Lucía frotaba la esponja contra los restos de comida pegados en la cocina. La suegra había vuelto a dejar todo hecho un desastre después de cocinar. La leche se derramó, el arroz se quemó y ahora era ella quien tenía que limpiar.
—¡Lucía! —gritó Carmen desde el salón—. ¿Cuánto vas a tardar? ¡Quiero mi café!
La joven suspiró, enjuagó la esponja y puso la cafetera. Eran las nueve de la noche, acababa de llegar del trabajo y su suegra, que había estado todo el día en casa, ni siquiera podía hacerse su propio café.
—¡Ahora mismo, Carmen! —respondió, intentando que su voz no delatara el fastidio.
Mientras, Javier estaba en el sofá viendo la tele, ni siquiera levantó la vista cuando ella pasó con la bandeja. Así era siempre. Él llegaba del trabajo, cenaba y se ponía a ver fútbol. La casa, su madre, las tareas… Todo era responsabilidad de Lucía.
—¡Se te olvidó el azúcar! —refunfuñó Carmen—. Y no hay galletas. ¿Cómo voy a tomar el café sin galletas?
—Se acabaron ayer —respondió Lucía en voz baja—. Mañana compraré.
—¡Pues mira qué bien! En mis tiempos, una buena ama de casa sabía siempre qué había en la despensa. Yo crié a Javier sola, trabajé y mantuve la casa en orden. Pero vosotras, las jóvenes, solo sabéis ir de compras y estar con el móvil.
Lucía no contestó. Ya había aprendido que discutir no servía de nada. Carmen siempre encontraba algo que criticar: la sopa demasiado salada, el polvo en los muebles, la tele demasiado alta o demasiado baja. A veces, Lucía pensaba que su suegra buscaba excusas solo para reprocharle algo.
—¿Y otra vez no recogiste a Sofía del cole? —siguió Carmen—. La profesora llamó preguntando por ti. ¡Qué vergüenza!
—Te pedí que la recogieras, tenía reunión hasta las siete —intentó explicar Lucía.
—¿Y yo qué soy, la niñera? Tengo mis cosas. Antes las mujeres trabajaban y criaban a sus hijos sin ayuda.
Lucía salió a la cocina y empezó a fregar los platos. Le temblaban las manos de rabia. Sofía había esperado en el comedor hasta las siete y media, llorando porque todos los niños ya se habían ido. Y Carmen, que había estado en casa todo el día viendo la tele, no había podido molestarse en ir por ella.
En la habitación de Sofía había una pila de dibujos. Cada día traía algo del cole: un dibujo, una manualidad. Se lo enseñaba a su madre, le contaba cómo lo había hecho. Y luego preguntaba:
—Mamá, ¿por qué la abuela no me mira? Le enseño mis dibujos y me da la espalda.
¿Cómo explicarle a una niña de seis años que su abuela la veía como una molestia? Que desde que se mudaron a casa de Carmen, la anciana no paraba de quejarse: que había mucho ruido, que la niña lo tocaba todo, que lo rompía todo.
Al principio, todo había sido diferente. Cuando Javier la presentó a su madre, Carmen fue amable. Preguntó por su trabajo, su familia. Incluso dijo:
—Buena chica, Javi. Se ve que es educada. Cásate con ella, ya es hora.
La boda fue sencilla pero bonita. Carmen ayudó con la comida, se movió por todas partes, estaba feliz. Lucía pensó que había tenido suerte con su familia política.
Cuando nació Sofía, Carmen estuvo encantada al principio. ¡Una nieta, preciosa y lista! Ayudaba con el bebé, cocinaba, planchaba. Lucía trabajaba media jornada y llevaba la casa y la niña bien.
Pero poco a poco, todo cambió. Primero fueron pequeñas quejas: el pañal mal puesto, la papilla demasiado líquida. Luego, los comentarios se volvieron más duros.
—¿Es que no entiendes nada de niños? —se quejaba Carmen—. Javier a su edad ya comía solo, y la tuya ni siquiera sabe usar la cuchara.
—Tiene un año y tres meses —respondió Lucía, tímida.
—¡Exacto! La malcrías. Yo crié a Javier con disciplina y mira, salió un hombre de provecho.
Javier nunca intervenía en esas discusiones. Llegaba cansado del trabajo, cenaba y se ponía a ver el fútbol. Si su madre se quejaba, asentía o se encogía de hombros.
—Mamá, no le des más vueltas —decía a veces—. Lucía lo hace bien.
Pero la mayoría de las veces, callaba. Y cuando Lucía intentaba hablar con él, quejándose de las críticas constantes, Javier se limitaba a decir:
—No le des importancia. Mi madre es así, le gusta controlarlo todo. Aguanta un poco, ya se acostumbrará.
Pero Carmen no se acostumbró. Al contrario, con los años se volvió más exigente y caprichosa. Sobre todo después de que se mudaran a su piso. Su pequeño apartamento se quedó pequeño para una familia con una niña, y Carmen tenía un piso de dos habitaciones en un buen barrio.
—Veníos a vivir aquí —propuso—. ¿Para qué gastar más? Y así me hago compañía.
Al principio fue cómodo. Sofía tuvo su propia habitación, no había que pagar alquiler. Pero pronto Lucía entendió que había caído en una trampa.
—Esta es mi casa —recordaba Carmen cada dos por tres—. Y aquí se hace lo que yo diga. Si no os gusta, os podéis ir.
Pero no tenían adónde ir. No había dinero para alquilar, y ahorrar para un piso llevaría años. Javier, cuando ella hablaba de mudarse, decía:
—¿Para qué? Mamá tiene razón, aquí estamos bien.
Bien estaba solo él. Seguía viviendo como antes de casarse. Su madre cocinaba, limpiaba, lavaba… Solo que ahora todo lo hacía Lucía.
—Carmen, ¿podrías comprar pan? —pidió Lucía un día—. Sofía tiene fiebre y no quiero sacarla.
—¿Ahora soy la criada? —se ofendió la suegra—. El pan es cosa tuya. Yo ya hice mi parte.
Pero sí tenía tiempo de ir a charlar con la vecina, Pilar. Podía pasar horas allí, hablando de los chismes del barrio. Pero recoger a su nieta del cole o hacer la compra… Eso ya no era cosa suya.
Todo empeoró cuando Sofía empezó el cole. La niña necesitaba ayuda con los deberes, atención. Pero Carmen solo se quejaba:
—¡Otra vez tu hija dando portazos! ¡Con el ruido que hace me duele la cabeza!
—Es una niña —defendía Lucía.
—¡Niña, niña! ¿Y por qué no la educas? A Javier le enseñé a respetar a los mayores y a estar tranquilo en casa. ¡Y la tuya va dando brincos como una cabra!
Lucía intentaba proteger a su hija, pero era difícil. Sofía lo oía todo, lo entendía todo. Se volvió callada, insegura. Cuando su abuela la regañaba, bajaba la cabeza y se escondía tras su madre.
—Mamá, ¿por qué no me quiere la abuela? —preguntó un día.
Lucía no supo qué responder. ¿Cómo explicarle a una niña que a veces los adultos son injustos? Que la edad vuelve a la gente amargada.
—Sí te quiere —mintió—. Es que está mayor y se cansa.
Pero en el fondo sabía que no era verdad. Carmen no la quería a ella ni a Sofía. Las toleraba porque eran útiles: cocinaban, limpiaban, cuidaban la casa. Y porque así Javier estaba cómodo.
Lucía intentó hablar con su marido, explicarle lo mal que lo estaba pasando. Pero Javier no entendía, o no quería entender.
—Déj