Tres mujeres, una cocina y ni un minuto de paz
—Vale. Lunes, me toca a mí. Martes, mamá. Miércoles, Rosario. Jueves, otra vez yo —Elena trazó líneas claras en el cuaderno—. Los fines de semana… ya veremos.
—Perfecto —asintió su madre, Carmen, disimulando una sonrisa—. Así habrá orden.
—Sí, hasta el primer cocido —refunfuñó su suegra, Rosario—. Vosotras sois muy buenas en el papel.
Elena lo ignoró. Estaba agotada. Seis meses bajo el mismo techo con dos madres no era vida, era un culebrón. Y sin botón de pausa.
Todo empezó tras el nacimiento de Marta. Carmen llegó “un par de meses para ayudar”. Y Rosario nunca se había ido: vivía con ellos desde que Álvaro se casó. “¿Adónde voy si mi hijo ya tiene familia?”, su frase estrella.
El piso era de tres habitaciones, pero parecía de juguete. Ni espacio para respirar, y encima tres dueñas.
—¿Quién ha vuelto a meter el bote vacío de aceitunas en la nevera? —chilló Rosario a las diez de la mañana.
—¡Yo! —respondió Carmen desde el balcón—. ¡El aliño sirve para la ensalada!
—Qué detallista —replicó la suegra—. Pero el cocido lo hago los miércoles. Hoy es martes. ¡Mi día!
—Solo quería ayudar —bufó Carmen.
—¡Pues no hace falta!
—Pero yo sí —intervino Elena, dejando a Marta en el parque—. Mamá, que cada una cocine cuando le toque. Sin saltarse el horario. Como la última vez: tres ollas de cocido y nadie fregó los platos.
—¡Al menos se comió todo! —insistió Rosario—. Y luego yo pasé media hora limpiando la placa. ¡Con lo de la tensión que tengo!
Álvaro, el marido, en esos momentos o salía a correr o se ponía los auriculares. Decía que tenía llamadas importantes, pero Elena sabía que no sabía cómo actuar. ¿Tomar partido? Imposible. Mejor esconderse.
—Habla con tu marido —susurraba Carmen cuando Álvaro salía—. Que le diga a su madre que no se meta. Marta también es mi nieta.
—Tú también te metes, mamá.
—¿Y cómo no, si veo que todo se os cae de las manos? ¿Quién lleva a Marta al parque? ¿Quién le compró los zapatos nuevos? ¿Quién lavó la ropa anoche?
—Basta. Esto no es una competición.
Pero lo era. Las tres —Elena, su madre y su suegra— luchaban por ser “la mujer de la casa”. Y Álvaro… Álvaro intentaba no ahogarse.
Una noche, la cocina fue un campo de batalla.
—¡El miércoles es mi día! —gritó Rosario—. ¿Por qué hay otra olla en la placa?
—¡Porque estoy ocupada con la niña y no miro tus horarios absurdos! —replicó Carmen.
—¿Y quién te pidió que te metieras en nuestra casa?
—¿Nuestra? ¡Yo puse el suelo de la cocina mientras tú paseabas por Benidorm!
—Siempre con lo mismo: “Yo hice esto”. ¿Quieres que te dé las gracias por mi nieta?
Elena entró justo cuando el cocido —”el del horario equivocado”— hervía desbordándose.
—¡Basta! —gritó—. ¡Fuera ollas! ¡Mañana habrá puré de paciencia!
Ambas callaron.
—No soy un campo de batalla. ¡Soy una persona! Una mujer con hormonas revueltas, un bebé que no duerme y ganas de cocinar: cero. ¡Se acabó!
Y se encerró en el baño. En el silencio, comprendió: ninguna tenía la culpa. Simplemente no sabían soltar.
Al día siguiente anunció: lavadora colectiva. Si la ropa se mezclaba, las toallas se perdían… había que organizarse. Como adultos.
—¡Mejor! —dijo Carmen—. Ya no encuentro mis batas.
—¡Ni yo mis sábanas! —añadió Rosario.
Tendieron la ropa en la cocina: cada una con su pinza. Elena fregaba, Marta dormía, y las dos mayores, sentadas en taburetes, miraban los pañales colgados en silencio.
—¿Qué hago aquí? —dijo Carmen al fin—. Mi hija es adulta. ¿Por qué me entrometo?
—Para no estar sola —susurró Rosario—. La jubilación es solo esperar. Con los nietos… te sientes viva. Necesaria.
Carmen asintió. Un silencio.
—Yo crié a tres hijos sola. Nadie me ayudó. Ahora… quiero hacerlo mejor.
—Yo, a mi manera —sonrió Rosario—. Con orden. Sin caos.
—Quizá Elena pueda sola —sugirió Carmen—. ¿O estamos compitiendo?
Elena salió del baño y las vio: juntas, calladas. Sin reproches. Sin cocido.
Pasó de largo, besó a Marta y anunció:
—Nos mudamos. Un piso más pequeño. Sin visitas.
—¿Nadie? —se alarmó Carmen.
—Seguiremos cerca. Pero necesitamos espacio.
—¿Y Marta?
—Vendréis. De visita. Sin ollas.
Un mes después, Elena despertó en su nuevo dormitorio. Silencio. Ni voces, ni aroma a cocido.
Álvaro comía pan con tomate en la cocina.
—¿Qué tal el silencio? —preguntó.
—Raro. Pero bueno. Por primera vez, soy dueña de mi casa.
Él asintió. Luego dijo:
—¿Puedo cenar hoy?
—Claro. Los jueves son tuyos.
Y rieron.
Pasó un año.
Elena tomaba café tranquila. Marta jugaba en el suelo, Álvaro leía un cuarto en voz alta. Domingo: ese día sin prisas.
Hasta el timbre.
Sabía quién era. Todo bajo control.
—Hola, mamá —sonrió, abriendo a Carmen, con bolsa de tela—. Nada de comida. ¿Recuerdas?
—Son frutos secos. Y jarabe para la tos…
—Abajo hay farmacia.
—¿Los frutos secos son comida? —guiñó Carmen—. Y no he hecho cocido. ¡Prometido!
Elena puso los ojos en blanco. Era su espacio. Su reinado.
La semana siguiente, Rosario llegó con maleta.
—La rodilla me duele —suspiró—. Me quedo cuatro días.
—Dos —dijo Elena.
—¿Tres?
—Vale. Pero sin reorganizar la nevera.
—¿Para qué? Traje mi comida —señaló la maleta—. Albóndigas, merluza, caldo… Sé que seguís con esa dieta rara.
Álvaro asomó, guiñó un ojo y desapareció. Elena suspiró y marcó fronteras en la cocina: alimentos de abuela, arriba. Los suyos, en medio.
Al tercer día, Rosario abrió el congelador.
—¿Sabes que tienes pollo aquí?
—Sí. Mañana lo hace Álvaro.
—Yo podría hacerlo con salsa…
—Y yo decir que no —sonrió Elena.
—Eres dura como mi suegra. Pero sin su mal humor.
—Por eso, ¿tomamos té?
—Sí. Pero normal, sin esas hierbas raras.
Un mes después, ambas aparecieron a la vez.
—¡El sábado es mío! —dijo Carmen—. Hice tarta de zanahoria.
—¡Yo reservé este finde! —replicó Rosario—. Con la hernia, entre semana no viajo.
—¿Ahora competimos por enfermedades?
—El que sufre, tiene razón.
—¡A mí me duele el corazón! ¡Estuve toda laLas dos abuelas, tras una mirada cómplice, soltaron una carcajada y entraron juntas llevando la tarta y el caldo, decididas a compartir el domingo con su nieta mientras Elena, resignada pero feliz, cerró la puerta con una sonrisa.