**La suegra regresó con sus cosas**
Lucía se quedó mirando por la ventana mientras la lluvia repiqueteaba contra el alféizar. Detrás de ella, oía los pasos apresurados de su marido, que iba de un lado a otro del piso con el móvil en la mano. Llevaba tres horas hablando con alguien, pero en un tono tan bajo que era imposible distinguir sus palabras.
—Javier, ¿qué pasa? —preguntó finalmente, volviéndose hacia él—. Llevas todo el día como un flan.
Javier se detuvo en medio del salón y la miró con culpa. El móvil seguía en su mano, con mensajes parpadeando en la pantalla.
—Lucía, tengo que contarte algo —empezó, vacilante—. Pero prométeme que no te vas a alterar, ¿vale?
A Lucía se le encogió el corazón. Después de dieciocho años de matrimonio, conocía cada matiz en la voz de su marido. Y ese tono solo significaba una cosa: una conversación seria.
—Dímelo ya —se sentó al borde del sofá.
—Mamá vuelve.
—¿Cómo que vuelve? —Lucía lo miró confundida—. ¿De dónde?
—De Sevilla. De lo de Mari Carmen. Se han peleado y quiere volver. Con nosotros.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Doña Carmen, su suegra, se había mudado con su hija pequeña hacía seis meses, después de otro de sus habituales dramas familiares. Lucía había creído que, por fin, podría vivir en su propia casa sin que nadie la cuestionara por cada decisión.
—Javier, no —dijo con firmeza—. Ya lo hablamos. ¿Recuerdas lo que pasó la última vez?
—Lucía, es mi madre —Javier se sentó a su lado—. No tiene adónde ir.
—¡Tiene su propio piso!
—Ahora lo tienen unos inquilinos. Lo alquiló cuando se fue. El contrato es hasta final de año.
Lucía cerró los ojos e intentó tranquilizarse. Recordó aquellos meses interminables con su suegra en casa. Las críticas constantes a su cocina, a la limpieza, a cómo criaba a los niños. Cada paso que daba, cada decisión, era motivo de reproche.
—¿Y qué pasó con Mari Carmen? —preguntó.
—No lo sé bien. Mamá solo dijo que no podía seguir allí. Que no se llevaba bien con su yerno.
—¿Y cuánto tiempo piensa quedarse con nosotros?
—Hasta que le devuelvan su piso. Hasta final de año.
Lucía se levantó y empezó a caminar por la habitación. Cuatro meses. Cuatro meses enteros viviendo con una mujer que siempre la había considerado indigna de su hijo.
—Javier, no puedo —dijo, deteniéndose frente a él—. No puedo pasar por eso otra vez.
—Lucía, por favor —le cogió las manos—. Ha cambiado. Medio año viviendo con gente ajena le habrá enseñado algo.
—Tu madre no va a cambiar nunca. Siempre me echará la culpa de todo lo que salga mal en esta familia.
Javier no dijo nada. Sabía que su mujer tenía razón. Su madre nunca había aceptado a Lucía, siempre encontrando defectos donde no los había.
—¿Cuándo llega? —preguntó Lucía, exhausta.
—Mañana por la mañana.
—¿Mañana? —Lucía casi dio un salto—. ¡Javier, estás loco! ¿Por qué no me lo dijiste antes?
—Me llamó hoy. Dice que ya compró el billete.
—Fantástico —Lucía negó con la cabeza—. Así que ni siquiera iba a pedir permiso. Simplemente nos presenta los hechos consumados.
—Lucía, ¿qué querías que hiciera? ¿Decirle que durmiera en la estación?
—Podría haberse quedado en un hostal. O con alguna amiga.
—No tiene dinero para un hostal. Y las amigas… ya sabes cómo es su carácter.
Lucía lo sabía demasiado bien. Doña Carmen se las había arreglado para pelearse con todos los vecinos, con todas las amistades. Siempre descontenta, siempre criticando.
Esa noche, durante la cena, se lo contaron a los niños. Pablo, de catorce años, se encogió de hombros; para él, su abuela era simplemente la abuela, la que a veces le daba dinero y a veces le regañaba. En cambio, Martina, de once, frunció el ceño.
—¿Otra vez va a decir que hago mal los deberes? —preguntó.
—Martita, la abuela solo quiere lo mejor para ti —intentó explicar su padre.
—Pues que lo quiera desde lejos —murmuró la niña, y Lucía tuvo que reprimir una sonrisa.
A la mañana siguiente, Lucía se levantó temprano y preparó el desayuno. Quería que su suegra viera que la casa estaba en orden, que ella era una buena ama de casa. Aunque sabía que era inútil: Doña Carmen siempre encontraría algo que criticar.
A las diez y media, sonó el timbre. Javier salió corriendo a abrir, mientras Lucía se quedó en la cocina, frotando unos platos que ya estaban limpios.
—¡Javierito, hijo mío! —se oyó la voz de la suegra en el recibidor—. ¡Cuánto te he echado de menos!
—Mamá, pasa, pasa. ¿Cómo fue el viaje?
—Horrible. El tren iba como un horno, el aire acondicionado no funcionaba. Y encima había un borracho en nuestro vagón, armando escándalo toda la noche.
Lucía respiró hondo y salió al recibidor. Doña Carmen estaba rodeada de bolsas y maletas. Había tantas que parecía que se mudaba para siempre.
—Buenos días, Doña Carmen —saludó Lucía con educación.
La suegra se volvió y la miró de arriba abajo con ojos críticos.
—Hola —respondió secamente—. Has adelgazado. ¿Has estado enferma?
—No, no he estado enferma.
—Qué raro. Tienes la cara demacrada. Seguro que otra vez con esas dietas absurdas. Y luego te extrañas de que tu marido ni se entere.
Lucía apretó los dientes. Aquí íbamos otra vez.
—Mamá, no empieces —rogó Javier—. Vamos a tomar un café y nos cuentas cómo estás.
—Pues mal, hijo, muy mal —Doña Carmen entró en la cocina y escudriñó cada rincón—. Tu hermana se ha vuelto loca. Vive con un hombre que no me deja ni poner un pie en su casa.
—¿Cómo que no te deja? —Javier puso cara de sorpresa.
—Pues eso. Dice que en una casa solo puede mandar uno. Y que yo me meto demasiado en sus vidas.
Lucía pensó para sí que el cuñado de Mari Carmen era un hombre muy sensato.
—¿Te imaginas? —siguió la suegra, sentándose a la mesa—. Me ha prohibido que les diga nada a sus hijos. Dice que la abuela debe mimar, no educar.
—Pues… quizá tiene razón —aventuró Javier con cuidado.
—¡Javier! —la madre puso cara de indignación—. ¿Cómo puedes decir eso? ¿Es que no tengo derecho a dar mi opinión?
—Claro que sí —intervino Lucía—. Pero cada familia tiene sus normas.
Doña Carmen giró la cabeza hacia su nuera con una mirada gélida.
—Por esto mismo no quería volver aquí. Sabía que tampoco me queríais.
—Mamá, no digas eso —protestó Javier—. Siempre serás bienvenida en nuestra casa.
—Bienvenida —repitió la suegra con amargura—. En la casa de mi propio hijo, soy una invitada.
Lucía le puso una taza de café y volvió a la encimera. Notaba cómo la tensión en la cocina crec