—Hijo, que Dios te acompañe y mucha suerte en los exámenes —dijo Marina, nerviosa, mientras despedía a su único hijo, Adrián, en la puerta de su casa en Madrid aquella mañana.
Él debía viajar a Barcelona para presentarse a las pruebas de acceso a la universidad. Marina lo animó, le preparó un buen desayuno y lo envió a conquistar nuevas metas.
—Gracias, mamá. No te preocupes, todo irá bien. Aunque lo del grado público lo veo complicado… —La puerta se cerró tras él. Su marido, Javier, ya había ido al trabajo.
Marina y Javier llevaban veintidós años juntos. En ese tiempo habían criado a Adrián, un chico responsable y bueno. Los padres estaban seguros de que a su hijo solo le esperaba lo mejor. Había crecido sin carencias, viajando con ellos, rodeado de cariño. Adrián nunca les dio problemas, era tranquilo y maduro.
Cuando Adrián era pequeño, Marina y Javier trabajaban sin descanso, dejándolo al cuidado de su abuela. Así comenzaron su pequeño negocio. Marina vendía en el mercadillo, pero con el tiempo las cosas mejoraron y el dinero aflojó.
—Marina, ya basta de estar en el mercadillo. Quédate en casa, ocúpate del hogar —le dijo Javier un día.
—Pero quiero que no nos falte de nada. Por eso debo ayudarte —replicó ella—. Además, estar en casa es aburrido.
—Siempre has compartido mis ideas: la mujer debe cuidar el hogar y el hombre proveer —afirmó Javier.
A Marina la habían educado para obedecer a su marido y mantener la familia unida. ¿Qué podía decir? No tenía motivos para rechazar su propuesta. El negocio iba bien, no les faltaba nada.
—Nuestro piso, recién hipotecado, necesita atención, y Adrián pronto empezará el colegio.
—Tienes razón, Javier. Es hora de hacer nuestro nido. Siempre hablas con sensatez —sonrió Marina.
En el fondo, a Marina le gustaba tomar decisiones, ser activa. Pero aceptó su papel de ama de casa, aunque siguió ayudando en la contabilidad del negocio, justificando así su carrera en Economía.
—Cariño, ¿qué te parece si compramos una casa en la sierra? —propuso Javier un día—. Tenemos coche, no será problema ir los fines de semana.
—¡Vaya, Javier, estás leyendo mi mente! Justo lo estaba pensando —dijo Marina, y así pasaron muchos veranos y fines de semana allí.
Esa mañana, tras despedir a Adrián, Marina decidió hornear un pastel para calmar los nervios. Sacó harina del armario.
—Adrián aprobará, aunque sea en una privada —pensó. De pronto, la puerta se abrió.
—¿Adrián? ¿Olvidó algo? Javier salió hace horas…
Pero era Javier.
—¿Qué pasa? ¿Por qué no estás trabajando? —preguntó Marina, sorprendida.
—¿No ibas a ver a tu madre? Dijiste que estaba enferma —respondió él, sin mirarla.
—Iba a ir después de comer. Adrián ya se fue, estoy haciendo un pastel… Estoy nerviosa por él.
Javier guardó silencio, luego dijo:
—Bueno, quizá sea mejor así. He decidido dejarte. Estoy con otra mujer. Voy a recoger mis cosas.
El mundo de Marina se desmoronó. Balbuceó palabras confusas mientras él metía ropa en una maleta. El aire parecía escasear.
—¿Y Adrián? No podemos destrozarle ahora, con los exámenes. Esperemos un poco.
—¿Adrián? No necesita estudiar este año. Si no entra en la pública, no pienso pagar una privada. Que trabaje o vaya al servicio militar —dijo Javier con frialdad.
—¡Es tu hijo! No le hagas esto.
—No dramatices, Marina. Ya está decidido —Y se fue, cerrando la puerta de golpe.
El silencio fue ensordecedor. Marina solo pensaba:
—¿Qué hará Adrián? No le diré nada hasta que acabe los exámenes. Diré que su padre está de viaje.
Marina estaba destrozada. Más tarde descubrió que Javier había traspasado su mitad del piso y otros bienes a su madre meses atrás.
—¡Así que así! Confié en él y me traicionó.
Adrián regresó. Como esperaban, entró en una universidad privada. Al llegar, notó algo raro.
—Adrián, tu padre nos ha dejado por otra. No pagará tus estudios.
Adrián llamó a Javier, quien confirmó todo. Se quedó callado, luego dijo:
—Mamá, no te preocupes. Saldremos adelante sin él. Me cambiaré a distancia y trabajaré.
Marina se sorprendió de su serenidad. Pensó:
—Ahora llora, pero mañana será otro día, con nuevos problemas.
Al día siguiente, Adrián se fue a gestionar su cambio de modalidad. Consiguió trabajo como repartidor. Marina buscó empleo, pero sin experiencia, acabó en una floristería cerca de casa.
—En el divorcio, Javier me dará mi parte del negocio —pensó.
Él volvió varias veces a recoger cosas, hasta que Marina cambió la cerradura.
Un año después, Javier le pagó. Marina seguía en la floristería cuando la dueña, enferma de cáncer, le ofreció venderle el local.
—Marina, no puedo seguir. Mi hijo no lo quiere. ¿Te interesa? —Adrián la animó, y lo compró.
Tres años después del abandono de Javier, Marina se había acostumbrado. Una primavera, sintió una extraña felicidad. El negocio florecía.
Ese día, un hombre entró en la tienda.
—Es el cumpleaños de mi hija. No sé elegir un ramo… Mi esposa murió joven.
Marina le ayudó. El hombre, de ojos cálidos, le dio las gracias y se fue.
—Qué hombre tan agradable —pensó.
Por la tarde, él regresó con rosas.
—Perdone la osadía, pero quería regalarle esto.
Marina rio.
—¿Cómo sabía que me gustan las rosas?
—¿Puedo acompañarla?
Caminaron como viejos amigos. Él, Jorge, era cardiólogo. Marina sintió una calidez que no conocía desde hacía años.
Finalmente, pisaba tierra firme.
Cuatro meses después, se casaron por lo civil. Marina se mudó a su casa en la sierra, cerca de un lago. Adrián se casó y esperaban un nieto.
Y Marina, cada día, daba gracias a Dios por su nueva vida.