Amor que dura toda la vida

**Amor para toda la vida**

A los catorce años, a Alba le cayeron encima las tareas del hogar, el cuidado de su madre enferma y, además, tenía que sacar buenas notas en el instituto. Soñaba con ser médica.

—Mamá, cuando termine la carrera, te curaré. Tú te pondrás bien. Todavía eres joven— le decía a su madre.

Pero a escondidas, lloraba en su habitación pequeña, ahogada por la impotencia. Vivían las tres en una casa en las afueras de Madrid, en un barrio donde todos se conocían. Su padre nunca ayudaba en nada, ni siquiera hablaba con ellas sin gritar. Jamás una palabra amable. Y cuando Vera enfermó, él recogió sus cosas y se marchó.

Alba no le dio importancia al principio, pensó que sería por trabajo, hasta que él, ya en la puerta, le dijo:

—Me voy para siempre. Esta vida no es para mí, menos con una mujer enferma. Necesito una esposa sana, no una inválida. Tú ya eres mayor, te las arreglarás. El dinero lo enviaré por correo.

La joven creyó que era una broma, pero el portazo le confirmó que no. Vera, en cambio, sonreía.

—Mamá, ¿de qué te ríes? ¿Cómo vamos a vivir ahora?

—Hija mía, ya nos hemos apañado sin él antes. ¿Qué nos dio, sino ira y maltrato? Ve a casa de Vicente y dile que venga, por favor.

Alba asintió y salió. Ya había notado cómo Vicente miraba a su madre con ternura, algo que su padre jamás hizo. Él siempre les sonreía, halagaba a Vera, le regalaba flores y chocolates en su cumpleaños, cuando nadie veía. Alba lo sabía, pero nunca preguntó.

Una vez, a los trece años, escuchó a Vicente confesarle su amor:

—Vera, siempre estaré a tu lado, pase lo que pase. Nunca lo olvides.

Su madre se rio y respondió:

—Ay, Vicente, ya estoy casada y seré fiel hasta el final. No hables así.

Pero cuando el padre de Alba abandonó el hogar, Vicente no dudó. Acudió esa misma noche y quedó para siempre. No hubo explicaciones, solo la certeza de que él siempre había pertenecido a esa casa.

Cuidó de Vera con devoción: trajo médicos, la llevó al hospital, y poco a poco, ella mejoró. Volvió a caminar. La felicidad inundó sus vidas.

—Alba, estudia mucho. Serás una gran médica— la animaba Vicente, creyendo en ella más que nadie.

A veces, la joven lo veía sombrío. Después supo que eran los murmullos de las vecinas:

—¿Quién ha visto a un hombre cuidar de una mujer ajena? Por algo la dejó el marido.

Pero Vicente ignoraba los comentarios. Vera, con la cabeza alta, caminaba a su lado, radiante.

Hasta que un día, todo cambió.

Vicente murió de repente. La noche anterior, abrazó a Alba y a su hermana pequeña, Sonia, como si lo presintiera.

—Os quiero mucho. Y a vuestra madre, más que a nada en este mundo.

A la mañana siguiente, su corazón se detuvo. Vera no superó el dolor. Tres meses después, falleció también, rota por la pena.

Alba y Sonia se quedaron solas. La mayor volvió a la casa familiar para cuidar de su hermana. Los fines de semana, paseaban juntas. Iban al cementerio, donde Alba ahorró para un monumento digno de su amor.

Cuando por fin lo instalaron, una mujer se acercó.

—¿Los conocía? —preguntó Alba.

—No. Mi madre está enterrada al lado. Me encanta vuestra lápida.

—Sí. Era un amor eterno —susurró Alba, mirando las figuras de Vera y Vicente, talladas en piedra, sonrientes y abrazados.

Ahora, con su deber cumplido, Alba podía pensar en su propia felicidad. Arturo, un cardiólogo del hospital, le había propuesto matrimonio dos veces.

—Primero debía honrar a mis padres —le dijo—. Ahora, podemos escribir nuestra historia.

Porque el amor de Vera y Vicente ya era para siempre.

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