Escucha, vieja… Porque aunque dicen que en el hogar de ancianos hay silencio, a mí solo me recuerda el bullicio de la vida. ¿Y sabes lo que más recuerdo? No las fiestas, ni los regalos, sino esas tonterías humanas que destrozan familias.

Ay, mis nietos, escuchad a este viejo… Aunque dicen que en las residencias de ancianos hay silencio, para mí solo recuerda cómo la vida bullía a mi alrededor. Y ¿sabéis qué es lo que más recuerdo? No las fiestas, ni los regalos, sino esas tonterías humanas que destrozan familias.

Hace tiempo conocí a un matrimonio: Antonia Vázquez y su hijo, Víctor. Vivían tranquilos hasta que él trajo a casa a una jovencita. Se llamaba Leticia. Guapita, pintada, uñas como dagas, pero ¡ay!, para el trabajo o las tareas de casa no servía.

Antonia, desde el primer encuentro, apretó los labios y me dijo:
—Esta pizpireta no me gusta nada.

Y con razón. Cuando Leticia lavó los platos por primera vez, más bien esparció la grasa por la vajilla. Y encima, con descaro, anunció:
—No voy a ensuciarme las manos, esto no es para mí.

Y la suegra le contestó:
—Ni pienso limpiar tras de ti. ¡Lava, que esto no es un hotel!

Ella solo se encogió de hombros. Bueno, pensé, esto no durará. Pero Víctor se empeñó:
—¡La amo! ¡Me caso con ella!

Antonia intentó disuadirlo de mil formas, pero fue inútil. En dos meses celebraron la boda, y una semana después les entregó las llaves de su piso.

Pero su alegría duró poco. Un día fue a visitarlos y… ¡Dios mío, nietos, qué desastre! Polvo, platos sucios en el fregadero, ropa por el suelo. Y Leticia, en lugar de limpiar, retocándose las uñas, dijo:
—Estoy encontrándome a mí misma. El trabajo me llegará cuando deba.

Y la suegra le soltó:
—No será el trabajo el que te encuentre, ¡sino los del banco cuando vengan a por tu marido por las deudas!

Porque Víctor ya tenía dos préstamos y pidió un tercero para sus caprichos. Y Leticia, imaginad, quiso un coche.
—¿Para qué? —preguntó Antonia.
—Para ir a las entrevistas, ¡con coche te tratan mejor! —contestó orgullosa.

Así siguieron discutiendo, hasta que Antonia, limpiando el polvo de la nevera, dijo:
—Conozco a mi hijo. No aguantarás aquí mucho.

Y Leticia, a sus espaldas:
—¡Él me quiere!

Pero Antonia ya había decidido: ni un euro más para sus deudas. Y no se equivocó. Al mes, Víctor llegó corriendo, no por el coche, sino para pedirle a su madre que solicitara un préstamo a su nombre.
—¡Es por nosotros, mamá! ¡Yo lo pagaré! —rogó.

Ella le respondió:
—Sé a quién le prometiste ese coche. Pero a mi costa, ni hablar.

Se fue cabizbajo y le dijo a Leticia que no habría coche. ¡Y ella armó un escándalo como si se hundiera el mundo!

Entonces Víctor no aguantó más. Recogió las cosas de la damisela y la echó a la calle. Y presentó el divorcio.

Así, niños, pasa: crees que el amor es eterno, pero se desvanece como espuma al viento. Porque el amor no es como un esmalte de uñas, sin esfuerzo y respeto, se resquebraja rápido.

¿Queréis que os cuente cómo les fue después? Porque esa también es una historia con moraleja…

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MagistrUm
Escucha, vieja… Porque aunque dicen que en el hogar de ancianos hay silencio, a mí solo me recuerda el bullicio de la vida. ¿Y sabes lo que más recuerdo? No las fiestas, ni los regalos, sino esas tonterías humanas que destrozan familias.