**Diario de Marina**
No lo merecías, madre.
—No lo olvides, Marina: si no fuera por mí, no habrías llegado a nada —dijo mi madre, sujetando su pelo con una horquilla de ámbar—. Te crié en mis brazos, te conseguí un buen marido, te ayudo con la niña… ¿y así me pagas?
Mis manos lavaban los platos mecánicamente, pero por dentro todo se tensaba como un nudo. Sabía lo que venía: el sermón de siempre sobre cómo lo hacía todo mal.
—Y ni hablemos de tu trabajo. ¿Quién estudia Filología para terminar de contable? Una vergüenza. Podrías ser profesora, como Lucía, la hija de mi amiga Carmen. Pero tú…
No respondí. Aprendí hace tiempo a callar. El silencio era mi único escudo. Cuando intentaba defenderme, todo estallaba. Ella sabía cómo herir con palabras.
Vivíamos en un piso modesto en las afueras de Madrid: mi marido Adrián, nuestra hija Sofía, de seis años, y mi madre, Isabel. Tras la muerte de mi padre, insistí en que se mudara con nosotros. Al principio parecía buena idea: abuela cerca, ayuda con la niña, yo podría trabajar tranquila.
Pero pronto Isabel ocupó todo el espacio. Dirigía la casa, criticaba cada paso, hasta el té que preparaba estaba “mal hecho”. Adrián aguantaba. A veces bromeaba, otras se encerraba en el garaje. Era bueno, sencillo, cansado. Me quería, pero cada año sentía su calor más lejano, como si algo frío se interpusiera. Y ese “algo” estaba en la cocina, con su bata de flores, dictando cómo debía ser todo.
Todo cambió con la llamada del médico. Dolores de cabeza, mareos, desorientación. El diagnóstico confirmó lo peor: glioblastoma, inoperable. “Unos meses, con suerte un año”, dijeron.
No lloré. Me paralicé. Luego actué como un robot: análisis, clínicas, consultas. Pedí teletrabajo, mi jefe accedió. Adrián también. Hasta Sofía pareció notar que ahora todo caía sobre mí. Isabel seguía igual: quejándose de la enfermera, malhumorada con el médico, criticando la sopa. Solo a veces, cuando creía que nadie la oía, susurraba en la almohada por las noches.
Un día, buscando una manta en el trastero, encontré una caja de zapatos. Dentro, cartas. La mayoría para mí, pero escritas por otros.
La primera decía:
*”Marina, te espero. No puedo creer que desaparecieras así. Tu Paula.”*
Paula. Mi amiga de la universidad. La que soñó conmigo con viajar a París, abrir una librería, escribir. Nunca discutimos, solo dejamos de hablarnos. De golpe. Y siempre creí que ella me abandonó.
Otras cartas eran de Paula, una de una empresa ofreciéndome unas prácticas en Barcelona. Recordé ese sobre: idéntico al que recibí, pero vacío. Pensé que era un error.
Y otra… de Adrián. Antes de casarnos. Hablaba de ir a Valencia, montar un negocio, vivir junto al mar. Nunca la leí. Creí que él había cambiado de idea.
Me senté en el suelo, las cartas en las manos. El mundo se inclinó.
No fueron errores. Fue sabotaje.
Mi madre interceptó las cartas. Las escondió, quizá falsificó respuestas. Recordé sus frases:
*”Esa Paula es una egoísta, te dejará tirada.”*
*”Adrián es un perdedor, ¿a dónde iríais sin mí?”*
*”¿Prácticas en Barcelona? Es una estafa. ¿Quieres fregar platos?”*
Y le creí.
Esa noche, frente a ella en la cocina, dije:
—Encontré las cartas. De Paula. De Adrián. De Barcelona.
Isabel ni se inmutó:
—¿Y qué?
—¿Las escondiste?
—Claro. No eras capaz de entenderlo. Paula era una interesada, Adrián un inútil, y en Barcelona te habrían estafado. ¡Te protegía!
—No era protección. Era control —dije en voz baja—. Me robaste mis decisiones.
—¡Soy tu madre! ¡Yo sé lo que te conviene!
—Querías que dependiera de ti. Siempre. No solo las cartas. También le dijiste a papá que no me necesitaba. Destruiste nuestra relación. Y mi vida.
—¡Tonterías! ¡Sin mí no hubieras sido nadie!
—¿Y no pensaste que contigo dejé de serlo?
Calló. Sus ojos reflejaron algo parecido al miedo. O al vacío. Luego susurró:
—Tenía miedo de quedarme sola.
Una semana después, alquilé un piso cerca. Adrián ayudó con la mudanza, Sofía empezó en otra guardería. Él me abrazó cuando rompí a llorar entre cajas.
—Reconstruiremos todo. Pero ahora bajo nuestras reglas.
Isabel murió cuatro meses después. Seguí visitándola, llevándole comida, pero ya no era la niña que buscaba su aprobación. Era una mujer que, por fin, se permitía vivir.
En el funeral, pocos. Vecinas, la enfermera que siempre regañaba. Nadie dijo *”era buena”*. Solo: *”Tenía carácter.”*
No lloré. Agarré la mano de Sofía bajo el cielo gris. El silencio era el primer regalo real que me daba mi madre.
Un año después, una carta de Paula:
*”Siempre te esperé. Si estás lista, aquí estoy.”*
Marqué el número.
—¿Paula?
—¿Marina? ¡No lo creo! ¿Eres tú?
—Soy yo. He vuelto. A mí misma.
Esa noche, en el balcón, Adrián jugaba con Sofía. Bebí té verde, vi una paloma en el tejado. Extendió las alas, como recordándome: *puedes volar, aunque te tuvieran enjaulada*.
Sonó el teléfono.
—¿Y bien? —la voz de Paula, firme pero dulce.
—No puedo creer que seas tú.
—Pues créelo. Soy la de verdad. La que volvió.
Hablamos horas. Reímos, recordamos la universidad. Ella contó cómo escribió, llamó, se enfadó, se preocupó… luego lo dejó ir.
—Pensé que me habías borrado. Pero estabas… bajo llave.
—Bajo la de mamá —suspiré—. Pero al fin encontré la llave.
Pasaron semanas. Empecé a sonreír sin razón. Retomé la lectura, escribí en un cuaderno: historias, sueños. Sofía notó el cambio: menos rabietas, más abrazos. Adrián reía más.
—Eres distinta —dijo una tarde—. Como si te hubieras liberado.
—Es que por fin soy yo.
—Me gusta —me abrazó, pero su mirada guardaba sombra.
Quedé con Paula en una cafetería del centro. Llegué nerviosa. Al entrar, la reconocí al instante: el mismo andar, la sonrisa rápida. Pero sus ojos eran más serenos.
—¿Sigues tomando latte con canela? —me abrazó.
—Claro. Y tú, café solo sin azúcar.
Charlamos toda la tarde. Le conté mi matrimonio, mi madre, mi hija. Ella escuchó.
—Te fallé —confesé—. No fue adrede. Solo… viví como ella quiso.
—No fallaste. Sobreviviste. Lamento lo que pasó, pero me alegra que estés aquí. Ahora.
Sentí lágrimas. Esta vez, de alivio.
Al llegar a casa, Adrián estaba en el sillón, los brazos cruzados.
—Es tarde.
—Lo sé. Paula y yo…
—Se nota. Te brillan los ojos. ¿Eso está bien?
No respondió de inmediato.
—No sé. Es raro. Durante cinco años—Durante cinco años te vi muerta, y ahora… es como si hubieras renacido —susurró Adrián, y al fin, en sus ojos asomó la esperanza, no el miedo.