Oye, te voy a contar una historia que me ha llegado al alma. Resulta que las mejores amigas, Lucía y Carmen, se conocían desde que eran niñas, vivían en el mismo pueblo de Castilla y todos decían que su amistad era “a prueba de bombas”. Las dos eran guapas, pero Lucía era dulce y tranquila, mientras que Carmen era como fuego, llena de energía y carácter.
En el instituto, todo el mundo sabía que Javier suspiraba por Lucía, pero ella no le tomaba en serio. Aún así, le halagaba que él la siguiera por todas partes, le regalara flores silvestres y hasta le confesara su amor. Lucía solo le sonreía a ese chico tímido pero encantador. Quizás habría funcionado entre ellos de no ser por Miguel, un chico presumido que quería conquistar a todas las chicas bonitas del pueblo.
Miguel, moreno y de ojos marrones, paseaba por los pasillos del instituto como si fuera el rey, dejando a las chicas locas. Ambas amigas cayeron rendidas a sus pies, y al principio hasta bromeaban:
—Imagínate, Lucía, qué suerte tendrá la que se case con este guapo —se reía Carmen.
Pero Miguel, al darse cuenta de que gustaba a las dos, se creía un donjuán. Salía con una una semana y con la otra la siguiente, hasta que las chicas empezaron a pelearse por él. Y a él le encantaba esa rivalidad, disfrutaba jugando con sus sentimientos.
Un día, las amigas se enzarzaron en una discusión monumental por culpa de Miguel, y ambas esperaban a ver a cuál elegiría. Entonces, Lucía le soltó la bomba:
—Miguel, estoy esperando un hijo tuyo. ¿Qué vamos a hacer?
—¿En serio? —se rascó la cabeza, sorprendido—. Bueno, pues nos casamos, ¿no? Un niño debe tener padre. Espero que aceptes…
El destino tomó la decisión por ellos, y Miguel se calmó. Una semana después fue la graduación, y las amigas, contra todo pronóstico, se reconciliaron. Lucía creyó que todo estaba solucionado, pero Carmen se fue con el rencor clavado en el alma.
La boda de Miguel y Lucía fue alegre y bulliciosa, como se estila en los pueblos. Tuvieron un hijo, Pablo, y vivían en una casa heredada de la abuela de Lucía. Miguel, que era manitas, la reformó y amplió. Trabajaba como tractorista y sabía de mecánica.
Pero vino la crisis, y la cosa se puso fea. Lucía trabajaba en contabilidad, pero la despidieron. El cooperativo agrícola cerró, y aunque a Miguel no lo echaron, lo mandaron de baja forzosa.
—Miguel, ¿qué hacemos? Pablo empieza el cole y no tiene ni zapatos decentes. Luego vendrá el invierno y habrá que comprarle ropa de abrigo —se quejaba Lucía, desesperada.
La antigua jefa de Lucía, Margarita, le dio un rayo de esperanza:
—Oye, en la oficina de Hacienda de la capital de provincia buscan una secretaria. Es mucho trabajo, pero quizá te sirva.
Al día siguiente, Lucía cogió el autobús y se plantó en Hacienda. Esperó nerviosa hasta que la llamaron. Al entrar, casi se cae de espaldas:
—¡Carmen! ¡Cuánto tiempo!
—Lucía… —Carmen, impecable con su traje y gafas, la miró fría—. ¿Así que eres tú la candidata?
Lucía, ilusionada, asintió. Pero Carmen puso excusas:
—Necesitamos a alguien de la capital. Tú vives lejos, tendrías que quedarte hasta tarde… Además, ya hay otro candidato.
Lucía entendió que su antigua amiga aún guardaba rencor. Volvió a casa destrozada.
—¡¿Carmen?! —rugió Miguel al enterarse—. ¿Y te ha dicho eso? ¡Voy a hablar con ella!
Al día siguiente, volvió callado y serio.
—Pues… tiene razón. El otro candidato tiene más experiencia y vive aquí.
Lucía sospechó algo raro. Tiempo después, supo la verdad: Miguel iba a ver a Carmen. Cuando lo confrontó, él lo admitió:
—La quiero, Lucía. Desde que la vi de nuevo… lo supe.
Esa noche, Miguel recogió sus cosas y se fue.
Pasó el tiempo. Un día, Javier, que nunca se había casado, apareció en casa de Lucía.
—Hola, ¿qué tal? —dijo, tratando de ocultar la emoción en su mirada.
—Bien. Pablo acaba primero de primaria. ¿Y tú?
—Es que… ese cerrucho tuyo está cayéndose. ¿Te importa si lo arreglo?
Lucía sonrió por dentro. *”Todavía me quiere.”*
—Bueno, si tanto te molesta, ven el sábado.
Javier reparó el cerrucho mientras ella colgaba la ropa.
—Eres preciosa, Lucía —murmuró él.
—¿Y eso? ¿Crees que porque mi marido me dejó voy a caer en tus brazos? —replicó ella, arrepintiéndose al instante.
Javier se fue en silencio. Lucía se mortificó por haberle hablado así.
Dos meses después, se encontraron de nuevo al atardecer, con la brisa del río y el canto de las cigarras.
—Hola, ¿por qué sonríes, esquiva? —dijo Javier—. ¿Puedo cogerte la mano?
—Puedes —contestó ella, y ambos se abrazaron, riendo.
Pasearon por las afueras, y Lucía pensó que todo podría haber sido diferente si no se hubiera fijado en Miguel. Pero el destino es así, siempre encuentra su camino.
Más tarde supo que Miguel había vuelto con sus padres; lo suyo con Carmen no funcionó. Pero Lucía ya era feliz, esperando su segundo hijo… con Javier.