Lucía se encontraba en medio de un patio lleno de hierbajos, con matas de cardos y ortigas que le llegaban a la cintura, mirando la casita inclinada y la placa medio borrosa que decía: “Calle del Robledal, 1, Valdelodares”. El aire olía a humedad, a madera vieja y… a recuerdos.
De niña, pasaba todos los veranos aquí con su abuela Matilde, una mujer fuerte, de pelo plateado recogido en un moño y voz que resonaba en todo el pueblo. Cocía tortas de endrinas, hacía infusiones de tomillo y sabía leer los sueños. “Aquí viven los espíritus del bosque”, le decía. “Pero si vienes con buen corazón, no te harán nada”. Y Lucía le creía.
Ahora tenía treinta y un años. Y estaba de vuelta. Después de diez años con Javier, que la dejó por una instructora de yoga, y de un trabajo de oficina que la dejó hecha polvo, de pronto entendió: si no cambiaba ahora, sería tarde. Y lo hizo. Tiró de freno de mano y se fue por un camino de tierra.
La casa era herencia de la abuela. Su madre quería venderla por cuatro perras a un cazador del pueblo, pero Lucía se negó. “Yo me encargo”, dijo. “Siempre igual de rara”, soltó su madre.
El primer día, Lucía se limitó a limpiar el suelo. La mugre negruzca que salía de las tablas parecía arrastrar consigo años de cansancio. Luego fregó la cocina de leña, quitó el polvo de los santos y ahuyentó a los ratones. Esa noche durmió envuelta en la manta de lana de su abuela. Soñó con la casa, cálida, viva. Como si Matilde la abrazara y le susurrara: “No temas. Aquí están tus raíces”.
A la tercera semana, llegó la “delegación familiar”: su madre, la tía Maribel y su primo Rafa.
“Habíamos pensado”, empezó su madre, mirando el porche con cara de asco, “que como la abuela era de todos, la casa también habría que repartirla”.
“Claro”, añadió Rafa, rascándose la suela de la bota contra el suelo. “Podríamos montar aquí un refugio de caza. Ya he preguntado precios”.
Lucía se secó las manos en el delantal y salió al porche.
“Bienvenidos. Pero aquí no habrá refugio. La abuela me dejó la casa a mí. Hay testamento ante notario”.
“¡Lucía, no seas egoísta!”, chilló la tía Maribel. “¡Tú estás soltera, y Rafa tiene familia! ¡Él lo necesita más!”
“Si no me equivoco, Rafa tiene tres créditos y pagas de pensiones. Eso es su problema. La casa es mía. Punto”.
“¡Pero mírate!”, estalló su madre. “¡Viviendo como una bruja de los montes, y así tratas a la familia!”
“Tratar mal fue lo que hicisteis vosotras cuando me pegasteis por coger una torta sin permiso”, replicó Lucía secamente. “Y ahora, si no es mucha molestia, salgan de mi propiedad”.
Se fueron haciendo ruido. Rafa, al marcharse, golpeó la verja con el parachoques del coche a propósito.
Esa noche, cuando Lucía se disponía a dormir, el suelo crujió. Una vez. Otra. Como si alguien caminara bajo las tablas.
Bajó con una linterna. En el almacén, entre dos maderos, había un hueco. La luz iluminó algo que brillaba. Lucía levantó la tabla. Debajo, una caja envuelta en plástico.
Dentro, un manojo de cartas. De la abuela. Algunas para ella.
“Si estás leyendo esto, es que has decidido quedarte. Sabía que volverías. Aquí está tu fuerza. Recuerda: en esta casa están tus raíces, tu sangre y tu verdad. No temas. Ni a la gente, ni al monte. La gente es peor”.
Las cartas eran como un diario. Hablaban de sueños, de espíritus, de familiares que soportaba pero no quería… y de una mujer llamada Inés, con quien vivió en los cuarenta. “Nos llamábamos hermanas. En aquel entonces no se podía ser claro”. Lucía sintió un vuelco en el pecho. ¿Había sido su abuela…?
Una semana después, llegó al pueblo un equipo de restauradores: una mujer de mediana edad con el pelo azul, un hombre corpulento en pantalones cortos y dos chavales.
“Hola, soy Clara”, dijo la de pelo azul. “Restauradora. Publicaste que querías arreglar la fachada al modo antiguo. Somos especialistas”.
A Lucía le cayeron bien al instante. Montaron tiendas en el jardín, reían, cantaban junto al fuego. Una noche, Lucía leyó en voz alta las cartas de su abuela. Todos escuchaban en silencio.
“Es curioso”, dijo el hombre corpulento. “Es como si ella te hubiera pasado su voz. Te escucho a ti, pero la oigo a ella”.
“Ella está aquí”, dijo Clara. “Estamos en Valdelodares. Aquí los límites son más finos que en la ciudad”.
Al día siguiente vino Rafa. Solo. Con una botella de vino.
“Quería hablar. ¿Puedo?”
Lucía asintió. Se sentó junto a la chimenea, miró alrededor y suspiró.
“No guardes rencor. Fue cosa de mamá. A mí ni me va ni me viene. La verdad es que… ni sé lo que quiero. La ciudad me ahoga. El trabajo es una mierda. Mi mujer me dejó. ¿Tú al menos eres feliz?”
Lucía le sirvió té. Rafa lo sostuvo entre las manos y, de pronto, rompió a llorar.
“¿Sabes? Yo también venía aquí de pequeño. La abuela hacía rosquillas conmigo. Y yo creía que no me quería. Y ahora… ni me despedí”.
Lucía no dijo nada. Sacó el álbum de Matilde. En una foto, Rafa, de seis años, con moras en la mano.
“Ella quería a todos. Solo que a su manera. Pero tienes que decidir: ¿eres mi primo o mi saqueador?”
Rafa se fue. Sin la botella.
El otoño en Valdelodares trajo heladas tempranas. La hierba se cubrió de escarcha. La casa ya estaba casi lista. Lucía empezó a hacer sus propias tortas. Los vecinos venían a visitarla. A veces llegaban gente que leía su blog: “Cómo empezar de cero entre ortigas y una cocina de leña”. Hablaba de la casa, de las cartas, de la abuela. Un día, un comentario:
“Hola. Soy la nieta de Inés. ¿Podemos visitarte?”
Vinieron. Una mujer de unos cincuenta, pelo corto, y su hija. Traían una foto: Matilde e Inés, frente a esta misma casa. Sonriendo.
“Mi abuela hablaba mucho de la tuya”, dijo la mujer. “Decía que fue su verdadera familia. Quiso volver, pero no pudo. Al final, nos pidió que encontráramos este lugar”.
Lucía apretó los labios.
“Ella tampoco la olvidó. Nunca”.
Rafa llamó en primavera. Preguntó si necesitaba ayuda.
“Ahora soy carpintero. Me quedé en Valdelodares. La gente te respeta. No te vayas, ¿vale?”
“No me iré, Rafa. Mis raíces están aquí”.
“Y las mías…, supongo que también”.
Lucía despertó con el croar de las ranas. Salió al porche. El sol atravesaba la niebla. El aire era fresco, pero vivo. Un cuco cantó a lo lejos. Respiró hondo y, por primera vez en años, sintió que no solo vivía… sino que vivía de verdad.
La vieja casa resistía firme. Sabía que ahora todo estaría bien.
La nieve llegóEl gato blanco se acurrucó a sus pies, el viento llevó el aroma de las últimas castañas asadas y Lucía supo, con certeza, que por fin había encontrado su lugar en el mundo.