tarde al trabajo.
—¡Anda ya! Tómate algo, que estás en los huesos.
—En serio, debo irme.
Bebió un café a prisa y salió. En el recibidor tropezó con una maleta.
—¡Antonio! —gritó Dolores—. ¡Recoge eso, que Isa se va a matar!
—¡Si no hay donde meterla! —protestó él.
En el trabajo, Isabel no lograba concentrarse.
—Isabel, ¿te encuentras bien? —preguntó su jefa.
—Sí, solo es que… llegaron visitas inesperadas.
—¡Qué bien