El ocaso de una relación, el amanecer de una carrera

—Me voy, Alejandro. Y no intentes detenerme. —Lucía apretaba un viejo pincel con la madera gastada, como si fuera un talismán. A sus espaldas, en el caballete, un lienzo sin terminar se secaba: un atardecer rojo desgarrado por pinceladas oscuras.

—¿Te vas? ¿Adónde? ¿A tus pinturas y pinceles? —Alejandro soltó una risa, pero su voz temblaba de rabia—. No eres nadie sin mí, Lucía. Nadie. ¿Quién va a tomar en serio esos garabatos tuyos?

Ella lo miró, a ese hombre que alguna vez le prometió las estrellas y ahora le robaba hasta la luz. Su rostro, antes tan familiar, le resultaba extraño, distorsionado por el desprecio. Lucía respiró hondo, sintiendo cómo la determinación le quemaba las venas, y salió de la casa dando un portazo. El viento le revolvió el pelo, y en su pecho ardía algo nuevo: la libertad.

***

La mañana en su pueblo olía a rocío, hierba recién cortada y humo de las chimeneas. Lucía despertó con el canto de los estorninos y miró hacia el caballete en su habitación. El lienzo vacío la observaba con reproche, como un viejo amigo al que había traicionado. Hoy Alejandro prometió llevarla a una exposición en la ciudad, y ella sonrió al recordar sus palabras de hace dos años.

—Eres talentosa, Lu —le dijo entonces, abrazándola en su pequeño piso alquilado. La luz de la lámpara iluminaba los bocetos esparcidos sobre la mesa—. Te ayudaré a mostrarle al mundo lo que vales. Brillarás.

Ella le creyó. Hasta que sus promesas se convirtieron en reproches: “Deja de perder el tiempo con esas pinturas”, “Es hora de pensar en formar una familia”, “¿A quién le importan tus dibujos?”. Cada palabra le dejaba una marca, como una mancha en un lienzo limpio, y Lucía empezó a guardar los pinceles en un cajón.

—Buenos días, dormilona —Alejandro entró en la habitación, ya con su camisa impecable y su colonia cara—. El desayuno está listo, date prisa. Mamá llamó, espera que vayamos a comer.

—¿Y la exposición? —Lucía se incorporó, apartándose el pelo rubio despeinado.

—¿Qué exposición? —frunció el ceño, ajustándose la corbata—. Lucía, tenemos cosas que hacer. Mamá quiere hablar de la reforma en su casa, y yo tengo que pasar por la oficina. Quizá otro día.

—Pero prometiste… —su voz tembló, pero calló al ver el gesto de irritación en su rostro.

—Lucía, no empieces. Estoy harto de tus caprichos —masculló antes de salir, dejando atrás un rastro de colonia.

Ella asintió para sí misma, tragándose la decepción. Siempre igual: “otro día”, “más tarde”, “ahora no”. Sus sueños se disolvían en sus planes, como acuarela bajo la lluvia. Se levantó, se puso un viejo jersey y fue a la cocina, donde el café y las tostadas que él había preparado ya estaban fríos. Hasta su cariño parecía automático, una obligación sin alma.

***

Lucía creció en una casa donde el arte era una pérdida de tiempo. Su hogar de madera, en las afueras del pueblo, crujía con cada paso y olía a humedad. Su madre, agotada de trabajar en la fábrica textil, solía decir: “Con dibujos no se come”. Su padre, siempre en el garaje entre coches oxidados, se encogía de hombros cuando ella le mostraba sus bocetos.

—Lucía, ¿otra vez con tus garabatos? —su madre asomó la cabeza en el desván, donde la niña de diez años dibujaba en un cuaderno, manchándose el delantal—. Mejor ve a pelar patatas.

—No son garabatos, mamá —respondió en voz baja, escondiendo el dibujo de un atardecer que vio desde la ventana—. Es parte de mí.

Su madre suspiró y se fue, murmurando algo sobre “tonterías”. La única que creyó en ella fue su profesora de arte, Doña Carmen, una mujer mayor con mechones grises y siempre envuelta en chales de colores.

—Tienes un don, Lucía —decía, corrigiendo su trazo con delicadeza—. No dejes que nadie lo apague. ¿Me lo prometes?

—Lo prometo —susurraba Lucía, con el corazón acelerado.

Pero tras la escuela, sus sueños de estudiar arte se estrellaron contra la realidad. Su madre insistió en una “carrera de verdad”, y Lucía estudió contabilidad. Allí conoció a Alejandro, el hijo encantador de un empresario local, cuya sonrisa derretía el hielo. Él parecía su salvación de la monotonía del pueblo.

—Serás mi musa —le susurró en su primera cita, besándole la mano junto a la vieja fuente del parque—. Te haré feliz.

Lucía le creyó. Se casaron al año, se mudaron a la casa de sus padres, y comenzó una nueva vida. Pero con el tiempo, Alejandro le recordó que su lugar era la cocina, no un estudio. Sus pinturas acumularon polvo, y el caballete se convirtió en un mueble más.

***

—Lucía, ¿dónde estás? —la voz de Alejandro la sacó de sus recuerdos. Estaba en la cocina, removiendo un guiso, mientras imágenes de cuadros sin terminar danzaban en su mente.

—Aquí —forzó una sonrisa, secándose las manos—. La comida está casi lista.

—Bien. Voy a la oficina una hora y vuelvo —miró hacia la olla—. Ah, Lucía… Mamá volvió a preguntar por los niños. ¿No crees que es hora?

Ella asintió, pero un nudo le cerraba la garganta. ¿Niños? Los amaría, pero cada vez que él hablaba de eso, sentía que sus sueños se alejaban más. Como si la encerraran en una jaula y tiraran la llave al río.

—Alejandro, ¿y si vuelvo a pintar? —se atrevió a decir, mirándolo a la espalda—. Podría apuntarme a un curso o…

—¿Pintar? —se giró, con una mueca burlona—. En serio, Lucía. Eso son juegos de niños. Preocúpate por la cena. Mamá viene hoy, quiere cocido.

Ella calló, sintiendo cómo algo se quebraba dentro. Esa noche, después de que su suegra se fuera, decidió ordenar la habitación. Al abrir el armario de Alejandro, encontró su teléfono olvidado. La pantalla se iluminó y, sin saber por qué, lo desbloqueó. Los mensajes de una tal “Sofía” le quemaron los ojos: “¿Cuándo dejarás a tu ratoncita gris?”, “Te echo de menos, ven”. Había fotos: una mujer de pelo oscuro, vestido ajustado, sonriendo como si el mundo le perteneciera.

—¡Lucía, ya estoy en casa! —su voz resonó en el recibidor.

Ella dejó el teléfono rápidamente, secó sus lágrimas y salió con una sonrisa forzada. Pero por dentro, todo se derrumbó. La cena transcurrió en silencio, con él hablando de trabajo sin notar su mirada perdida.

***

Al día siguiente, se encontró con su amiga Marta en el café La Terraza. Marta, siempre con su risa contagiosa, trabajaba de barista y sabía animarla.

—Me engaña, Marta —su voz temblaba, retorciendo una servilleta—. Vi los mensajes. Y se ríe de mis cuadros.

—Lucía, escúchame —Marta le apretó la mano—. Mereces más que ese idiota. ¿—¡Olvídate de Alejandro! —exclamó Marta con firmeza—. Empieza de nuevo, pinta, vive para ti, y verás cómo todo cambia.

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