Ay, mis niños… escuchadme, os voy a contar cómo es la vida cuando te arranca de tu hogar y te deja entre paredes ajenas, no por voluntad, sino por pura desesperación.
Yo también creí una vez que la familia era un refugio. Que el esposo apoyaría, que en casa habría calor no solo de la calefacción, sino del corazón. Pero al final… así terminó.
Vivía con nosotros Victoria, una joven trabajadora como una abeja. Llegaba a todo: al trabajo, a mantener la casa limpia, a cocinar la cena, a pagar las facturas. Y su marido, Arturo, pasaba el día entero en el sofá, enredado con sus videojuegos. Antes trabajaba, pero un día dijo que su jefe era un tirano, los compañeros insoportables, y lo dejó. Prometió que pronto encontraría algo mejor, pero ese “pronto” ya llevaba siete meses, largo como un invierno sin sol.
Y además, en casa vivía su madre, Valentina. ¡Ay, qué lengua más afilada tenía! Todo lo que cocinaba Victoria estaba mal: la avena era aburrida, la nata no era la de siempre, el cocido salía soso, las albóndigas faltas de sal. Y siempre mimando a su niño: “Tú, Arturito, no aceptes cualquier trabajo, tú vales mucho, tienes estudios”.
Victoria lo cargaba todo sobre sus hombros. Ganaba el dinero, cocinaba, fregaba los platos después de todos. Hasta les llevaba el té con galletas al salón, porque les daba pereza levantarse del sofá con la tele puesta.
Cuántas veces le rogó a su marido que al menos aceptase un trabajo temporal… y él, siempre lo mismo: “No perderé el tiempo con tonterías, busco algo serio”. Y su madre asentía: “No presiones a mi hijo, ya tiene bastante con lo suyo”.
¿Creéis que alguien la escuchó? ¡Qué va! Ellos tenían su propia verdad: si ella trabajaba, era suficiente. Que se desviviera no importaba, solo eran “cosas de mujeres”.
Yo también viví así… Recuerdo cargar con todo y recibir cero gratitud. Primero piensas que cambiará, luego que aguantas por la familia. Hasta que un día entiendes: aguantas por quienes ni siquiera te valoran.
Dicen que yo misma tengo la culpa de estar en esta residencia. Quizá. Por no marcharme antes, cuando aún tenía fuerzas. Por no decir “basta” a tiempo. Aguante hasta que no pude más.
Y así, Victoria también hizo las maletas… y se fue. No sé adónde, pero sé por qué. Porque estaba harta de ser la cocinera, la limpiadora, la banquera, y encima “la que nunca hacía nada bien” para quienes se desvivía.
Así que, mis niños… cuidaos. Porque si no lo hacéis vosotros, nadie lo hará por vosotros.