La Solitaria Contra Todos
Lucía vio un faro por primera vez en un libro cuando tenía cinco años. En la ilustración, se alzaba solitario y altivo, rodeado por un mar embravecido, oscuro como la tinta. La niña apretó los dedos contra la página y susurró: “Viviré ahí”. Sus padres se rieron. La abuela dijo: “Tienes imaginación de artista”. Y la tía Maribel resopló: “Tonterías. Mejor estudia ingeniería”.
Y así lo hizo. Lucía entró en telecomunicaciones porque sonaba serio. Pero su corazón seguía llamado al mar. Tras las clases, dibujaba faros en sus cuadernos, releía a Julio Verne, escuchaba olas en YouTube y cada vacación viajaba a la costa.
—¡Qué locura! —decía su madre—. ¡Todos van a la playa, y ella se escapa a un pueblecito de Galicia!
—Me gusta el norte —sonreía Lucía.
—¡A tu edad deberías buscar novio, no obsesionarte con faros!
Tras la universidad, Lucía encontró trabajo en una empresa de sistemas de navegación. Un día, su jefe le dijo:
—Hay una plaza libre. En el norte. Un pueblo costero, una estación de radiofaro. ¿Te interesa?
Asintió sin decir nada. Como si llevara toda la vida esperando esa oferta.
—Allí la vida es dura. Turnos de tres meses. Solo tú y el farero. Algún vecino aparece de vez en cuando.
—Acepto.
Su madre montó un drama:
—¿Quieres congelarte en medio de la nada? ¡Estás loca! Te sacamos adelante para que termines en un páramo con un viejo cualquiera.
—Mamá, es mi oportunidad.
—¡Oportunidad de arruinarte!
Su padre miró por la ventana y dijo al fin:
—Que vaya. Que lo intente.
El pueblo se llamaba Vilamarín. Un puñado de casas, un muelle, una tienda y el faro sobre el acantilado. Al pisar la orilla, el viento casi la derriba. El mar rugía, las gaviotas chillaban, el cielo pesaba como plomo. Pero su corazón cantaba.
—¿Eres Lucía? —Un hombre alto, canoso, con chaquetón de lana se acercó—. Soy Serafín. El farero. El guardián del lugar.
Se rio, le cogió la mochila y la guio hasta la casita junto al faro. Olía a queroseno, pan recién hecho y miel. Una lámpara iluminaba la mesa; en las estanterías, libros y conchas.
—Aquí vivirás. El faro es tu responsabilidad. La estación es vieja, pero funciona. Ayúdame a mantenerlo.
—Puedo hacerlo.
—No lo dudo. Tienes cara de llevarte bien con el mar.
Los primeros días fueron difíciles. Tormentas, silencio, tardes eternas. Lucía reparó los equipos, hizo amistad con los vecinos, especialmente con Pilar, la frágil tendera.
—Hablar contigo es como tomar un té de hierbas. Calienta el alma —decía.
Por las noches, Lucía se sentaba en las escaleras del faro y escribía cartas. A sí misma. Al futuro. En su pasado solo había expectativas ajenas. Ahora, solo existía ella.
Un día llegó un paquete. De la ciudad. Una carta de su madre:
«Eres rara, hija. Maribel y yo no entendemos qué buscas ahí. Pero tu padre está orgulloso. Ven cuando quieras. O al menos escribe.»
Lucía suspiró. Sintió cómo algo en su interior se calentaba por primera vez en años.
Pasaron tres meses. Lucía preparaba su vuelta. El faro ya era parte de ella. Serafín la abrazó fuerte:
—Vuelve. Sin ti esto estará más vacío.
En la ciudad la recibieron con frialdad. Su madre revisó sus cosas con desdén; la tía Maribel sentenció:
—Fue un error. Vuelve a un trabajo decente.
Pero Lucía ya sabía: no lo haría. Había tomado una decisión. Sola.
Medio año después, estaba de vuelta en el faro. La tormenta amainaba. Serafín agitaba una mano:
—¡Justo a tiempo! ¡He hecho bizcocho!
Ahora tenía un rincón propio en la casita, una placa en la puerta: “Ingeniera de Navegación. Lucía Marítima”. Así la llamaban los locales.
—Eres como el mar —decía Serafín—. Primero ruges, luego calmas.
La pequeña Sonia, una niña del pueblo, le traía dibujos de faros, como los que ella misma hacía de pequeña. Los pescadores le regalaban merluza fresca. Hasta hubo insinuaciones de boda.
—Serafín, ¿y tú por qué no te casaste? —preguntó Lucía una tarde.
—Lo estuve. Ella se ahogó. Hace mucho. Desde entonces, el faro es mi compañía.
—Lo siento…
—No hace falta. Desde que llegaste, escucho su voz de nuevo.
Una noche, la estación emisora del faro falló. Lucía trabajó 24 horas sin dormir, llamó a su jefe, pidió refuerzos. Llegaron técnicos. Entre ellos, un chico de treinta años, Adrián.
—Así que tú eres la famosa Lucía del faro. Hablan de ti en la empresa.
—Exagero. Solo hago lo que amo.
Tomaron té, rieron, debatieron sobre circuitos. Adrián se quedó unos días. Al irse, dijo:
—Volveré. Si no te importa.
—Me importará si no lo haces.
Lucía se plantó en el acantilado. Las olas golpeaban las rocas. A sus espaldas, el faro parpadeaba. Su faro. El viento le enredaba el pelo. Extendió los brazos y gritó:
—¡Eh, mundo! ¡Me encontré!
Y el mundo respondió: con el murmullo del mar, la luz del faro y una vocecita en su pecho: “Estás en casa”.
Desde entonces, no volvió a dudar. Porque cada noche, cuando la luz del faro se encendía, sabía que alguien en el mar la vería y entendería hacia dónde ir.
Y eso no tenía precio.
La primavera llegó de golpe a Vilamarín. La nieve no se derritió, sino que desapareció, como si se esfumara sin despedirse. Lucía, en la escalera del faro, miraba el mar gris y sentía en el pecho aquello por lo que había venido: paz.
—¿Lista para la temporada, Marítima? —Serafín salió con dos tazas de café.
—Casi. Falta cambiar unos cables y activar la señal automática. El jefe prometió enviar equipos nuevos.
—¿Podrás?
—Yo sí. ¿Y tú?
—Esto lo llevo en la sangre desde los setenta.
Señaló las rocas, donde la bahía brillaba bajo el sol.
—Pero la gente tiene miedo. Corren rumores de que cerrarán la estación.
Lucía lo sabía. Hablaban de automatización, recortes, trabajos a distancia. El faro podría convertirse en un adorno, no en el corazón del pueblo.
Una semana después, llegaron a Vilamarín: un técnico, un funcionario de la capital y, sorprendentemente, Adrián.
—Me ofrecí —dijo él, sentado en un banco junto al faro—. Supe que querían “optimizar” esto y pensé: no puede sola.
—Podría. Pero contigo es mejor.
Sonrió, la vio manipular cables con agilidad.
—Eres parte de esta máquina. No solo lo reparas, eres como el faro mismo.
Lucía enrojeció, pero solo asintió. Tras un silencio, Adrián añadió:
—Si lo cierran… ¿qué harás?
—Buscaré otro faro. O lo construiré. Lo importante es que hayaY cuando el faro volvió a encenderse esa noche, brilló no solo para guiar a los barcos, sino como un recordatorio de que incluso en la soledad más vasta, siempre hay alguien—o algo—esperando para iluminar el camino.