**Diario de un Hombre**
Solo a los cincuenta y cinco años entendí que lo más aterrador no es una casa vacía, sino un hogar lleno de personas para las que no significas nada.
—Otra vez compraste el pan equivocado—, la voz de mi nuera Laura cortó como un cuchillo mientras desempaquetaba la compra en la cocina. —Te pedí sin levadura. Por quinta vez.
Cogió la barra que había traído y la examinó como si fuera una oruga venenosa.
—Lo siento, Laura, se me olvidó. Andaba distraído.
—Siempre estás distraído, Antonio—, dijo, arrojando el pan sobre la encimera con un gesto de desprecio. —Y luego tenemos que comerlo. A Javier le podría dar alergia.
Tragué saliva. Mi nieto Javier tenía seis años y jamás en su vida había sido alérgico al pan común.
Mi hijo apareció en la puerta.
—Papá, ¿has visto mi jersey azul?
—Sí, Daniel. Está en la lavadora, lo puse ayer…
—¿Para qué?—, interrumpió sin mirarme. —¡Iba a usarlo hoy! ¡Vamos, papá!
Se marchó, dejándome con ese «vamos, papá» que, últimamente, dolía más que una bofetada. Había lavado su ropa. Había cuidado de él. Y aún así, siempre era el culpable.
Caminé lentamente hacia mi habitación, pasando por el salón donde Laura hablaba a gritos por teléfono: «Mi suegro vuelve a hacer de las suyas». La risa al otro lado era igual de afilada que sus palabras.
Mi cuarto era el único refugio en esa casa que antes fue acogedora y ahora zumbaba como un enjambre.
Conversaciones constantes, el televisor siempre encendido, portazos. Ruido. Gente. Y una soledad que enloquecía.
Me senté al borde de la cama. Toda mi vida temí quedarme solo. Temí que mis hijos crecieran y se marcharan, dejándome en habitaciones vacías. Qué tonto fui.
Solo a los cincuenta y cinco entendí que lo más aterrador no es una casa vacía, sino un hogar lleno de personas a las que no les importas.
Eres un accesorio gratuito. Una función defectuosa. Sirve, trae, lava, pero solo como ellos digan. Un paso a la izquierda, uno a la derecha, y ya molestas, ya estorbas.
Esa noche lo intenté de nuevo. Daniel estaba frente al portátil, frunciendo el ceño.
—Daniel, ¿hablamos?
—Papá, ¿no ves que estoy ocupado?—, ni siquiera alzó la vista.
—Solo quería…
—Luego, ¿vale?
Pero ese «luego» nunca llegó. Ellos tenían su vida, sus planes, sus conversaciones. Y yo era… el decorado. Como un sofá viejo o una lámpara pasada de moda. Presente, pero invisible.
Llamaron a la puerta. Era Javier.
—Abuelo, ¿me lees?—, me tendió un libro.
El corazón me dio un vuelo. Ahí estaba, mi rayo de luz. El único que…
—¡Javier!— Laura apareció en el umbral. —¡Te dije que no molestaras al abuelo! Vamos, es hora de la tableta.
Le arrebató el libro y se lo llevó de la mano.
Me quedé sentado, mirando la puerta cerrada. Y en ese momento lo entendí: ya no podía ser solo un fondo. Debo cambiar algo. O desapareceré entre estas paredes como una sombra.
La decisión no llegó de golpe. Maduró en mí mientras lavaba platos en silencio, hacía la compra y tragaba cada punzada.
Se consolidó al ver mi paella casi intacta en la basura —«demasiado grasa, estamos a dieta»—.
Decidí empezar con algo pequeño. Con un espacio propio.
El sábado, mientras todos dormían, saqué del trastero las cajas con las cosas de mi difunta esposa. Sus libros, sus fotografías. Las desplegué en el salón. Quería crear un rincón para su memoria, colgar su retrato.
Laura fue la primera en bajar. Se quedó paralizada en la puerta, como si hubiera visto un fantasma.
—¿Qué es esto?
—Buenos días, Laura. Estoy ordenando algunas cosas.
—Ya veo. ¿No puedes hacerlo en tu cuarto? Hoy vienen invitados.
—Este también es mi salón—, respondí con calma, pero firme. —Y estas son las cosas de tu suegra. La madre de Daniel.
Ella resopló y se marchó a la cocina, golpeando la tetera. Diez minutos después, apareció Daniel, atraído por el olor a café y mi pequeña «rebelión».
—Papá, ¿qué desorden es este? Laura dice que lo has llenado todo.
—Solo quería colgar el retrato de tu madre. Aquí—, señalé la pared.
—¿Aquí?— Miró la pared, luego a mí. —¿Estás loco? Esto arruina la decoración. Laura ya eligió un espejo de diseño.
Ahí estaba. Un espejo. Moderno. Más importante que la memoria de su madre.
—Daniel, esta es mi casa.
—Ah, empezamos—, puso los ojos en blanco. —Lo de siempre: «mi casa». ¡Nosotros también vivimos aquí! ¡Hicimos la reforma!
«Reforma»: pintar una pared de verde lima y nada más.
—Por eso quiero que sea un hogar, no un pasillo con espejos caros.
Esa noche vinieron juntos. Caras serias, tensas.
—Papá, hemos pensado—, Daniel adoptó un tono dulce. —Esta casa es demasiado grande. La luz es cara, limpiar cuesta…
Laura continuó, mirándome fijo:
—Sí, Antonio. Nos preocupamos por ti. Será difícil para ti solo cuando nos mudemos.
Un escalofrío me recorrió.
—¿A dónde piensan irse?
—Queremos vender la casa—, dijo Daniel. —Compraremos un piso nuevo. Y para ti, un estudio. Pequeño, acogedor.
Los miré alternativamente. No bromeaban. Ya lo habían decidido. Ya repartían mentalmente el dinero de *mi* casa. *Mi* fortaleza. *Mi* vida.
—Vender… ¿mi casa?
—¿Tu casa?— Laura sonrió con sarcasmo. —Nosotros también vivimos aquí, invertimos dinero. ¿O quieres que te mantengamos de por vida?
Me levanté. Las piernas temblaban, pero me mantuve firme.
—No.
—¿Qué «no»?— Daniel frunció el ceño. —Papá, es lo mejor para todos.
—Dije que no. Esta casa no se vende. Nunca.
Lo miré a los ojos. Solo vi irritación y cálculo. La máscara de la familia amorosa se había caído. No era solo que sobraba.
Era un obstáculo en su «futuro feliz». Y estaban dispuestos a eliminarme.
Mi «no» flotó en el aire. La cara de Daniel se enrojeció. Laura palideció, apretando los labios.
—No lo entiendes—, susurró él. —No es una petición. Ya tenemos agente inmobiliario.
—Cancélenlo—, dije con calma. Dentro, todo temblaba, pero no podía mostrar debilidad.
—¡Vivirás feliz en tu estudio!— chilló Laura. —¡Basta de amargarnos la vida con tus tonterías!
—Laura—, la cortó Daniel, pero luego se volvió a mí. —Papá, ¿cómo nos haces esto? ¡A tu propio hijo! ¡Yo trabajo por esta familia!
Era un golpe bajo. Pero ya no funcionaba.
—Mi nieto vendrá a esta casa a visitarme. A la casa de su abuelo. No a un cubículo comprado con el dinero de olvidar a su abuela.
—¡Ah, ya entiendo!— Laura saltó. —