El relato de la abuela sobre dos amigas

El relato de la abuela sobre Lucía y Elena

Ay, niños míos, acercaos, que os voy a contar una historia que me contó mi vecina de habitación aquí, en la residencia de ancianos. A mí, pobre vieja, me metió aquí mi familia, así que ahora solo escucho vivencias ajenas y os las repito. Esta trata de Lucía, su marido Sergio y su hermana Elena. Ay, qué dolorosa es, escuchad bien.

Estaban cenando un día los tres: Lucía, Sergio y Elena, su hermana. Asaban carne, el aroma llenaba la casa, y Sergio alzó su copa:
—¡Por la familia! ¡Que siga creciendo!

Pero sus ojos no miraban a Lucía, sino a Elena. Ella jugueteaba con la servilleta, apenas sonreía, como si algo la atormentara. Lucía lo veía todo: cómo Sergio le ayudaba con el abrigo, cómo reía con sus bromas, cómo callaban cuando ella entraba. Pero callaba, era su costumbre: no darse por enterada.

—Por la familia —respondió Lucía, tomando un sorbo de mosto.

Elena alzó la mirada, y en sus ojos había una tristeza que heló el corazón de Lucía.
—¿Estás bien, Elena? —preguntó.
—Solo estoy cansada, mucho trabajo —se excusó.

Pero Lucía sabía que su hermana no tenía tanto trabajo. Sin embargo, guardó silencio. El silencio era su escudo.

Sergio tosió de repente:
—Hablando de trabajo… Me aprobaron un proyecto en otra ciudad. Me voy en un mes, por medio año, quizás más.

Lucía se quedó fría.
—¿Medio año? —repitió—. ¿Y las vacaciones de verano?

—Lucía, ¡es una oportunidad única! —exclamó él, entusiasmado—. ¡No se repite!

Le hablaba a ella, pero miraba a Elena. Ella clavó la vista en el plato, como si allí estuvieran todas las respuestas. Lucía notó cómo, bajo la mesa, la mano de Sergio rozó la de Elena. Solo un instante. Elena retiró la mano como si se hubiera quemado. Y Lucía se quedó allí, observando a su marido, radiante, y a su hermana, al borde del colapso.

La cena terminó incómoda. Elena se quejó de dolor de cabeza y se marchó.
—Te acompaño —dijo Sergio al instante.
—Vives en la otra dirección —señaló Lucía.
—Por mi cuñada, no importa —respondió él.

En la puerta, se volvió, con determinación en la mirada:
—Tenemos que hablar, Lucía. En serio. Cuando vuelva.

La dejó sola, con el aroma de una cena incompleta y un nudo en el pecho.

Dos semanas vivió Lucía como en una niebla. Sergio llamaba cada noche, hablaba del “proyecto”, de la nueva ciudad, del piso. Pero su voz era fría, mecánica. Preguntaba cómo estaba ella, pero no escuchaba las respuestas. Lucía intentaba acercarse a Elena:
—¿Vamos al cine o de compras?

Pero ella se esquivaba:
—Estoy agotada, Lucía, otro día.

Elena parecía consumirse: había adelgazado, ojeras oscuras. Lucía notaba cómo su hermana se tocaba el vientre, como si ocultara algo.

La sospecha creció lenta, como un veneno. Primero, una prueba de embarazo en la basura de Elena. Luego, jerseys holgados, aunque siempre presumía de cintura. El corazón de Lucía se apretaba, pero esperó.

El desenlace llegó un miércoles por la noche. Lucía estaba en el sofá cuando sonó el teléfono. Sergio.
—Hola —dijo ella.

Él calló, solo se oía su respiración.
—No puedo seguir mintiendo, Lucía —confesó al fin—. No voy a volver. No es por el proyecto. Es por Elena. Nos queremos.

Lucía cerró los ojos. El dolor se convirtió en piedra.
—¡Elena y yo vamos a tener un hijo! —soltó él.

Entonces, Lucía se rio. Primero en voz baja, luego más fuerte, hasta que rodaron lágrimas. No era risa de alegría, sino amarga, como de telenovela barata.
—¿Qué pasa, lloras? —preguntó Sergio, alarmado.
—No —susurró ella—. Solo me di cuenta de lo idiota que eres.

Colgó. La histeria se desvaneció, dejando claridad. La piedra en su pecho se volvió firmeza. Se vistió, llamó un taxi y fue a casa de Elena.

Su hermana abrió la puerta: despeinada, en bata, ojos rojos. Al ver a Lucía, retrocedió.
—¿Te lo ha dicho? Perdóname… —balbuceó.
—¿Dónde está? —cortó Lucía, con una calma aterradora.

Elena calló. Lucía recorrió el piso con la vista: la chaqueta de Sergio, sus zapatillas, dos copas en la mesa.
—Deja de mentir, Elena. Ahora.

—¡Lucía, nos queremos! —gritó ella—. ¡Sé que es horrible, pero ha pasado!

Lucía esperó a que callara.
—Estás embarazada —dijo, sin preguntar.
—Sí —murmuró Elena, protegiendo su vientre—. Vamos a tener un bebé.

Lucía se acercó. Elena tembló, esperando gritos.
—¿Por qué no me preguntaste, Elena? —susurró Lucía—. Te habría contado. Llevamos tres años intentándolo. Pruebas, médicos. Sergio es estéril. Totalmente.

El rostro de Elena se transformó: sorpresa, negación, horror.
—No… Él dijo que el problema eras tú…
—Claro —sonrió Lucía con tristeza—. Mentir es más fácil. Robar una vida es más fácil que aceptar la verdad.

Se dirigió a la puerta.
—Felicidades, hermana. Tendrás un hijo. Pero mi marido no tiene nada que ver con esto.

La puerta se cerró de golpe. El aire nocturno era fresco; Lucía respiró hondo.

Pasaron cinco años. Las heridas cicatrizaron. Lucía aprendió un nuevo idioma, cambió de trabajo, se mudó a una ciudad junto al mar. Estaba en una cafetería, removiendo el café, esperando a Andrés. Iban a adoptar un cachorro.

De pronto, la puerta se abrió. Entró Elena con un niño. Demacrada, cansada, vestida de gris. Al ver a Lucía, se detuvo, quiso marcharse, pero su hijo la arrastró hacia los pasteles.
—¡Mamá, quiero el de frutas!

Elena se sentó lejos, pero Lucía sentía su mirada. La piedra en su pecho ya se había deshecho; solo quedaba una leve pena. El niño, rubio y hermoso, no se parecía ni a Sergio ni a Elena.

Elena se acercó al fin.
—Hola —dijo en voz baja.
—Hola, Elena.
—No sabía que estabas aquí… ¿Cómo estás?
—Bien —se encogió de hombros Lucía.

Elena dudó.
—Lucía, perdóname. Fui una tonta.

Esperaba perdón, lágrimas, algo. Pero Lucía solo dijo:
—Todo quedó atrás, Elena. Vive tu vida.

Elena lloró al comprender que, para Lucía, ya solo era una sombra. La puerta sonó; entró Andrés con un ramo de margaritas.
—Perdona el retraso —dijo, entregándoselas. Al ver a Elena, preguntó—: ¿Todo bien?
—Sí —sonrió Lucía—. Esta señora ya se va.

Elena volvió con su hijo, y Lucía inhaló el aroma de las flores. Todo encajaba. Su camino la llevaba al mar,

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