El dueño de un restaurante contrató a una mujer sin hogar como limpiadora. Al revisar las cámaras, descubrió algo sorprendente…

El dueño de un restaurante contrató como limpiadora a una mujer sin hogar con su hijo. Al revisar las cámaras de seguridad, vio cómo bailaba…

El sol, como un enorme disco incandescente, se hundía lentamente tras los tejados de los edificios, tiñendo el cielo de tonos carmesí, dorados y miel. El aire olía a otoño: una mezcla de hojas húmedas, humo de chimeneas lejanas y el aroma del café de los puestos callejeros. La gente corría hacia casa, reía, se abrazaba, vivía. Y Sergio, solo como un monumento a los tiempos olvidados, contemplaba el solar abandonado, como si fuera la tumba de su juventud.

Sus manos, escondidas en los bolsillos de su abrigo de lana y seda de una marca italiana, estaban heladas a pesar de los gruesos guantes de lana. No sentía calor, no sentía el paso del tiempo, no sentía la ciudad a su alrededor. Solo le quedaba un dolor punzante en el pecho y destellos del pasado, como fotogramas de una vieja película.

Delante de él, tras una valla oxidada, estaba el lugar donde alguna vez resonó la música, donde las parejas giraban al ritmo de los compases, donde nacieron los primeros amores, donde besó a una chica por primera vez bajo las estrellas. La pista de baile. Su pista de baile. Allí olía a juventud, libertad y esperanza. Ahora solo quedaban maleza, óxido y silencio, roto por el leve susurro del viento.

Ese lugar era para él a la vez un santuario y una maldición. Allí fue feliz. Allí soñó. Allí sintió por primera vez que podía con todo. Y ahora, tras esa valla, sentía que su alma también estaba cubierta de maleza, como ese solar: de hierbajos, decepción y soledad.

Sus pensamientos volvieron a lo ocurrido apenas una hora antes. Cristina. Su estrella. Su pesadilla. Su error.

El despacho era de estilo loft: paredes de ladrillo, luz cálida, sofá de piel, una barra con whiskeys raros. Pero la atmósfera era gélida. Cristina estaba en medio de la habitación, como una estatua de mármol y veneno. Su cuerpo, esculpido por años de entrenamiento; su mirada, fría como el acero. Lo miraba como si fuera basura lista para tirar.

—No tienes derecho a hablarme así —silbó ella, con una voz que cortaba como una navaja—. Yo soy la cara de tu cafetería. Sin mí, no eres nadie.

Sergio estaba junto a la ventana, de espaldas a ella. No se giró. No quería ver esa máscara de superioridad. Sabía la verdad: sí, bailaba bien. Muy bien. Pero el talento sin alma es solo un espectáculo. Y ella llevaba tiempo bailando no para la gente, sino para sí misma. Para la fama. Para sus fans, a los que consideraba su propiedad.

—Entre nosotros nunca hubo nada, Cristina —dijo con voz serena, como la superficie de un lago antes de la tormenta—. Y nunca lo habrá. Te agradezco los años, la clientela, por ser la mejor. Pero dejaste de aprender. Empezaste a exigir, no a ofrecer. Crees que el mundo gira a tu alrededor. Esto se acabó.

Dejó sobre la mesa un sobre. Grueso. Pesado. Dentro había una suma equivalente a un año de sueldo. No era venganza. Era un gesto de despedida. Respeto por su talento, pero no por su carácter.

Cristina ni siquiera lo miró.

—Retira lo que has dicho —susurró—. Me iré. Y tu imperio se derrumbará. La gente venía por mí. En un mes estarás en un local vacío, como un viejo tonto que no supo quién lo hizo exitoso.

Sergio, por fin, se giró. En sus ojos no había ira ni lástima. Solo cansancio. Y absoluta convicción.

—Estás despedida —dijo—. Dos semanas, por ley. El administrador hará los cálculos. Buena suerte.

Salió sin mirar atrás. El coche lo esperaba. Encendió la música, suave, clásica, y condujo sin rumbo. Solo carretera. Y pensamientos como esquirlas que destrozaban su mente.

Una hora después, estaba ahí. Ante esa valla. Ante su juventud. Ante su dolor.

A la mañana siguiente, su cabeza zumbaba como si hubiera pasado una tormenta. Sergio despertó con la sensación de haber perdido algo importante. Pero no era el trabajo. Ni a la mujer. Era a sí mismo. Y, respondiendo a una llamada interior, entendió que debía volver allí. A esa tierra. Donde una vez rió, bailó, amó.

En el maletero encontró una palanca, oxidada pero resistente. Fue al solar, apartó la valla y se coló por una grieta, como si entrara en el pasado.

El lugar lo recibió con silencio. El viento movía hojas secas, como pasando páginas de un libro olvidado. La vieja tarima de madera se inclinaba como un anciano cansado. Las puertas estaban clavadas, las ventanas, negros vacíos. Una, rota.

Miró dentro. Penumbra. Polvo. Telarañas. Restos de sillas, clavos oxidados, carteles borrados por el tiempo.

Pero entró. No porque quisiera, sino porque sentía que algo lo esperaba ahí dentro. Quizá una respuesta. Quizá el perdón.

Dio tres pasos. El suelo, podrido, crujió… y cedió.

La caída duró un segundo. Pero en ese segundo pensó: “Esto es todo. El final. ¿Por qué? ¿Por orgullo? ¿Por soledad? ¿Por olvidar quién fui?”

Aterrizó sobre escombros y tablas. El dolor le atravesó el costado, las manos raspadas, pero estaba vivo. Vivo. Y eso ya era un milagro.

Estaba en un sótano. Tres metros de profundidad. Paredes de hormigón, lisas como cristal. Sin salientes. Sin escaleras. Sin esperanza.

El móvil, en el coche. Estaba atrapado.

—¡Eh! —gritó—. ¿Hay alguien? ¡Ayuda!

Su voz rebotó en las paredes como un eco del vacío. Nadie respondió.

Intentó trepar. Se aferró a grietas, a trozos de hierro. Se cayó. La sangre le corría por los dedos. La desesperación le apretaba el corazón.

Tras una hora, se sentó en un ladrillo. Cerró los ojos. Pensó en lo absurdo del final. El dueño de una cadena de cafeterías, un hombre que construyó un imperio desde cero, moría en un agujero de una pista abandonada.

Y entonces, una voz.

—Mamá, ¡mira! ¡Un señor en el hoyo!

Sergio levantó la cabeza. Arriba, en el rectángulo de luz que entraba por el boquete, había dos personas. Una mujer. Un niño. Pequeño, con ojos grandes como los de un búho. La mujer, delgada, pálida, pero con mirada amable. Y preocupación.

—¿Está bien? —preguntó ella.

—Solo quería descansar —sonrió él, ocultando el dolor—. Pero si puede… ayúdeme a salir.

Desaparecieron. Por un momento, la esperanza murió de nuevo. Pero diez minutos después, volvieron. Traían una vieja escalera de incendios oxidada. Con esfuerzo, la metieron por el boquete.

La escalera fue un puente entre la vida y la muerte.

Salió. Sucio, herido, pero vivo. Bajo el sol, como un náufrago en la orilla.

—Gracias —dijo, y en esa palabra había todo: gratitud, alivio, orgullo herido.

La mujer se llamaba Ana. El niño, Lucas. Eran pobres, pero limpios. Ropa gastada, pero lavada. Cabello arreglado. Mirada digna.

Y

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MagistrUm
El dueño de un restaurante contrató a una mujer sin hogar como limpiadora. Al revisar las cámaras, descubrió algo sorprendente…