**El Collar de los Desacuerdos**
—¡Dani, levántate y saca a Lobo, que yo no soy un robot! —Andrés Herrera golpeó la mesa de la cocina con la palma de la mano, haciendo vibrar las tazas de café medio vacías. El ambiente olía a tostadas quemadas, espresso recién hecho y un leve aroma a perro. Por la ventana, el sol de abril iluminaba el patio del edificio, donde los niños ya correteaban. Lobo, un golden retriever de pelaje dorado, yacía junto a la puerta con un juguete roto entre los dientes, mirando con tristeza la correa colgada del gancho. Sus ojos marinos suplicaban, pero la familia estaba sumida en una discusión.
Dani, el hijo de quince años, no levantó la vista del móvil, donde resonaban los disparos de un videojuego. Sus auriculares inalámbricos colgaban del cuello, y su sudadera negra con la leyenda *«Game Over»* estaba salpicada de migas de las patatas de ayer.
—¡Papá, ayer lo saqué yo! —murmuró, sin apartar los ojos de la pantalla—. ¡Que vaya Sonia, que siempre se escapa!
Sonia, la hija mayor de diecinueve años, estaba sentada a la mesa con la mirada clavada en el portátil. Su pelo oscuro, recogido en un moño desaliñado, contrastaba con las ojeras de una noche en vela estudiando para un examen de sociología. Llevaba una camiseta grande con el logo de la universidad.
—¿Yo? —bufó, apartándose del ordenador—. Dani, tú fuiste quien quiso a Lobo, ¡así que tú te encargas! ¡Tengo un examen mañana, no puedo pasearlo cada cinco minutos!
Silvia, su madre, entró en la cocina secándose las manos en el delantal floreado. Su pelo rubio estaba revuelto después de limpiar, y su voz temblaba de cansancio e irritación.
—¡Basta de gritos! —dijo, dejando una sartén con aceite humeante sobre el fogón—. Andrés, tú prometiste sacarlo esta mañana. ¡Y vosotros, cada vez más desvergonzados! ¿Os creéis que el perro es mío?
Andrés, un ingeniero de cuarenta y cinco años, dejó a un lado el periódico donde leía sobre una huelga en la fábrica. Sus cejas se fruncieron mientras la luz matutina resaltaba su barba incipiente.
—¿Yo? Silvia, ¡me voy a la fábrica a las seis de la mañana! —rugió—. ¡Fue Dani quien insistió en tenerlo, que asuma su responsabilidad!
Lobo, como presintiendo la tormenta, gimió y soltó su juguete destrozado—un pato de goma—. Su cola se movió débilmente, pero la cocina ya era un campo de batalla, y el perro había dejado de ser solo una mascota para convertirse en el símbolo del caos familiar.
Para la noche, la pelea había escalado. Silvia preparaba la cena: filetes chisporroteaban en la sartén, las patatas hervían y el aire olía a cebolla frita y perejil. Lobo seguía tumbado junto a la puerta, observando con nostalgia la correa que nadie cogía. Dani jugaba a la consola en el salón, los gritos de su videojuego tapaban las noticias del fútbol que Andrés veía. Sonia tecleaba en su habitación, con auriculares que ahogaban el ruido, rodeada de latas vacías de bebida energética.
—Dani, ¿has sacado a Lobo? —gritó Silvia, removiendo las patatas con una cuchara de madera.
Dani, sin apartar los ojos de la pantalla donde su coche chocaba contra un muro, masculló:
—No. Que vaya Sonia, estoy ocupado.
Sonia, al oír su nombre, irrumpió en la cocina, quitándose los auriculares.
—¿Ocupado? —espetó—. ¡Llevas todo el día jugando, Dani! ¡Tengo una entrega mañana! ¡Papá, dile algo!
Andrés, sentado en el sofá con el mando a distancia, suspiró y se masajeó las sienes.
—Dani, sácalo. Es tu perro.
Dani lanzó el mando al sofá, con las mejillas arreboladas.
—¿Mío? ¡Todos prometisteis ayudar, y ahora la culpa es solo mía! —gritó—. ¡Pues regalémoslo, si tanto os importa!
Silvia giró bruscamente, haciendo sonar la cuchara contra la cazuela.
—¿Regalarlo? —exclamó—. ¡Hace un año lloraste para quedártelo! ¿Y ahora lo abandonas? ¡Todos igual, yo me ocupo de la casa, de vosotros y del perro!
Sonia puso los ojos en blanco, cruzando los brazos.
—Mamá, no empieces. Yo no tengo la culpa de tener exámenes. Papá, ¿alguna vez has sacado a Lobo?
Andrés se levantó, alzando la voz por encima del televisor.
—¡Sonia, no seas insolente! Llego de la fábrica a las nueve, ¡destrozado! ¡Y vosotros solo sabéis quejaros!
En ese instante, Lobo, harto de los gritos, empujó la puerta con la pata—que Sonia había dejado entreabierta al recoger la comida— y salió al rellano. La familia se quedó paralizada al oír sus ladridos en las escaleras.
—¡Lobo! —gritó Silvia, tirando la cuchara en el fregadero—. ¡Dani, ¿eres tú quien no cerró la puerta?!
Dani palideció y saltó del sofá.
—¡¿Yo?! ¡Sonia fue la que salió por la pizza esta mañana!
Sonia golpeó la mesa, haciendo temblar el portátil.
—¡¿Yo?! ¡Siempre echándome la culpa, enano!
Andrés agarró la correa del perchero.
—¡Silencio! ¡Todos a buscarlo, ahora!
La familia salió corriendo. El patio estaba lleno de ruidos vespertinos: niños gritando, coches aparcando, ladridos lejanos. Silvia, en zapatillas y delantal, llamaba a Lobo con la voz quebrada.
—¡Lobo! ¡Lobito, ¿dónde estás?! —gritaba, revisando bancos y contenedores.
Dani corría hacia los garajes, iluminando con la linterna del móvil.
—¡Lobo, ven aquí! —vociferó, con un nudo en la garganta. Recordó cómo, un año atrás, había encontrado al cachorro abandonado en una caja, empapado y temblando, y había suplicado quedárselo, prometiendo cuidarlo.
Sonia llamaba a los vecinos, temblando de frío.
—¿Tía Carmen, has visto a Lobo? ¿No? Vale, gracias… —murmuraba, caminando hacia el parque infantil.
Andrés, con su chaqueta de trabajo, revisaba el patio contiguo.
—Maldita sea, Silvia, ¡te dije que un perro es una responsabilidad! —gruñó, apartando arbustos—. ¿Y ahora dónde lo busco?
Silvia se volvió, con los ojos brillantes bajo la farola.
—¿Responsabilidad? ¡Andrés, tú siempre evitas todo! —espetó—. ¡Yo con la casa, los niños, el perro… todo cae sobre mí!
Andrés se detuvo, hablando más bajo pero con firmeza.
—¿Todo tú? ¿Y yo qué, no trabajo? La fábrica es un infierno, duermo cinco horas, ¡y tú nunca estás contenta!
Sonia se acercó corriendo.
—¡Basta! —gritó—. ¡Pensad en Lobo, no en pelearos! ¡Dani, ¿dónde estás?!
Dani apareció entre los garajes, sudoroso y agitado.
—¡No—¡No lo encuentro! —gritó Dani, con la voz quebrada—, pero no nos rendiremos hasta traerlo a casa, juntos.