El misterio oculto

**El Secreto Antiguo**

En la casa de Antonio y Ana reinaba la alegría. Hoy era la boda de su único hijo, Javier, que se casaba con su amada Lucía. Javier llevaba días sin dormir bien, mirando el reloj cada poco, temiendo llegar tarde o perderse algo. Era su primer matrimonio, y los nervios lo consumían.

—Llevo esperando este día años—pensaba el novio—. Por fin podré llamar a mi Lucía “mi esposa”. Seremos felices, ella me quiere tanto como yo a ella.

Lucía también despertó de buen humor. Era el día más importante de su vida: su boda con Javier.

—Seguro que ya está despierto en su casa, nervioso como siempre—sonrió al pensar en su futuro marido—. Hoy nos casamos y eso significa que dormiremos y despertaremos juntos cada día. Nuestro amor ha triunfado. Solo nos espera felicidad.

Pero la vida no es un camino de rosas, y en el trayecto aparecen situaciones dulces y amargas, problemas difíciles e incluso irresolubles. Lo más duro es superar las pruebas sin perder a los que amas.

Al principio, los padres de ambos no acogieron con entusiasmo la elección de sus hijos. Cada uno creía que su hija merecía un marido excepcional y su hijo, una esposa fuera de lo común. Pero los jóvenes no escucharon a nadie; eran felices juntos y nada podía separarlos.

La boda fue perfecta. La novia radiante, el novio orgulloso. Comenzó su vida en común. Javier y Lucía hacían planes: soñaban con hijos, con una casa grande…

—El primero será un niño—decía Javier con seguridad—. Un heredero.

—Yo quiero una niña—respondía Lucía—. Le compraré vestidos y la arreglaré como a una muñeca.

Al final, acordaron que, fuera niño o niña, sería su mayor alegría y lo amarían por igual. Pasó un año de matrimonio, pero Lucía no quedaba embarazada. Los dos lo deseaban, y ella lloraba a escondidas, temiendo no poder tener hijos.

Al año y medio, por fin llegó la noticia esperada.

—Javier, vamos a tener un bebé—anunció Lucía al salir de la clínica.

Todos celebraron: los futuros padres, los abuelos… Y en la fecha señalada, nació Adrián.

—Te dije que el primero sería un niño—recordó Javier a sus padres.

Casi toda la familia fue al hospital a recoger a Lucía y al pequeño. Llenaron la casa de regalos y felicitaciones. Vivían en el piso de los padres de Lucía, amplio y cómodo.

Con el tiempo, Ana, la madre de Lucía, notó algo extraño en Antonio, su marido. Andaba taciturno, sobre todo cuando miraba al bebé dormido. Una noche, no aguantó más y le confesó a su mujer:

—Ana, míralo bien. ¿No te parece raro que nosotros, rubios y de piel clara, tengamos un nieto moreno y de pelo oscuro?

—Tonterías—respondió ella—. Los niños cambian. Se le caerá ese pelo y saldrá rubio como sus padres.

Pero pasaron los meses, y Adrián siguió siendo moreno. Aprendió a caminar, a jugar… Sus padres y su abuela lo adoraban, pero Antonio no podía aceptarlo. A veces, los familiares bromeaban sobre su aspecto, recordando algún antepasado con rasgos similares.

Una noche, Antonio no aguantó más y habló con su hijo.

—Javier, ¿no ves que tu hijo no se parece a ti? ¿Cómo puedes estar tan tranquilo?

Javier se enfadó.

—¿Estás insinuando que Lucía me ha engañado?

—Piénsalo—insistió Antonio—. En nuestra familia nunca hubo morenos.

—No vuelvas a hablar así de mi mujer—cortó Javier.

Antonio, furioso, decidió probar sus sospechas. En secreto, tomó una muestra de saliva del niño.

Días después, Javier compró un pastel para celebrar el aniversario de su primer encuentro con Lucía. Al llegar a casa, su padre lo llamó.

—Mira esto—dijo Antonio, mostrándole un papel—. Hice pruebas. Adrián no es mi nieto.

Javier quedó destrozado. Esperó a Lucía, que regresaba del parque con el niño. Al verlo pálido, ella se asustó.

—¡Eres una traidora!—le gritó—. ¿Cómo pudiste hacerme esto?

Lucía, confundida, pidió explicaciones. Él le arrojó el informe.

—¿Sabes siquiera de quién es este niño?—la insultó.

—¿De qué hablas?—preguntó ella, sin entender.

—No es mío. Lárgate con tu hijo.

Lucía, sin defenderse, agarró algunas cosas y se fue a casa de sus padres.

Los días siguientes fueron negros. Javier vivía irritable, su madre lloraba, y Antonio, satisfecho, creía haber destapado la verdad.

Dos semanas después, Ana reunió a su marido y a su hijo.

—Esto no puede seguir así—dijo con voz quebrada—. Lucía es inocente.

Miró a Antonio a los ojos y continuó

—¿Recuerdas cuando nos casamos? Pasaron años sin que yo quedara embarazada. Fuimos a médicos, y descubrí que eras estéril. No te lo dije porque te habrías ido, para que yo pudiera ser madre con otro. Pero yo no quería vivir sin ti. Así que mentí. Fui a un sanatorio y… quedé embarazada. El padre era moreno, pero yo no sabía que esos rasgos saltarían una generación.

Javier se sintió aliviado.

—Gracias por decirlo, mamá. Lucía no tiene culpa. Pero… ¿me perdonará?

Antonio, sin palabras, se marchó. Reunió sus cosas y abandonó la casa. Ana lloró.

—Al menos salvé tu matrimonio—susurró.

Javier, agradecido, fue a casa de Lucía con un ramo enorme. Adrián corrió hacia él, gritando “¡papá!”. Lucía lo miró con reproche.

—¿Qué haces aquí? No tengo nada que explicarte.

—Escúchame—suplicó él.

Cuando le contó la confesión de su madre, Lucía se abrazó a él, riendo y llorando.

—Perdóname—dijo Javier—. Sin ti, no soy nada.

Un mes después, Ana, que había salvado un matrimonio, perdió el suyo. Se resignó a una vejez solitaria.

Hasta que una tarde, la puerta se abrió. Era Antonio, demacrado.

—Ana—susurró—, siempre fuiste mi vida. Si hubiera sabido lo de mi esterilidad, me habría ido para que tuvieras un hijo. Hiciste lo correcto. Perdóname. Empecemos de nuevo.

Ella lloró en sus brazos.

A veces, los secretos antiguos deben salir a la luz, aunque duela. Pero Ana lo hizo por amor. Y al final, el amor venció.

**Lección:** La verdad duele, pero es mejor que una mentira que destruya a los que amas.

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